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Terrance Leckbruge le había dicho que lo reconocería porque estaría leyendo el Atlantic. En cuanto entró en el bar, Laurel se dio cuenta de que lo habría distinguido de cualquier modo. Cuando ella llegó, lo encontró sentado en un taburete alto con una copa de una bebida blanca y una manoseada copia de la revista abierta en la mesita redonda que tenía ante él. Aparentaba unos cuarenta años, aunque no le habría sorprendido que resultara ser bastante más mayor. Su cabello engominado era tan negro que Laurel no tuvo dudas de que se lo teñía. Llevaba ese tipo de horribles gafas pasadas de moda más propias de personas mayores, con lentes en forma de rombo y marco de color mostaza. Este tipo de gafas la ponían especialmente nerviosa porque sus ojos eran de un sorprendente azul, casi fluorescente, y su nariz tan minúscula que resultaba prácticamente inexistente. Se preguntó si no las llevaría pegadas con cola a las cejas para evitar que le resbalaran por la cara, sobre todo porque, cuando lo vio desde la entrada del bar, estaba con la cabeza inclinada sobre la revista con una ligera sonrisita de suficiencia en la boca. Vestía una chaqueta gris de lino con una camiseta beige por debajo. Laurel, con sus pantalones vaqueros, sentía que llevaba una indumentaria poco apropiada para la ocasión. Más aún, se sentía desaliñada. No se había duchado ni lavado el pelo desde hacía un día y medio y se dio cuenta de que llevaba puesta la misma ropa desde que el viernes por la mañana saliera a trabajar. Tampoco se había maquillado y lamentó no haberse puesto ni tan siquiera un poco de pintalabios y colorete.

Leckbruge levantó la vista cuando ella se acercó a la mesa y, bajándose del taburete, se puso en pie. Por un instante, Laurel pensó que iba a intentar darle un beso en la mejilla, pero se equivocaba: simplemente se acercó a ella un poco más de lo habitual mientras le estrechaba la mano.

– Tú debes de ser Laurel. Soy Terrance Leckbruge, pero los amigos me llaman T. J. Siempre lo han hecho y siempre lo harán, aunque a mí me suena a nombre de persona mayor. Muchas gracias por venir. A ver, parece que necesitas tomarte algo urgentemente.

En persona, su acento resultaba encantador, incluso más sureño y pronunciado que cuando conversó con ella por teléfono. A Laurel le pareció que había algo de afectación en su manera de hablar, pero no le importaba, porque quedaba agradable.

– Pues sí -aceptó, y tomó la brillante tabla sujetapapeles en la que estaba escrita, con bella caligrafía, la lista de vinos.

Él debió de notar que andaba un poco perdida con los caldos, porque rápidamente le recomendó uno. Después, cuando llegó el camarero, lo pidió por ella para evitar que se le atragantara el nombre de un impronunciable viñedo de la Toscana.

Durante unos minutos, charlaron sobre cuánto adoraban las peculiaridades y rarezas de Vermont, y él comentó lo mucho que apreciaba la simpatía de sus vecinos de Underhill. Cuando mencionó esta localidad, Laurel permaneció en silencio y se le pasó por la mente que el hombre podría interpretarlo como frialdad, pero no le importó lo más mínimo. En cuanto llegó el vino, Terrance dijo:

– Laurel, tengo que decirte que aprecio mucho que hayas aceptado verme con tan poco tiempo de aviso. Lo digo en serio, muchas gracias.

– Bueno, tengo que confesar que, de no ser porque esta mañana quería salir cuanto antes de casa, probablemente te hubiera dicho que no, pero no quería ponerme a discutir.

– Así que por eso aceptaste.

– Pues sí.

– Bueno, puedo ser muy persuasivo -dijo, descansando la barbilla en los nudillos.

– Pues no lo fuiste.

– Y persistente.

– Eso me parece más apropiado.

