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Al pensar en esa visita al doctor, se acordó de su dedo del pie. La médica lo estuvo mirando durante unos siete segundos y luego le recetó un antibiótico que sabía a chicle, y le dijo que lo pusiera en remojo durante el montón de tiempo libre que tenía -sí, era cierto-. De todos modos, la visita al médico le permitió escapar del infierno de las matemáticas y le dio la oportunidad de sacar el tema de hacerse unas fotos profesionales cuanto antes mejor.

De golpe, chocó de lleno contra la pierna de su padre, lo que significaba que Cindy chocó a su vez contra ella. Alzó la mirada y vio que su padre se había topado con alguien que conocía, aunque no del modo literal en el que ella lo hizo con su pierna. Parecía que su padre siempre daba con gente conocida. Esta vez era una mujer a la que llamaba Katherine y a la que dio un beso en la mejilla, ese saludo que se hacen los mayores cuando no se dan la mano. Marissa prefería el apretón de manos. Imagínate si tuvieras que besar una mejilla como la de su hermana en ese momento… Asqueroso. Peor que asqueroso.

Katherine iba con un hombre cuyo nombre Marissa no entendió, pero estaba claro que eran una pareja y que tenían la suerte de haber visto una película distinta del bodrio que se acababan de tragar ella y su familia. Marissa sonrió cortésmente cuando la presentaron y le hicieron las preguntas de siempre, regodeándose durante un momento ante la aprobación de la mujer. Pero luego se permitió fijar la vista en los coloridos carteles de las películas que pondrían próximamente. Empezó a fantasear con su nombre escrito en uno, quizá en aquél con ese guaperas joven estrella que salía en la portada de People y que contaba en la revista qué partes de su hermosísima novia, también estrella de cine, le gustaban más -la cara interior de sus muslos, había leído el día anterior en la sala de espera de la médica-. Entonces, escuchó un nombre que le hizo prestar atención a la conversación de los mayores: Laurel. Estaban hablando de Laurel.

– No sé si tiene algo que ver con su viaje a Long Island o sólo con las fotos -decía la mujer que se llamaba Katherine-. Pero el jueves y el viernes no vino a nadar, y casi no pasó por su despacho esos días. Como su jefa, esto me importa un pimiento, de verdad. Pero como amiga, me preocupo por lo que le está pasando. Pienso que cometí un error cuando le pasé aquellas fotos, ¿no te parece?

Su padre se quedó pensando en esto, asintiendo con la cabeza como solía hacer cuando reflexionaba profundamente sobre lo que alguien había dicho. Marissa conocía bien esta mirada. Por fin, le dijo a Katherine:

– Anoche parecía totalmente obsesionada con Bobbie Crocker. Y el miércoles por la noche, también. Pero anoche fue… peor.

– ¿Peor?

– Más intenso. Se pasó un montón de tiempo buscando a Bobbie Crocker por Internet, cuando se suponía que teníamos que ir al cine. No dejó de hablar de él durante toda la noche. Esta mañana se fue al laboratorio de la universidad y mañana creo que quiere ir a Bartlett para visitar una parroquia a la que un tal Reese, un tipo que podría haber conocido a Bobbie, acudía antes de morir hace cosa de un año.

Katherine extendió sus manos desplegando los dedos, con los codos pegados a las costillas, en un gesto de confusión.

– No lo entiendo. ¿Me estás diciendo que va a visitar una iglesia que no conoce, a varios kilómetros de aquí, porque una persona que conoció a Bobbie…

– Que podría haber conocido a Bobbie.

– … porque una persona que podría haber conocido a Bobbie iba a misa allí?

– Eso es.

La mujer se acercó a su padre y le cogió del brazo.

– Sólo le sugerí que revelara los viejos carretes de ese hombre. Nunca le pedí que se pusiera a jugar a detectives.

– Lo sé.

– No has contestado a mi pregunta -dijo Katherine-. ¿Crees que hice mal al pasarle aquellas fotos?

Su padre cogió aire con tanta profundidad que, al expulsarlo, a Marissa le sonó como si fuera una pequeña ráfaga de viento. Sabía que iba a decirle a la mujer que había hecho mal. Todo tenía que ver con el secreto de Laurel, ese misterio que, pensaba Marissa, la joven llevaba siempre encima. Fuera lo que fuera lo que le había pedido Katherine que hiciera con esas fotos, no estaba ayudando, sino que estaba haciendo que el secreto hiciera más ruido en la cabeza de Laurel.

A Marissa le pareció interesante que los secretos hicieran ruido. Siempre se los había imaginado físicamente pesados, pues en las calles veía a gente que parecía caminar encorvada por el peso de algo que no podía contarle a nadie. Pero recientemente llegó a la conclusión de que era el constante retumbar de los secretos lo que hacía que la gente doblara la espalda.

Finalmente, su padre dijo:

– Mira, odio sonar condescendiente…

– ¡Oh, vamos! Si a ti te encanta ser condescendiente.

– Laurel es una adulta, ya es mayorcita. Pero sí, Katherine, puede que hayas hecho mal.

– Estás siendo educado, en realidad piensas que hice mal.

Antes de que su padre pudiera responder, el hombre que acompañaba a Katherine se arrodilló y le dijo a Cindy:

– Siento tener que decírtelo, pequeña, pero tienes un trozo de caramelo en la orejita.

Era un hombre calvo y muy alto, tanto que incluso de rodillas tenía que agacharse un poco para poder mirar a los ojos a la niña, y estaba embutido en un jersey de cuello alto demasiado ajustado. El resultado no quedaba muy a la moda, y Marissa pensó que el hombre se parecía un poco a una tortuga. Su hermana, muy despacio, acercó la mano a la oreja y con un dedo regordete y el corcho que tenía por pulgar se palpó el dulce. Aparentemente, intentaba sacárselo del oído, pero no podía.

– Es un pendiente -dijo Cindy con tono de seriedad, pues resultaba evidente que no iba a poder quitárselo de momento-, sólo que parece un trozo de caramelo.

Marissa sonrió y, esperando poder salvar una pequeña porción de su honor y del de su hermana, añadió:

– Cindy siempre ha sido muy especialita para la moda y la comida.

El hombre asintió con igual seriedad, y alzó la vista hacia su padre para escuchar algo que estaba diciendo. Al instante, Marissa también miró a los adultos:

– Es una persona muy frágil, Katherine -decía su padre-. Tú lo sabes. La conoces desde mucho antes que yo.

– Lo que hace mucho peor, en tu opinión, que le pidiera que hiciera esto.

– Pues sí, la verdad -dijo su padre, y Katherine se mostró sinceramente afectada por estas palabras.

A Marissa le pareció que su padre iba a añadir algo más. Llegó incluso a abrir la boca, pero, en el último momento, debió de pensárselo mejor porque se quedó callado.