Cuando regresó a casa, Laurel encontró la puerta de su apartamento entreabierta. En un primer momento no se preocupó por ello y supuso que Talia estaría dentro. De haberse imaginado algo, habría sido a su hermosa compañera de piso leyendo en el sofá, con su iPod en las rodillas y el cable de los auriculares trepando hasta las orejas, meneando la cabeza y los hombros al ritmo de la música. Sin embargo, al empujar la puerta se dio cuenta de que Talia no estaba y de que les habían robado. Se quedó en el descansillo, un poco aturdida, repasando con la vista el salón. La ventana del pequeño balcón estaba abierta y la silla que había junto a ella se encontraba tumbada en el suelo. La lámpara de porcelana que tenían junto al sofá, una delicada pieza originaria de China y pintada a mano que había estado durante años en el salón de casa de sus padres antes de que su madre redecorara su hogar tras la muerte de su esposo, estaba hecha trizas en el suelo. Habían volcado la mesita de café, y los libros y periódicos se encontraban esparcidos por el suelo como restos de basura. El pequeño escritorio de color mandarina de Talia había sido empujado hacia la puerta de la cocina, como si alguien hubiera tirado de él al registrar su único cajón. El ordenador seguía sobre la mesa, aparentemente intacto, y Laurel se sintió aliviada porque no se lo hubieran llevado, aunque todavía no tenía ni idea de qué habían robado.
De ningún modo se iba a aventurar en el apartamento ella sola, así que, con el mayor sigilo que pudo, abrió su mochila y rebuscó en su interior el pequeño bote de spray de autodefensa que sabía que andaba por el fondo. Desde que regresó a Vermont para terminar su segundo año de carrera siempre lo llevaba encima. Nunca lo había utilizado, y pocas veces se acordaba de él. Ni tan siquiera estaba segura de si recordaría cómo se utilizaba este modelo, puesto que apenas había odiado un vistazo a las instrucciones cuando lo sacó de su sarcófago de plástico. De todos modos, la alivió tenerlo con ella en ese momento. Cuando tuvo el aparato firmemente sujeto en el puño, se quedó parada. Temía haber hecho demasiado ruido. Ni tan siquiera se atrevía a cruzar el descansillo y llamar a la puerta de Whit. Por eso permaneció allí, totalmente paralizada, escuchando. Llegado un momento, reunió el coraje suficiente como para plantearse retroceder de puntillas y salir hacia las escaleras. Sin embargo, el lugar parecía muy tranquilo. Finalmente, cuando pasaron más de diez minutos sin que escuchara ningún ruido, entró en el apartamento. Estaba claro que, fuera quien fuera el que entró, ya se había marchado.
Vio que las puertas de su cuarto y del de Talia estaban abiertas, y echó un vistazo en ambas habitaciones. Parecían intactas. Empujó a fondo la puerta de su dormitorio, preparada para utilizar el spray y echar a correr si notaba la más mínima resistencia tras ella. Comprobó que el reproductor de CD seguía sobre el escritorio y la pequeña televisión en una balda del armario. No es que tuviera muchas joyas, pero la cajita de teca que contenía sus pendientes, pulseras y un par de collares permanecía sobre el tocador, así como su iPod. Buscó en el último cajón de su escritorio, segura de que su talonario de cheques y su pasaporte estarían entre sus jerséis, que estaban perfectamente doblados, como siempre los dejaba. Todo se encontraba tal y como lo había dejado el viernes por la mañana.
Se sentó en el colchón, preguntándose por qué aparentemente no habían robado nada, y entonces dio con la respuesta: no se habían llevado nada porque la única cosa que buscaba el asaltante estaba en su armario del laboratorio de fotografía de la universidad, incluidas las fotos, porque Laurel había querido guardarlo todo junto. De repente, la forma en la que Terrance Leckbruge había intentando retenerla en el bar le resultó siniestra, pues en realidad lo era. Mientras habían estado juntos en el centro, Leckbruge sabía que alguien se encontraba allanando su apartamento y había intentado que se quedara el mayor tiempo posible con él para que su compinche, quienquiera que fuese, pudiera apoderarse de los negativos y las fotos de Bobbie Crocker. Recordó cómo el abogado miraba constantemente el reloj e intentaba evitar que se marchara.
