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– Bueno -dijo Leckbruge-. Entonces, podemos quedar en Burlington. ¿Qué te parece?

– ¿De qué quieres hablar?

– De las fotografías que estaban en posesión de tu antiguo cliente. Supongo que ya lo sabías.

– No tengo nada que contarte, lo siento. Y si lo tuviera, supongo que la única persona con la que debo hablar es con Chris Fricke, y tú también.

– En Burlington hay un montón de cafetitos interesantes. Me encantan, sobre todo uno que está cerca del teatro, el Flynn. Hacen un chocolate caliente que está que te mueres. También conozco un bar especialmente peculiar. ¿Qué te parece si quedamos a las cinco? Tú eliges: café o bar.

A Laurel le pareció escuchar movimiento tras la puerta de Talia. De repente, tuvo la ligera certeza de que su compañera de piso y ella tenían un asunto pendiente, la persistente sensación de que, precisamente ese día, se suponía que tenían algo que hacer juntas. Algo normal, puede que ir de compras, aunque Laurel no pensaba que se tratara de eso.

Por muy bien que se lo pasara con Talia -la quería, pues había sido para ella como una hermana mayor, más incluso que su propia hermana durante los últimos años- era consciente de que tenía que marcharse antes de que su amiga saliera de su dormitorio. Necesitaba ir a la sala de revelado, por lo que no podía prolongar por más tiempo la llamada. Por esta razón, para su propia sorpresa, aceptó quedar con Leckbruge en el bar a las cinco de la tarde, aunque sólo fuera para poder colgar el teléfono y salir de casa. Así que, sin haberse duchado, cambiado de ropa y ni tan siquiera desayunado algo de fruta, se precipitó por las escaleras en silencio y salió del viejo portal Victoriano.

Donde antes estuvieron los montones de ceniza y el cartel del doctor T.J. Eckleburg, un oftalmólogo cuyo imponente anuncio de carretera mostraba unos ojos enormes, ausentes, divinos y fríos, ahora había un parque empresarial. Todos los edificios eran de cuatro o cinco plantas, bloques asépticos con ventanas de cristales tintados rodeados de aparcamientos salpicados de islas con raquíticos arbolillos. Había una fuente, un surtidor que disparaba con poca gracia su agua sobre un paraguas cerca de la sede de una compañía de telefonía móvil. Laurel reconoció al instante el lugar en las fotos que había tomado Bobbie, porque lo había visto muchas veces al pasar a su lado por la autopista. Eso significaba que, en algún lugar enterrado bajo uno de los edificios, habría alguna pequeña huella de la gasolinera de George Wilson: algún fragmento de vidrio, por ejemplo; un resto del cemento sobre el cual, en el pasado, se encontraban los surtidores; igual había también algún vestigio o pedacito de la cafetería que regentaba ese horrible y húmedo verano de 1922 un joven griego de nombre Michaelis, el principal testigo en la investigación que siguió a la muerte de Myrtle Wilson.

Si Laurel no hubiera conocido la verdadera identidad de Bobbie, se habría sorprendido ante el hecho de que el viejo fotógrafo se hubiera preocupado por retratar un parque empresarial de Long Island. Era algo que se alejaba bastante de los músicos, actores y noticias de sociedad que parecían constituir su principal tema de trabajo. Daba la sensación de que, al final de su carrera, se había limitado a fotografiar parques empresariales para anuncios de inmobiliarias y, basándose en los modelos de los coches que aparecían en el aparcamiento, habría supuesto que las imágenes fueron tomadas a finales de los años setenta. Sin embargo, conocía muy bien la historia de esa zona como para saber qué estaba haciendo Bobbie en realidad: inmortalizaba para la posteridad el lugar donde su madre atropello por accidente a la amante de su padre para después huir abandonando la escena del crimen.

