– Ahora que lo dices, creo que me dejé la ventana abierta esta mañana.
– ¡Así que estuviste aquí! Me pareció escucharte cuando volviste de casa de David. Y aun así te olvidaste de que teníamos que ir al paintball.
– En serio, espero que me perdones. Es que… se me pasó.
– ¿Dónde estabas? No me contestaste al móvil y tampoco te localicé en casa de David.
– ¿Has hablado con él?
– No, él tampoco estaba en casa. ¿Salisteis juntos?
Laurel negó con la cabeza.
– Entonces, ¿dónde has estado?
– En la sala de revelado.
– ¿Te has pasado un día como hoy encerrada en la sala de revelado?
– Bueno, también quedé con un tío…
– Un tío mayor, seguro -dijo Talia.
– Sí, pero no por lo que te imaginas. Es un abogado que quiere las fotos de Bobbie. Vengo de verle, me ha llamado porque tiene un cliente que cree que todas las imágenes le pertenecen, pero yo no pienso entregárselas, se ponga como se ponga. Son muy importantes y…
– ¿Qué? Sigue.
De pronto, Laurel tuvo la sensación de que estaba hablando demasiado y se dio cuenta de que había un frenético tono de urgencia en su voz que estaba alarmando a su amiga, lo podía notar en su modo de mirarla. Por eso dejó de hablar. De todos modos, era demasiado difícil de explicar.
Al cabo de un rato, Talia apartó la vista de ella y se tumbó en la cama.
– Creo que lo único que me apetece es quedarme aquí y morirme -dijo, en un evidente intento de cambiar el tema de las fotos de Bobbie-. ¿Te importa? Tengo todo el cuerpo lleno de contusiones.
– ¿Tan mala ha sido la experiencia?
– ¿Quién ha dicho mala? ¡Ha sido genial! Creo que lo único más divertido que el paintball es el buen sexo. Y fíjate en lo que te digo: sólo el sexo bueno de verdad.
– ¿Estás de broma?
– No, hablo en serio. Es una pasada, no tienes ni idea de lo que te has perdido. Puede que ahora no sea capaz de volver a levantarme, que me quede aquí para siempre, pero todas las heridas, rasguños y moratones han merecido la pena. No empezamos muy bien: Whit se vino con nosotros…
– ¿Whit?
– Aja. Gracias a Dios, porque necesitaba otro monitor, como tú sabes, y además hizo de capitán para el segundo equipo. Whit se lo tomó muy en serio, más incluso que yo. Está claro que es un juego de tíos. Las mujeres también podemos hacerlo, pero no lo llevamos en la sangre como ellos. Él se hizo cargo de un equipo y yo de otro. Durante las primeras dos horas nos machacaron a base de bien. Fue bastante duro, créeme. Pero después entendí de qué iba el juego. Lo pillé: tienes que verlo como una partida de ajedrez y calcular tus movimientos. Entonces, de repente, en cuanto coges tu posición, debes dejar de pensar e imaginarte que estás en la fiesta más salvaje en la que hayas estado en toda tu vida. Como si estuvieras en una pista de baile y totalmente fuera de control. Desinhibirte por completo. Una vez que comprendí eso, Whit fue hombre muerto el resto del día. No había quien nos parara, y eso que en mi equipo no estaban esos chavales que se pasan el día pegados a su PlayStation. Lo conseguí con soldados como Michelle. La conoces, ¿verdad? La pequeña y tímida Michelle. No dejamos uno vivo ni hicimos prisioneros. Cero. Nada.
– Suena un poco violento.
– ¿Un poco? ¡Jolín! He estado arrastrándome quinientos metros por el fango y pasando por encima de zarzas para caer por sorpresa encima de unos adolescentes a los que se supone que debo mostrar los caminos del Señor. Cuando me incorporé para pillarlos, les estaba gritando que o tiraban sus rifles o les volaba la tapa de los sesos.
– ¿Y tiraron sus armas?
– Bueno, la verdad es que no les di la oportunidad de hacerlo. Creo que Matthew intentó apuntarme antes de que le disparara. No le dio tiempo a reaccionar, ni a él ni a ninguno. Los fusilé a todos. La próxima vez tienes que venir con nosotros, en serio.
