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Las torres gemelas del World Trade Center

Wall Street (muchas)

Main Street en West Egg

Ray Stevens (posiblemente)

Liza Minnelli

Trompetista de jazz

Finales de los 70:

Aparcamiento del parque empresarial del

valle de las Cenizas(no es su nombre real)

Hotel Plaza (de nuevo)

Un joyero(podría ser art déco, pero está en el

mismo negativo que el aparcamiento del

parque empresarial)

Andén de la estación de tren de East Egg

Costa en East Egg

Costa en West Egg

Mi club de campo (la antigua casa de Gatsby)

Un manzano (aparece en varias imágenes,

una con una pequeña pirámide de

manzanas al lado)

Finales de los 90, principios años 2000:

Escenas de un camino forestal en Underhill

(en dos de ellas, sale un chica en bicicleta)

Iglesia de Stowe

Una cascada

Un perro junto a una panadería

Pistas de esquí del monte Mansfield (en verano)

Laurel se fijó en que o bien Bobbie abandonó la fotografía durante los años ochenta y noventa, o bien se habían perdido las imágenes que tomó durante ese par de décadas. También le pareció interesante comprobar que parecía que, a medida que se hacía mayor, regresaba con más frecuencia a East y West Egg y al valle de las Cenizas. Es probable que hubiera pasado por allí a menudo, puede que una vez al año. Tenía esas fotos del andén de la estación de West Egg en las que se veían coches que parecían de finales de los años cincuenta. Puede que el resto de imágenes hubieran desaparecido con el tiempo, pero tenía la sensación de que no era así. Se lo imaginaba con cincuenta y pico años, retrocediendo sobre sus pasos y cerrando la brecha que habían dejado sus padres. También se fijó en que Bobbie tenía, por lo menos, dos fotografías del Hotel Plaza y estaba segura de que no pudo evitar ver en las paredes del hotel aquella tórrida tarde en la que la única -al menos Laurel creía que sólo hubo una- infidelidad de su madre fue descubierta por su padre.

Contempló todas y cada una de las imágenes antes de ponerlas a buen recaudo en un maletín archivador. Algo que podría haber hecho en menos de diez minutos le costó una hora y media. En un principio, supuso que iba a encontrar en las fotos eso que Pamela Marshfield y Terrance Leckbruge ansiaban con tanta desesperación, la clave de su incomprensible interés por ellas. También buscaba al demonio: una persona, una imagen, un disfraz de carnaval. ¿No era eso lo que había dicho Pete Stambolinos? Tendría que haber una foto de un carnaval. Pero no la encontró, al menos por ahora. Tampoco había ninguna imagen de la feria agrícola que se celebraba anualmente en los alrededores de Burlington ni ninguna foto que se pudiera considerar mínimamente amenazadora.

Por eso, poco a poco, Laurel terminó estudiando las composiciones, el uso de los claros y oscuros, el modo en el que Bobbie era capaz de hacer algo fascinante de los temas más cotidianos: una máquina de escribir, un cigarrillo, unos jugadores de ajedrez… Temió no estar haciendo justicia a las fotos con sus revelados. Bobbie se merecía alguien mejor, más profesional.

Después de guardar las fotos, decidió que no podía llevárselas a casa. Ese día había sido sólo una ardilla, pero ¿y el siguiente? Había gente que andaba detrás de esas imágenes. Bobbie lo había entendido, por eso no las compartía con nadie. Laurel pensó que la ardilla había sido una señal enviada por su ángel de la guarda. ¿Cuál era su mensaje? ¡Guarda esas fotos en lugar seguro!

Ese lugar no podía ser su despacho en BEDS. Confiaba en Katherine, pero no en sus abogados. El apartamento de David era una posibilidad, pero podría poner en peligro a las niñas si alguien entraba en busca de las fotos. La oficina de su novio era segura, pues era imposible acceder al edificio del periódico sin una tarjeta de identificación cuya banda magnética se pasaba por un lector, a no ser que el recepcionista te dejara pasar. Sin embargo, estas medidas de seguridad le impedirían acceder a las fotos cuando David no estuviera en el trabajo. Conocía a alguno de los recepcionistas, pero no a todos.