Se detuvo unos segundos, contemplando las imágenes del parque empresarial sumergidas en las bandejas de solución química. ¿Habría sido muy duro para Bobbie descubrir la verdad sobre sus padres? ¿Cuántos años tendría cuando sucedió aquello? Todo el mundo termina descubriendo cosas sobre sus progenitores que le hacen tambalearse un poco y sentirse mal. Laurel había leído lo suficiente sobre psicología como para ser consciente de la importancia de aceptar los defectos de nuestros padres, que normalmente forman parte, de manera inconsciente, de nuestros mecanismos de desapego en la adolescencia. El proceso de individuación y el desarrollo de la personalidad son, por desgracia, parte de nuestro crecimiento. Pero una cosa es darse cuenta de que tu padre, por lo demás un hombre trabajador, disciplinado y desprendido, a veces se atiborraba a comida como un emperador romano, y otra muy distinta es enterarte de que tu padre y tu madre son unos adúlteros y que, además, tu madre atropello a una mujer conduciendo el coche de su amante y dejó que la víctima muriera desangrada en la cuneta.

Se preguntaba si sería cuando Bobbie conoció la reprensible cobardía y egoísmo de sus padres -Daisy siguió conduciendo mientras Myrtle agonizaba y luego Tom le confesó a George Wilson quién era el dueño del coche amarillo para que Gatsby se convirtiera en el blanco de la desesperada ira del hombre- que decidió cambiarse de apellido.

Laurel no sabía mucho de esquizofrenia, pero había aprendido algo durante su máster en Trabajo Social y de sus años de experiencia en BEDS. Es imposible trabajar con los indigentes sin aprender algo. Le resultaba relevante que Bobbie hubiera abandonado su casa a los dieciséis, pues la esquizofrenia suele manifestarse entre la adolescencia y la primera juventud, y muchas veces tras un evento traumático que la precipita. Le vino a la memoria un término que solían utilizar en BEDS: el doble vínculo. La expresión tiene un origen clínico, y se refiere a la teoría de Gregory Bateson que afirma que una cierta atención equivocada por parte de los padres podría generar involuntariamente esquizofrenia. Esencialmente, se basa en ofrecer al niño una serie constante de mensajes contradictorios: repetirle que le quieres cuando en realidad estás disgustado con él; decirle que ha llegado la hora de irse a la cama cuando resulta evidente que lo único que te preocupa es quitártelo de encima; pedirle que te dé un besito de buenas noches y luego decirle que le huele mal el aliento… Bateson sostenía la hipótesis de que si durante un largo período de tiempo se mantenía esta conducta, el niño interiorizaría que no podía triunfar en su vida social, y, como un mecanismo de copia, desarrollaría su mundo propio. La teoría del doble vínculo no ha sido del todo rechazada, pero Laurel sabía que a día de hoy la mayoría de los psiquiatras consideraban la herencia y la química cerebral como factores mucho más determinantes para que una persona desarrolle esquizofrenia que la educación recibida durante la infancia. Sin embargo, en el albergue seguían utilizando este término, igual que otros afines como «catch 22».

Ahora, ¿la infancia de Bobbie fue una larga sucesión de frustraciones? Parecía posible. Laurel empezó a imaginarse un escenario en el que el hijo de Tom y Daisy Buchanan descubre en el instituto lo que sus padres habían hecho el año anterior a que él naciera. Todas las mezquindades de las que había sido testigo durante década y media -la arrogancia elitista y la hipocresía del matrimonio y, por supuesto, su ruin insensibilidad- se convierten en una nimiedad al lado de este horrible descubrimiento. Por eso se enfrenta a ellos y les pregunta cuánto hay de cierto en la historia y cuánto de conjeturas. Su padre lo niega todo y sostiene que fue Jay Gatsby quien conducía aquel anochecer de 1922. Pero Bobbie es capaz de leer en su interior y sabe que su padre le está mintiendo.

Y su madre, esa mujer cuya voz estaba llena de dinero, ¿qué hay de ella? ¿Qué hace? ¿Confiesa la verdad a su hijo o, como su marido, sigue manteniendo que era Gatsby quien estaba al volante? Puede que simplemente se quedara callada.