– ¡No sé durante cuánto tiempo podré tener estas fotos! Ya te lo he dicho, Pamela Marshfield ha empezado a mover abogados. Por lo que parece, cualquier día de estos voy a tener que entregárselas.
David se pasó la sábana por encima de la cabeza y se la enroscó alrededor del rostro. Podía parecer un gesto tonto e infantil para reducir las tensiones antes de que su discusión se convirtiera en una pelea seria, pero habían estado tan fríos el uno con el otro desde la noche anterior que Laurel se lo tomó como una ofensa. Ya había salido del dormitorio cuando él la llamó:
– ¿Qué vas a hacer con lo de la foto de Marissa? ¿Qué le digo?
Laurel estaba cogiendo su mochila, que se encontraba en el suelo junto a la barra que separaba la cocina del salón.
– Ya te dije que no hay problema -le recordó, consciente de que sonaba cortante pero, ¿acaso no habían hablado de eso el viernes? Adoraba a Marissa y pensaba que sería divertido sacarle fotos a la pequeña. Así se lo había dicho a David.
– Quiero decir, ¿cuándo? Seguro que me lo pregunta.
Laurel recordó que un día de esa semana tenía algo que hacer. El lunes, quizá. O el martes. Una parte de ella creía que tenía algo planeado para ese día, pero no estaba segura o, por lo menos en ese momento, no se acordaba. Finalmente, le sugirió:
– ¿Qué tal el lunes por la tarde, a eso de las cuatro y media? Déjame confirmarlo. Puedo salir pronto de BEDS. Ya te avisaré. Y si no puedo el lunes, pues lo dejamos para el próximo sábado, ¿vale?
Nada más pronunciar estas palabras, Laurel se dio cuenta de que esperaba que le contestara que el próximo sábado sería perfecto. Aunque sabía que se lo iba a pasar bien sacándole fotos a Marissa, sentía el aplastante peso de las imágenes de Bobbie Crocker. Y, además, había mucha gente con la que tenía que hablar.
Esperó unos instantes la respuesta, pero ésta no llegó. A veces, pensó, David parece que se cree más juicioso por el solo hecho de ser mayor que ella. Últimamente, a excepción de cuando estaban en la cama, Laurel sentía que la trataba como si fuera otra de sus hijas en lugar de su pareja. Como si fuera una hijastra. Recibía consejos, pero no atención. Se preguntaba si habría resultado un poco irascible, pero decidió que no tenía tiempo esa mañana para analizar todo lo que se habían dicho David y ella, así que se marchó. Cuando llegó a casa, el apartamento olía a cerrado, por lo que abrió la ventana del pequeño balcón en el que Talia y ella solían sentarse a leer en verano. No tenía muchas vistas, pero le daba el sol por la mañana y justo al lado se levantaba un magnífico arce. La puerta del cuarto de Talia todavía estaba cerrada, algo que no le sorprendió mucho porque apenas eran las siete de la mañana. Vio que su compañera le había dejado una nota diciéndole que había un mensaje en el contestador que tenía que escuchar. Cuando Laurel apretó el botón, habló una voz de hombre desconocida.
«Buenas tardes. Me llamo Terrance J. Leckbruge, abogado de Ruger & Oates. Nuestro bufete representa a la señora Pamela Marshfield. ¿Sabe?, me encanta Vermont. Mi esposa y yo tenemos una casita no muy lejos de donde vive usted, en Underhill. Mañana y el domingo tengo previsto pasarme por allí. Ahora son casi las tres de la tarde del viernes y voy a estar fuera el resto del día. Siento haberla avisado justo cuando empieza el fin de semana. Por favor, llámeme al móvil cuando vuelva o al número de mi casa en Vermont mañana por la mañana.» La voz tenía un ligero acento sureño. A continuación, le dejó un pequeño repertorio de números: además de su móvil y el de su casa de campo en Vermont, añadió el de su oficina y el de su domicilio particular, ambos con prefijo de Manhattan.