Laurel sonrió con cortesía e intentó parecer sincera, aunque en su interior no lo tenía claro.
– Claro -susurró-, lo intentaré.
– Lo digo en serio -añadió Talia, soltando un sonoro suspiro de satisfacción a pesar de sus dolores y heridas-.Y no me olvido de que te debo una lámpara. ¿Hay más destrozos? Bajé a Merlin antes de ponerme a comprobar los daños.
– Sólo la lámpara, pero no me debes nada. Ni se te ocurra.
Talia se incorporó un poco en la cama y cambió su machacado cuerpo a una posición de sentado, descansando el peso en los codos. Laurel tuvo la impresión de que este pequeño gesto le costaba un serio esfuerzo.
– Bueno, de todos modos voy a comprar una nueva. Y debería limpiar todo este estropicio. Por desgracia, creo que no me puedo agachar.
– Quédate aquí -la retuvo Laurel-.Ya recojo yo el suelo. ¿Quieres tomar algo?
– Morfina.
– ¿Te vale con un vino?, ¿o un zumo?
– Pues un poco de vino. Pero échale una aspirina… o morfina.
– Vale -dijo Laurel, esperando que les quedara una botella de vino en la cocina, pues no estaba muy segura.
– Dime una cosa -dijo Talia de repente.
– ¿Qué?
– ¿Por qué no te he visto desde que volviste de casa de tu madre?
– ¿No nos hemos visto desde entonces? -preguntó Laurel, aunque sabía que la respuesta era sí.
– No creo que estés mosqueada conmigo -dijo Talia- porque sé que soy demasiado encantadora para que alguien se cabree conmigo más de un minuto. Pero otra que no tuviera tanto ego como yo se preguntaría qué está pasando aquí. Entiéndeme, no te he visto desde antes de que te fueras a Long Island, y hoy, vas y me dejas colgada.
Laurel sintió un remolino de viento otoñal entrando en la habitación, así que cerró la ventana. Se lo pensó por un momento antes de contestar, pues estaba indecisa. Por un lado, siempre había sentido un cierto orgullo, puede que injustificado, ante el hecho de que su familia y amigos la tuvieran por atenta y responsable. Nunca los había decepcionado. Sin embargo, por otro lado, se preguntaba si la razón por la que se había olvidado del paintball no sería que estaba demasiado absorta por el trabajo de Bobbie Crocker. Aunque también podría deberse a que consideraba que lo último que alguien podría esperarse de ella era que le apeteciese correr por los bosques con una pistola de juguete. O igual se había olvidado porque, desde un principio, Talia nunca debió pedirle que les acompañara.
– No quería dejarte colgada, y no estoy mosqueada contigo. ¿Por qué iba a estarlo? -le preguntó. Fue consciente de que había un ligero toque de frialdad en su voz, pero no hizo nada por reprimirlo.
– Así que solamente has estado ocupada.
– Sí.
– ¿Con David?
– No.
– Espero que no haya sido con tu difunto indigente.
– ¿Por qué todos os empeñáis en llamarle así? No era un indigente, le conseguimos un hogar.
– Cálmate, Laurel, no pretendía…
– ¿Por qué el hecho de estar en la indigencia se convierte en el único rasgo distintivo de una persona? Nunca te refieres a él como fotógrafo, o excombatiente, o gracioso. Era un tipo muy divertido, ¿lo sabías? Francamente…
– Francamente, ¿qué?
– Nada.
– Dime.
– No tengo nada que decirte. Es sólo que… nada.
Talia se incorporó con dificultad y entrecerró los ojos como queriendo decir: «Ya estoy harta de esto. Muchas gracias por todo». Laurel no se había dado cuenta, pero su amiga tenía un cardenal en forma de media luna en el cuello del color de las berenjenas.
– Creo que voy a darme un baño caliente -dijo Talia bajando la voz-.Yo misma puedo servirme el vino.
Talia se fue cojeando hacia la cocina y Laurel pudo oír cómo abría el armario, cogía una copa y luego buscaba el vino en el frigorífico. Permaneció esperando, inmóvil, hasta que escuchó cerrarse la puerta del baño. Talia no dio exactamente un portazo, pero sí que fue un golpe considerable.