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– No, yo no tendría que ser tan sensible… Sólo es que…

Esta vez fue él quien la interrumpió:

– Sufriste una agresión, lo entiendo. No debería haber empleado el término violación. Ha sido muy desconsiderado por mi parte, y tremendamente irreflexivo.

Así que lo sabía. Laurel debería haberlo adivinado, pues tenía una casa en Underhill y era abogado. Seguramente estaba al corriente de todo lo que pasó desde el principio. Retiró su mano con rapidez y la dirigió hacia su mochila, dispuesta a marcharse, pero entonces le vino una imagen a la mente: la muchacha en bicicleta en la pista forestal. La foto que había sacado Bobbie Crocker.

– ¿En qué época estuvo el hermano de tu cliente por Underhill? -le preguntó.

– Mi cliente dice que su hermano falleció hace mucho tiempo, que…

Laurel le hizo callar extendiendo las manos ante él.

– Vale, ¿en qué época estuvo Bobbie Crocker en Underhill?

– No sabía que hubiera estado por allí. Tú conoces bastante más sobre su vida en Vermont que yo.

– Sacó unas cuantas fotos allí, en Underhill. Las he visto. ¿Tu cliente también piensa que le pertenecen?

– ¿De qué son?

– De una ciclista.

– ¿Tú?

De camino al bar, había estado considerando los diferentes deslices que podría cometer. Sin embargo, no se esperaba que terminaran sacando este tema. Incluso en ese momento, no tenía claro si se trataba de un error o no. ¿Acaso no había acudido a la cita para ver si podía enterarse de algo? Suspiró y, en el repentino silencio que se apoderó de su mesa, pudo oír por primera vez la música, el murmullo de las conversaciones y el ruido de las copas a su alrededor. De pronto, parecía que el bar se hubiera llenado.

– Sí -contestó Laurel finalmente, y luego añadió con rapidez-: O por lo menos eso parece.

– Pero no estás segura.

– No del todo, pero casi.

– Mi cliente es coleccionista de obras de arte. No hay razón para no creer que entre las fotos que perdió hubiera una imagen de una chica en bicicleta.

– Esta foto se habría tomado hace unos siete años. ¿Cuándo sostiene tu cliente que su colección…

– Una parte de su colección.

– ¿Cuándo cree que desapareció esa parte de su colección? Tendría que haber sido más tarde.

– ¿A dónde quieres llegar?

– ¿Pamela puso el robo en conocimiento de la policía? Si la colección era de valor…

– Su valor no se puede juzgar sólo en términos monetarios. Lo que más le preocupa son las imágenes de su hogar y su familia. Una foto en la que aparecen su hermano y ella significa para mi cliente bastante más que, por decir algo, la colección de la George Eastman House. Si te interesa tanto conservar esa foto en la que sales tú, estoy seguro de que a mi cliente no le importaría regalártela.

– No quiero la foto -dijo Laurel, consciente de que estaba empezando a marearse. Le pareció que la mesa ascendía hacia ella-, lo que quiero…

– ¿Sí?

– Quiero saber por qué estaba él allí.

– Suponiendo que fuera él.

– Quiero saber por qué estaba en aquella pista el mismo día que esos dos hombres…

Laurel era consciente de que las palabras le salían con dificultad, como una pequeña y desesperanzadora súplica asfixiada por la nieve. Empezaba a sentir frío y humedad, aunque podía escuchar los latidos de su corazón resonando en su cabeza como un tambor africano.

– ¿Te refieres a los dos hombres que te atacaron?

– ¡Pues claro! ¿A quién si no?

– Pero no estás segura de que fuera el mismo día. ¿No?

– No, no estoy segura.

– Muy bien. Entonces, los que te atacaron, ¿eran indigentes? Perdóname, Laurel, no puedo recordarlo.

– ¿A qué viene esa pregunta? ¿Por qué es importante eso?

– Te pones a la defensiva, como si creyeras que los indigentes nunca se vuelven violentos. Sin embargo, la pasada primavera dos de tus clientes se vieron involucrados en una pelea con arma blanca en el callejón que queda detrás de la pizzería de Main Street. Uno de ellos murió y el otro está en la cárcel. Según afirmaban los periódicos, el autor, perdón, presunto autor del crimen amenazó a la víctima por unos sandwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada de vuestro albergue.

