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Capítulo 21

¿Qué pensarían los vecinos de lo que sucedió? A veces, Laurel intentaba imaginárselo. ¿Les importaba a los Buchanan? Primero, en 1922, aquella vileza -el atropello y la posterior huida- cerca de los montones de ceniza, seguida por las investigaciones policiales. Es de suponer que en los periódicos se dijo que Daisy iba en el asiento del copiloto del coche de ese contrabandista de licores cuando atropello a Myrtle Wilson y la dejó morir en la cuneta, con el pecho izquierdo literalmente arrancado por el guardabarros delantero del vehículo. Seguro que los vecinos se preguntaron, ¿qué hacía esta mujer con él? Laurel suponía que muchos llegarían a la conclusión más probable. Después, unos años más tarde, empezaron las acusaciones de que era Daisy, y no Jay quien conducía en aquel vaporoso crepúsculo. Sin lugar a dudas, los vecinos harían comentarios al respecto.

Del mismo modo, Laurel estaba convencida de que chismorreaban sobre los escarceos extramaritales de Tom Buchanan: lo de aquella chica de Santa Bárbara -la camarera- o lo de la mujer de Chicago.Y esas fueron sólo las aventuras que tuvieron lugar durante los primeros tres años de su matrimonio con Daisy. Incluso Pamela Marshfield, aquella mañana, se había preguntado por qué sus padres nunca se mudaron de domicilio.

De todos modos, sin que se sepa muy bien cómo, su matrimonio resistió.

El sábado por la noche, Laurel contemplaba la foto de Pamela y Bobbie de niños junto al cupé canela, con la columnata del porche apareciendo por encima de sus pequeños pero altivos hombros. Por primera vez, se le pasó por la cabeza que Bobbie pudo haber sido un bebé de reconciliación. Un niño concebido para mostrar al mundo que el matrimonio de los Buchanan gozaba de buena salud y era sólido como una roca, para que los vecinos dejaran de gastar energías en preguntarse si duraría mucho o poco.

La iglesia se encontraba en lo alto de un pequeño cerro, a un par de kilómetros del centro de Bartlett. Laurel se detuvo a preguntar en una gasolinera de la calle principal, y la encontró fácilmente al cabo de unos minutos. Se trataba de la clásica iglesia de Nueva Inglaterra, con un par de altos y majestuosos arces frente a la puerta cuyas hojas estaban empezando a transformarse en lo que pronto sería un fantasmagórico arco iris de rojos. Tenía un modesto y sencillo campanario y había sido construida con tablas de madera de color marfil. Las vidrieras estaban más decoradas: la mayoría mostraban coronas, cetros y crucifijos. Los diáconos, un hombre mayor y una mujer, le dieron una calurosa bienvenida cuando llegó: olía a fresca juventud.

Laurel se sentó en el último banco, porque no conocía a nadie y porque su familia nunca fue de ir mucho a misa. Se dio cuenta de que se había pasado un poco de formal con su indumentaria, pues se había puesto su única blusa blanca y una falda plisada negra que encontró en el fondo del armario. Sin embargo, el resto de personas en la iglesia que tenían más o menos su edad llevaban vaqueros o pantalones chinos, e incluso un par de chicas que parecían estar en el último año del instituto llevaban esas minifaldas retro que la propia Laurel a veces se compraba en las tiendas de moda del paseo fluvial de Burlington. Se sintió mal por estar allí bajo lo que se podrían considerar unas falsas pretensiones. Este sentimiento de culpa se vio exacerbado cuando los miembros de la familia que ocupaba el banco de delante -un humilde agricultor y su esposa, maestra de escuela, con sus cuatro descuidados pero bien educados hijos cuyas edades supuso que irían de los cinco a los quince- la saludaron con innecesarios pero totalmente sinceros apretones de manos y abrazos. Incluso, la pequeña, una cosita tímida con la mano pegajosa, insistió en ofrecerle con vivacidad su brazo en el momento en el que el párroco pidió a los feligreses que se estrecharan la mano en señal de paz.

Se contuvo para no preguntarles si conocían a Marcus Gre-gory Reese o a un hombre llamado Bobbie Crocker. Sabía que

tenía que esperar al momento del café que, de acuerdo al programa, comenzaría inmediatamente después del servicio religioso.

