Sea como fuere, Bobbie sabe la verdad. Esa parte de su materia gris que había estabilizado su comportamiento -y que, en cierto modo, mantenía a raya la esquizofrenia-, ya no es capaz de contener la llegada de los primeros síntomas.
Es posible, pensaba Laurel, que, en aquella época, hasta la propia Daisy se creyera la mentira que Tom y ella habían estado contando a todo el mundo. ¿Quién sabe? Puede que Daisy Buchanan se fuera a la tumba totalmente convencida de que los rumores que circulaban sobre ella eran miserables chismes pergeñados por primos lejanos y vecinos envidiosos.
A fin de cuentas, a veces los recuerdos son misericordes. Laurel sabía que, en ocasiones, si no quieres volverte esquizofrénico, una memoria indulgente es el único modo de salir adelante.
El mostrador de referencia de la biblioteca permanecía abierto todo el sábado, así que Laurel trabajó sin descanso en el laboratorio la mañana entera y las primeras horas de la tarde, subsistiendo a base de agua mineral y de una magdalena que se compró en la cafetería de la universidad. Se sentía débil, pero no podía permitirse dejar de trabajar. Siempre había una foto más que revelar. Las imágenes que Bobbie tomó de la Exposición Universal que Laurel pudo reconocer eran del Pabellón del estado de Nueva York, unas torres de setenta y cinco metros de altura diseñadas por Philip Johnson, y del símbolo de la feria: el unisferio de la compañía de acero U. S. Steel. Laurel había visto estas construcciones miles de veces desde la autopista de Queens y tuvo un profesor de Historia en noveno que recordaba haber visitado la exposición durante su niñez y que llevó a la clase a Corona Park como parte de una lección sobre los años sesenta.
Laurel no abandonó la sala de revelado hasta las dos y media, y sólo lo hizo porque tenía cosas que hacer en la biblioteca.
Con gran rapidez, el bibliotecario le buscó los carretes de microfilmes de la revista Life desde 1964 y Laurel comenzó a estudiar los de enero. Leyó cómo el papa Pablo VI fue el primer pontífice en volar en avión y un perfil del secretario de estado Robert McNamara. Había también un artículo sobre la condena de Jeck Ruby y otro sobre cómo una mujer llamada Kitty Genovese había sido salvajemente asesinada cerca de su apartamento de Queens una noche y cómo sus gritos de auxilio fueron escuchados por más de treinta vecinos, pero nadie acudió en su ayuda.
Por último, en un número de abril, encontró las primeras fotos de la Exposición Universal en Flushing. La feria fue inaugurada oficialmente el 22 de abril por el presidente Johnson. La revista publicaba imágenes de modelos a tamaño real de naves espaciales rodeadas por visitantes ataviados de chaqueta y corbata o vestidos y faldas. Muchas de las mujeres llevaban guantes blancos. También había fotos de los edificios construidos por General Motors, Chrysler e IBM. Destacaba una imagen a media página del Pabellón del estado de Nueva York, aunque no era la misma que acababa de revelar en el laboratorio de la universidad, y otra del monorraíl con pie de foto, aunque el fotógrafo no era ni Robert Buchanan ni Bobbie Crocker.
Laurel estaba un poco decepcionada, pero siguió adelante. Al cabo de unos instantes, se inclinó sobre la mesa y empezó a parpadear ante una imagen en blanco y negro del microfilme. En el número de la semana siguiente, en la penúltima página de la revistaba que queda justo enfrente de la contracubierta, había una fotografía del unisferio. El ángulo desde el que se habían tomado los anillos del orbe desde el pedestal y la prominencia de Australia le recordaron a la que había sacado Bobbie. Leyó el pie de foto y allí, esperándole pacientemente al final del texto, encontró el nombre:
El unisferio, de la compañía de acero U. S. Steel en la fuente de los continentes. Exposición Universal. Flushing, Nueva York. El globo se alza orgulloso con la altura de un edificio de doce plantas y tiene un colosal peso de 470 toneladas. Por la noche, las capitales de las principales naciones del mundo se iluminan, mientras por encima pasan zumbando los tres satélites que giran alrededor del planeta. El coste total fue de dos millones de dólares, pero hasta el último centavo ha merecido la pena, pues se trata de un excelente recuerdo para los visitantes de que, a pesar de nuestras diferencias políticas y étnicas, somos un solo planeta. El unisferio es el símbolo de la recientemente inaugurada Exposición Universal y una de sus principales atracciones. Foto: Robert Crocker.