Laurel se puso en tensión cuando escuchó la palabra «Underhill», y pensó en borrar el mensaje y continuar con su jornada como si no lo hubiera oído. Además, era tan temprano que no necesitaba devolverle la llamada en unas cuantas horas. Pero no podía resistirse a descubrir cómo iba a intentar Pamela Marshfield intimidarla para conseguir las fotos. Por eso, antes incluso de cambiarse de ropa o de sentarse a desayunar un yogur y un plátano, decidió llamarlo, imaginando que así tendría la oportunidad de sacarle de la cama.
Contestó una mujer cuya voz sonaba bien espabilada y que Laurel pensó que no se parecía en nada a la del gentil abogado con el que estaba casada. Su acento le recordó al de algunos de sus vecinos de Long Island. Laurel se presentó brevemente y le explicó que estaba buscando a un abogado llamado Leckbruge, Terrance Leckbruge. La mujer le preguntó con cortesía si sabía qué hora era y Laurel contestó que sólo iba a estar en casa un momento y que su padre había sido también abogado.
– Cuando un abogado me anda buscando -explicó Laurel-, lo llamo en cuanto puedo.
Era una completa mentira, pues la única temporada en que recibió llamadas de abogados -aparte de las de su padre- fue en los años posteriores al intento de violación, y siempre dejaba pasar el mayor tiempo posible antes de contestarles. Odiaba tener que rememorar el incidente y, durante esos meses, se vio obligada a hacerlo constantemente. Un momento después, escuchó el sonido de una puerta corredera abriéndose y cerrándose.
– Laurel, es un placer hablar contigo -dijo Leckbruge, con el acento pausado y confiado que acababa de escuchar en el contestador-. Parece que también te gusta madrugar. ¿Qué tal todo en esta magnífica mañana?
– Todo bien… ¿Se puede saber qué pasa?
– Pues claro, te explico lo que pasa. El otro día mantuve una conversación muy agradable y cordial con una procuradora municipal de Burlington que representa a BEDS. Una mujer de nombre Chris Fricke. Antes de seguir, tengo que decirte que estoy muy impresionado con el trabajo que hacéis en vuestra asociación. Sois un modelo a seguir.
Tras decir esto, se calló y le dio un sorbo a su café lo suficientemente ruidoso como para que Laurel pudiera oírlo.
– Gracias.
– No conozco en profundidad el caso de este caballero, el señor Crocker, pero parece que tu asociación fue un auténtico ángel de la guarda para él.
– Sólo le buscamos un hogar. Es a lo que nos dedicamos.
– Eres muy modesta. Créeme: el trabajo que hacéis es infinitamente más importante que el mío.
– Es muy amable por tu parte.
– Lo digo en serio -dijo Leckbruge, y Laurel tuvo la sensación de que no mentía-. Me estaba preguntando si podríamos quedar a tomar un café cuando esté en Vermont. Podrías pasarte por nuestra casita en Underhill. No es gran cosa, pero es agradable. Antes fue un enorme almacén de jalea de arce, rodeada de árboles por tres lados, pero con una vista increíble del monte Mansfield hacia el este. La pista de acceso podría dejarte el coche hecho un asco en la época de barro, pero el resto del año está transitable. Supongo que tienes coche, ¿verdad?
– Sí -contestó-, pero no pienso ir a Underhill.
Lo dijo con una contundencia tan incontestable que durante un momento el hombre permaneció en silencio.
– Está bien -dijo finalmente Leckbruge-. ¿Debo entender algo en especial de tu… firmeza?
– Nada de lo que me apetezca discutir.
Una imagen le vino a la memoria: las uñas del más delgado de los dos agresores. Cuando el tipo agarró el manillar de su bicicleta de montaña y levantó las ruedas -y a Laurel también- por encima de la pista, sus manos quedaron mirando al cielo. Laurel pudo ver las líneas negras de mugre que se acumulaban debajo de sus uñas mientras se le revolvía el estómago por la forma en la que la estaban zarandeando. Volvió a escuchar la pésima broma: «Almeja en su jugo». Mientras tanto, el que más tarde se descubriría que era un culturista no paraba de llamarla chocho, soltando esta palabra como un rugido que salía del agujero de la boca de su pasamontañas.