Cuando terminó la misa, la maestra, que se llamaba Nancy, le preguntó cuánto tiempo llevaba viviendo en Vermont. Al mismo tiempo, la mujer entregaba unas monedas a dos de sus hijos para que las dieran en la catequesis, mientras preparaba sus pinturas, cuadernos para colorear y jerséis. Los mayores salieron para la catequesis en cuanto acabó la misa.

– Ocho años -contestó Laurel-. ¿Y usted?

Nancy besó a sus hijos en la frente y contempló cómo su marido los llevaba por la enorme y, de repente, ruidosa nave de la iglesia a sus catequistas.

– Toda mi vida. Nací aquí. ¿Cómo decías que te llamabas?

– Laurel.

– Me alegro de conocerte, Laurel. ¿Has dicho que vives en Burlington?

– Sí.

La maestra se puso un poco en tensión, como si hubiera notado que Laurel no había llegado allí en busca de una parroquia a la que asistir a misa.

– Y ¿qué te ha traído hasta Bartlett? Esta mañana seguro que el camino ha sido bonito, pero en cuanto empiece el invierno, no creo que lo sea.

Laurel sonrió de un modo que esperaba resultara halagador y sincero al mismo tiempo.

– Quiero saber algo sobre un miembro de esta congregación que falleció hace poco, y sobre un amigo suyo.

La mujer asintió con la cabeza y luego posó un dedo -cuya uña era un óvalo casi perfecto con la punta limpia y fina, con forma de luna creciente- en su mentón.

– Y ¿de quién se trata?

– Marcus Gregory Reese, era…

– ¡Vaya! Yo conocía a Reese. Así es como le llamábamos, Reese.

– ¿Puede hablarme un poco de él?

– ¡Claro! Aunque no lo conocía muy bien. A ver, sólo lo veía los domingos y, a veces, un par de jueves por las mañanas en verano, que es cuando los mayores se reúnen en la parroquia para jugar. En ocasiones los acompañaba, ya sabes, para dar un poco de juventud a la mezcla. Les servía zumos, preparaba café… Alguna vez coincidíamos en el supermercado. Pero no sé mucho más. ¿A qué amigo suyo andas buscando? Igual puedo presentártelo.

– Ese es el problema, que también murió.

– Vaya.

– Bobbie Crocker. ¿Le suena de algo?

– ¡Anda! ¿Bobbie ha muerto? Cuánto lo siento. Me preguntaba qué habría sido de él. Desapareció de la faz de la tierra, ¿verdad? ¿Cuándo murió? ¿Qué le pasó?

– Hace un par de semanas, de un ataque al corazón.

– Solían sentarse allá -dijo la maestra, extendiendo uno de sus largos dedos con sus cuidadas uñas en dirección a un banco en el otro lado del templo-. Bobbie y Reese. Creo que vivían juntos, pero no se lo puedo asegurar. ¿Por qué estás interesada en ellos? ¿Eran parientes tuyos?

– No.

– Entonces, ¿por qué?, si me permites la pregunta.

Laurel se lo pensó un momento antes de contestar, porque en realidad había varios motivos. Por un lado, estaba su curiosidad por descubrir cómo Bobbie había salido de la finca de los Buchanan en East Egg y acabado en una habitación del Hotel New England. Por otra parte, el presentimiento de que ella y Bobbie tenían algo en común, ya que el anciano había crecido en una casa al otro lado de la bahía donde se encontraba el club de campo en el que ella pasó una parte considerable de su niñez. Además, más adelante es probable que la hubiera fotografiado en Underhill, en aquella pista nefasta cubierta por los árboles, el día en que casi la matan. También la motivaba el respeto que sentía por el talento de Bobbie como fotógrafo y su deseo de clasificar su obra como se merecía, para la exposición y para la posteridad. Y, sencilla y llanamente, estaban los misteriosos interrogantes: ¿por qué su familia lo había abandonado años atrás? ¿Por qué su hermana, a día de hoy, insistía en el embuste de que no eran parientes? ¿Por qué sostenía que su hermano llevaba décadas muerto? Eran demasiadas cosas para explicarle a esta dulce mujer, así que, simplemente, le contó a Nancy a qué se dedicaba y que estaba investigando unas fotografías que habían aparecido en la habitación de Bobbie tras su muerte. Lo dejó ahí.