Laurel estaba quizá más satisfecha de lo que lo había estado en toda su vida. Pensó en llamar a David al móvil en ese mismo instante, pero le dio miedo que, después de cómo se habían despedido esa mañana, pareciera que llamaba para regodearse. Además, de repente, se sintió cansada, muy cansada. Casi mareada. Seguramente demasiado agotada para hablar.
Tenía tres cuartos de hora antes de quedar con Leckbruge, así que imprimió la página y devolvió el carrete al bibliotecario. Se sentó en un sofá de la sala de lectura para descansar un buen rato. Finalmente, se levantó y con las pocas energías que le quedaban se dirigió a la panadería situada al final de la calle y compró una botella de zumo y un bollo. Sabía que debía tener todos los sentidos alerta cuando se encontrara con el abogado de Pamela Marshfield.
Capítulo 18
Pamela paseaba lentamente por la playa de detrás de su casa, descalza y con unos pantalones de vestir de color caqui con las perneras arremangadas hasta la rodilla. La clara luz otoñal la inundaba como una ola, y durante una fracción de segundo caminó con paso inseguro, como si la arena se moviera bajo sus pies. Se detuvo un instante para observar cómo unas gaviotas rodeaban a un pequeño cangrejo en la playa, cercándolo. Finalmente, una lo agarró y alzó el vuelo sobre las aguas. El resto de aves graznaron enfurecidas y después se dieron cuenta de la presencia de la mujer, torciendo la cabeza, con movimientos maquinales, en su dirección. A lo lejos, a un kilómetro de distancia siguiendo la línea de la costa, podía ver como motas de colores los pantalones vaqueros y los chubasqueros de los jóvenes que compartían el alquiler de las casas más modestas que quedaban en esa parte de la playa.
No le había sorprendido mucho la llamada de T.J. para decirle que la joven trabajadora social había aceptado verlo. No porque dudara del encanto de su abogado -característica que, en su opinión, poseía- sino porque sabía que esa jovencita de Westligg era curiosa, entrometida e impertinente y no parecía dispuesta a dejar en paz el legado de su cliente vagabundo, por eso no iba a desperdiciar la oportunidad de quedar con este abogado de Manhattan.
En este sentido, la muchacha le recordaba a Robert. Hacía demasiadas preguntas, no sabía cuándo tenía que parar.
A fin de cuentas, esa fue la causa por la que Robert terminó marchándose. O, por lo menos, por la que decidió hacerlo. De cualquier modo, a Pamela le resultaba difícil imaginarse a su padre y a su hermano aguantando una noche más juntos bajo el mismo techo tras su última reyerta. Por supuesto, Robert se llevó la peor parte. Su padre había sido jugador de fútbol y de polo, un bruto multiusos. Si su madre hubiera estado en casa, habría intentado intervenir y habría terminado en urgencias en el Hospital de Roslyn. Por fortuna, Tom y Robert Buchanan se reservaron su última y peor pelea para una noche en la que Daisy se encontraba fuera jugando al bridge. De manera consciente o inconsciente, Robert había elegido ese momento porque su madre no estaba en casa, aunque el odio que sentía hacia ella era tan profundo, obstinado y tenaz como la furia que le producía Tom. Sin embargo, incluso al final, Daisy lo quiso. Siempre sería su voluble chiquitín, pero él no podía encontrar el perdón ni en su corazón ni en su confusa cabeza.