– Sea como sea, de todos modos me alegro de que hayas sido tan cortés de aceptar. -Laurel se encogió de hombros, evasiva-. Y dime, ¿dónde tenías que ir hoy? ¿Qué era eso tan apremiante, si se me permite preguntar?

Laurel pensó en mentirle, pero se dijo que no era necesario.

– Quería ir a la sala de revelado para trabajar con los negativos de Bobbie Crocker, a ver qué encontraba.

"¿Y?

– No ha aparecido ninguna imagen más de tu cliente, si eso es lo que te preocupa.

– Y de su casa o sus propiedades, ¿hay alguna foto?

– Mira, yo ni tan siquiera tendría que estar aquí contigo.

– Pero lo estás, así que imagina que un individuo profundamente enfermo se apoderara de fotografías familiares tuyas. Imágenes con un gran valor sentimental. ¿No querrías recuperarlas?

– La esquizofrenia de Bobbie Crocker estaba bajo control. Hablas de él como si fuera un trastornado.

– Bueno, no vamos a ponernos a discutir sobre enfermedades mentales. Lo que está claro es que era un sin techo hasta que tu asociación aterrizó en su vida. Creo que los adultos normales, sí les dan a elegir, no deciden vivir en las calles del norte de Vermont.

– En cuanto BEDS le ofreció la posibilidad de abandonar las calles, Bobbie aceptó.

Leckbruge vació su copa e hizo un gesto a la camarera. Cuando se acercó a la mesa, le susurró:

– Estaba exquisito. Delicioso hasta la última gota, como usted me había dicho. ¿Podría servirme otra copa, por favor?

La camarera llevaba en la ceja izquierda ese tipo de piercing que a Laurel le resultaba doloroso mirar, sobre todo porque su joven piel era tan suave como la de una modelo para anuncios de crema facial. Casi todos sus conocidos tenían pequeños piercings y tatuajes. Incluso Talia se había perforado el ombligo. Una vez, justo después de licenciarse, se planteó la idea de seguir el ejemplo de su amiga y ponerse un pendiente en el ombligo. Sabía que esto era como tomar la decisión de posar desnuda para fotos eróticas: es mejor hacerlo mientras todavía eres joven. Por eso, a Laurel le pareció que, si iba a hacerlo, tenía que ser cuanto antes. Su novio en aquel entonces -por supuesto, mayor que ella- la animaba a acudir al salón de body-art porque suponía que un arito en el ombligo de su chica haría más evidente el pedazo de trofeo que había capturado y lo machote que era. Sin embargo, Laurel decidió que no quería atraer la atención sobre su vientre, porque corría el riesgo de que luego se dirigiera hacia su pecho. Desde la agresión, esto ni se le pasaba por la cabeza. Además, el desmedido entusiasmo de su pareja era suficiente para olvidarse del asunto.

– Entonces -dijo Leckbruge tranquilo, con un tono iluso, cuando la camarera les dejó para ir en busca de su segunda copa de vino-, ¿qué es lo que te haría renunciar a esas fotos? Porque ése es el motivo de que estemos aquí. A mi cliente le gustaría recuperar las imágenes… esta situación le parece una violación. Estoy seguro de que tú puedes comprender cómo se siente, pues a fin de cuentas…

– ¿Qué te hace pensar eso? -le preguntó Laurel, temiendo por un momento que, en su uso de la palabra «violación», se escondiera más de lo que realmente había. Estaba suponiendo que, de algún modo, sabía lo que había sucedido hacía años en las afueras de su pueblo, cuando lo más probable es que sólo estuviera sugiriendo que era una persona especialmente empática. Iba a pedirle disculpas, o por lo menos intentar atribuir la estridencia de su interrupción a la falta de sueño o al cansancio, pero él se inclinó sobre la mesa y posó su cálida y amable mano sobre la suya.

– Por favor, te ruego que me perdones. No debería haber dicho eso.