Por un instante, hasta pensó en Pete Stambolinos, consciente de la ironía de esconder las fotos en el mismo edificio en el que habían estado cogiendo polvo el último año de vida de Bobbie Crocker. Pero no parecía muy prudente entregárselas a un hombre cuya sensatez nunca había sido su fuerte.

Necesitaba a un conocido. Alguien con quien Marshfield o Leckbruge no pudieran relacionarla, así que decidió probar con Serena Sargent. Al día siguiente iba a acercarse a Bartlett para visitar la iglesia congregacional de la que era miembro el difunto editor de Bobbie, y pensó que podía dejar las fotos con la camarera cuando terminara. Podría visitarla en su domicilio de Waterbury o, si Serena estaba en el trabajo, pasarse por su cafetería por la tarde. Mientras tanto, se quedaría con los carretes que quedaban por revelar -que no eran más de tres docenas de tiras de negativos- y los llevaría siempre encima.

PACIENTE 29873

Sería muy útil conocer los estresores más recientes o relevantes.

Mientras tanto, resulta difícil mantener una conversación continuada, pues presenta momentos de marcada claridad conversacional seguidos sistemáticamente de una digresión delirante que desbarata nuestros progresos. Todavía se niega a negociar tratamiento y planes de recuperación.

Fragmento de las notas de Kenneth Pierce,

psiquiatra a cargo,

Hospital Público de Vermont,

Waterbury, Vermont.

Capítulo 20

Marissa tomó a su hermanita de la mano y se unieron al tropel de personas -adultos, adolescentes y niños tan pequeños como Cindy- que abandonaban la oscuridad de la sala para salir al vestíbulo del cine ese sábado por la noche. Cegada por las brillantes luces y aturdida por la muchedumbre que se agolpaba ante los puestos de refrescos y palomitas, parpadeó un poco y entrecerró los ojos. Eran las nueve pasadas, una hora más tarde de la hora habitual de acostarse de su hermana, pero la niña parecía aguantar bastante bien. ¿Cómo no iba a hacerlo? Gracias a ella, su hermana mayor y su padre habían tenido que tragarse esa penosa película de un payaso que odiaba a los niños pero que termina dirigiendo la guardería de su madre. Cindy había elegido la película, por eso ahora no se atrevía a dormirse sólo porque se acercase el momento que al prometido de su madre le gustaba llamar la «hora de las brujas».

Marissa observó a su padre, que caminaba a su izquierda, y luego a Cindy, a su derecha. Le sorprendió comprobar la gran diferencia que había entre el saber estar de los adultos y la falta de compostura de los niños. Su hermana tenía la boca y las mejillas, abultadas como las de una ardilla, sucias de la grasa de las palomitas. Parecía que se hubiera lavado la cara con el cucurucho. En las comisuras de los labios tenía adheridos restos de granos de maíz, como piedrecitas de decoración. Su pelo, que nunca fue su rasgo más bonito, estaba encrespado por un lado como el de un gato asustado. Y… ¿será posible?, ¡tenía un pedacito de caramelo dentro de la oreja! ¿Habría estado jugando a meterse los dulces en la oreja durante la película? ¿Cómo no se daba cuenta de que un trozo se le había quedado dentro? Marissa se acordaba perfectamente de aquella vez, hacía dos años, en la que papá tuvo que llevar a Cindy al pediatra porque se había metido un guisante seco en la nariz. Habían estado haciendo collares de comida con macarrones, guisantes secos y bolitas de azúcar en el parvulario y, por alguna razón que nadie se podía explicar, Cindy se había metido un guisante hasta el fondo del agujero izquierdo de la nariz. La médica dijo que esto era algo muy normal en los niños. Sin embargo, mientras contemplaba a la pediatra -una mujer muy simpática que también era su médica- meter unas pinzas del tamaño de un lápiz en la nariz de Cindy, Marissa tuvo una razón más para desear que su hermana no fuera de verdad de su familia.