Laurel inclinó la cabeza sobre la mesa. Conocía la historia, pero también sabía que esos dos eran una excepción. Desde que llegaron a la asociación, todos los que habían tratado con ellos en BEDS se temían que esa pareja iba a terminar mal. Apenas pasaron un par de noches en el albergue y luego se marcharon. La propia Laurel ni tan siquiera los había visto, por eso el final totalmente carente de sentido que habían tenido -muerte y prisión- la había frustrado más que entristecido.

– ¿Laurel?

Se estremeció al notar que su mano subía de su brazo a su hombro, y se forzó a alzar la vista.

– Uno de los que me agredieron era un indigente -dijo finalmente con voz vacilante-. Pero nunca había puesto un pie en BEDS, lo comprobé hace años.

– ¿Quieres que te pida algo? ¿Le pido a la camarera que te traiga agua? ¿Eres…

Laurel alzó las cejas y esperó. Recordó la furgoneta retrocediendo hacia ella para pasarle por encima, cómo se le llenaron la boca y los pulmones del humo del tubo de escape, el peso de los neumáticos sobre los dedos de los pies, la clavícula y un dedo ya rotos, los moratones en el pecho…

– … diabética? ¿Tienes anemia? -completó su pregunta Leckbruge.

– No, sólo… sólo me he sentido débil por un segundo. Ya estoy bien.

– No lo parece, me gustaría ayudarte.

– No necesito tu ayuda.

– Verás, cuando sufres una violación…

– ¡A mí no me violaron! -exclamó, y con sus últimas fuerzas se puso en pie, impulsándose con los brazos en la silla. El brazo de Terrance se deslizó de sus hombros y el hombre hizo amago de volver a posarlo sobre ella, pero Laurel no fue capaz de decir si lo hacía para ayudarla a bajarse del taburete o para retenerla.

Los ojos del abogado, que hasta entonces se habían mostrado tan comprensivos, parecían haberse congelado de repente.

– Por favor, Laurel, ¿no irás a marcharte ahora?

– Pues sí, me voy.

– Quédate. Siéntate, por favor. Necesito que te quedes un poco más. No puedo… No puedo dejar que te marches así.

Laurel respiró profundamente y retuvo el aire durante un buen rato en sus pulmones. Poco a poco, fue recuperando el enfoque del mundo a su alrededor.

– Parece que sólo piensas en ti -susurró-. ¿Por qué todos los tíos de mediana edad os creéis que el mundo gira en torno a vosotros?

Terrance frunció el labio a propósito, poniendo una sonrisa infantil.

– Au contraire. Lo que más atormenta al hombre de mediana edad es que ha descubierto que el mundo, en realidad, no gira a su alrededor. Eso es lo que nos duele.

– Lo tendré en cuenta.

Terrance miró su reloj y dijo:

– Me gustaría continuar esta discusión.

– Puedes hacerlo, pero con los abogados del Ayuntamiento de Burlington, no conmigo.

– Bueno, una cosa no quita la otra.

– Eso sería si me amenazases.

– No tengo intención de amenazarte, lo digo en serio, Laurel. Otros lo harían, pero yo, personalmente, no utilizo esos medios con nadie, y mucho menos con alguien que ha pasado por lo que tú has pasado. Créeme.

Laurel pensó en sus palabras. ¿Estaba insinuando que conocía a gente que podría querer amenazarla?

– ¿Acabas de sugerir que alguien podría amenazarme? -le preguntó, más desconcertada que atemorizada.

– Yo no he dicho eso -respondió Leckbruge-. Pero, por favor, prométeme una cosa, ¿lo harás?

– Lo dudo.

– De todos modos, te lo pediré: si cambias de opinión y te das cuenta de que la demanda de mi cliente es razonable, ¿me llamarás?

Laurel lo observó y él alzó las cejas sobre esas enormes gafas amarillas en un gesto que podría ser de tristeza. Después, miró de nuevo su reloj y se volvió a sentar en el taburete. Al salir del bar, Laurel se dio cuenta de que ni tan siquiera había probado su vino.