– ¿Laurel?
Alzó la vista y encontró a Talia en la puerta del apartamento.
– Alguien ha entrado en casa -le dijo todavía un poco aturdida-. Han estado revolviendo nuestro apartamento. Quieren las fotos de Bobbie Crocker.
– ¿De qué estás hablando?
– Tiene que haber algo en los negativos. Seguro que hay algo en una de las fotos que todavía no he revelado, o quizá se oculte algo importante en las que ya tengo, pero no me he dado cuenta.
– Laurel -dijo Talia de nuevo, pero esta vez no se trataba de una pregunta. Llevaba puesta una sudadera gris con las palabras «Make My Day» impresas. Tenía un moratón en la palma de la mano izquierda y una serie de tiritas mal puestas en la derecha. Llevaba el pelo recogido en un moño y parecía agotada. En ese instante, Laurel se acordó: ¡el paintball! Se suponía que tenía que haber acompañado a su amiga en la excursión al paintball del grupo de catequesis.
– ¡Ostras,Talia! Me olvidé. Lo siento mucho, en serio. Se me pasó por completo. La he cagado, ¿verdad? No sé qué decir. Tía, ha sido un día horrible, asqueroso. Dejo colgada a mi mejor amiga y luego descubro que nos han entrado en casa…
– El perro de Gwen.
– ¿Qué?
– Gwen está fuera este fin de semana, y me pidió que sacara a pasear a Merlin -gruñó Talia mientras se acercaba cojeando a la cama y se sentaba junto a Laurel, intentando masajearse el dolorido hombro con la mano. Gwen era su vecina, estudiante de Veterinaria, y Merlin su buenazo pero gigantesco chow chow. Un animal mitad can, mitad león, cuya dueña sostenía que era un chucho que había recogido en la perrera.
– ¿Sabes? Me duele todo -añadió Talia-. No te sientas culpable. Bueno, olvida lo que he dicho. Siéntete culpable: muy culpable. Me habrías servido de ayuda hoy.
Laurel sentía que estaban teniendo dos conversaciones al mismo tiempo: una sobre el paintball y la otra sobre lo que había sucedido en su apartamento.
– ¿El perro de Gwen ha sido el que lo ha revuelto todo?
Talia asintió y dijo:
– Hace como quince minutos. Ha sido culpa mía. Volvía de sacarlo de paseo, aunque sería mejor decir que me ha sacado él,
porque yo iba cojeando. En fin, me pareció escuchar ruido en nuestro apartamento, así que subí para echarte la bronca por haberme dejado tirada en medio del bosque con una docena de adolescentes armados con rifles semiautomáticos cargados con bolas de pintura. No contestaste, pero había algo revolviendo ahí dentro.
– ¿Había alguien dentro? ¿Lo viste?
– No era una persona. Era un bicho, una ardilla.
– ¡Una ardilla! -exclamó Laurel.
– Pues sí. Nos habíamos dejado la ventana abierta y cuando entré en el piso me encontré una ardilla corriendo por el sofá. Al verla, Merlin se volvió loco y empezó a perseguirla por toda la casa. Tiró tu bonita lámpara, volcó la mesita y casi se lanza por el balcón cuando esa hija de puta se escapó por las ramas del arce que tenemos ahí fuera. Y lo siento, pero estaba demasiado machacada para actuar con la rapidez necesaria para sujetar a Merlin antes de que se pusiera a perseguir a la ardilla por nuestro salón.
– Así que no nos han robado.
– No, que yo sepa -dijo Laurel-. La ardilla se marchó con las manos vacías, o las garras vacías, si lo prefieres.
– Entonces, nadie más ha entrado en la casa.
– No, sólo la ardilla. Tía, ojalá hubiera tenido el rifle del paint-ball, esa ardilla se habría pasado el invierno con la piel de color fosforito.