Выбрать главу

– Bueno, si quieres hablar con alguien que los conocía mejor que yo, inténtalo con aquella señora. Se llama Jordie.

– Jordie…

– Es un diminutivo de Jordán. Es una de las más ancianas de la parroquia y también vino aquí de Nueva York. Formaba parte del grupo de mayores de las mañanas de los jueves del que te he hablado. Cuando Bobbie vivía aquí, Reese, Jordie y él eran una pina -dijo Nancy, y de repente llamó a una viejecita de caminar un poco encorvado.

La mujer llevaba una elegante chaqueta de punto con botones de nácar. Tenía el pelo muy cortito, de color platino, impecablemente peinado y un poco escalonado. Su rostro estaba lleno de arrugas, pero, en ese momento, Laurel no fue capaz de dilucidar si se debían a la edad o al modo en el que se reía en respuesta a un comentario de un parroquiano que tenía a su lado. Se diría que era más parecida a una ricachona urbana como Pamela Marsfhield que a una anciana de un pueblecito de Vermont. Laurel podía imaginársela perfectamente en un balneario, un club de campo o saludando confiada a un portero al pasar bajo una impecable marquesina del Upper East Side, en Manhattan. Nancy volvió a llamarla, esta vez avanzando hacia ella por el pasillo y tirando del brazo de Laurel. Jordie, por fin, se percató de que la llamaban y sonrió a Nancy cuando llegaron a su lado.

– Jordie, aquí hay alguien que quiere conocerte -dijo la maestra-. Ésta es Laurel. Quiere saber cosas sobre Reese y Bobbie, así que pensé que tú podrías ayudarla. ¿Tienes un minuto?

La mujer miró a Laurel, meneando la cabeza y escrutando a la joven, evaluándola. La aparentemente afable risa que Laurel había observado hacía un instante se evaporó por completo y supuso que se debía al tema de su pregunta.

– Sí, tengo un minuto -dijo Jordie con reservas-. ¿A qué se dedica, jovencita? ¿Es usted escritora? -pronunció esta palabra con cierto desdén, como si le estuviera preguntando si se dedicaba a la pornografía-. Tuve malas experiencias con periodistas en el pasado, y no me gustaría repetirlas.

– Soy trabajadora social -contestó Laurel-. Trabajo para BEDS, en Burlington, ¿lo conoce?

Laurel se sorprendió al ver cómo cerraba un simple enunciado afirmativo con una pregunta. ¿Se sentía intimidada ante esta mujer? Recordó que, la semana anterior, se había enfrentado a Pamela Buchanan Marshfield y a T.J. Leckbruge sin amilanarse.

– Sí, conozco BEDS.

– Bueno, de ahí viene mi interés por estas personas. Bobbie Crocker era uno de nuestros residentes.

Al principio Laurel pensaba que Jordie movía constantemente la cabeza como un gesto de seguir la conversación, pero pronto se dio cuenta de que se trataba del temblor de una persona con Parkinson.

– ¿Uno de… sus residentes? -preguntó, y ese gélido velo de su rostro, mezcla de sospecha y condescendencia, se fundió en un instante.

– Sí.

– ¿Era… mendigo?

– Lo era. Falleció hace un par de semanas.

– ¡Oh, es terrible! -dijo, bajando gradualmente la voz-.Terrible. No sabía que había terminado en la calle, ni que había muerto.

– Jordie -intervino Nancy, consolando a la anciana y pasándole un brazo por encima del hombro-. No te sientas mal. Nadie lo sabía.

– Vivía con Reese, ¿sabías? -dijo Jordie.

La mujer estaba tan afectada por la noticia que, con mucho cuidado, se sentó en un banco.

– Sí, eso me dijeron.

– La casa era de Reese, y cuando éste murió, su hermana le dijo que podía quedarse allí hasta que la vendieran.

– ¿Esto cuándo fue? -preguntó Laurel.

– En su funeral.

– La hermana de Reese se llama Mindy, ¿verdad? Vive en Florida.

– Sí, creo que sí.

– Así que Bobbie asistió al funeral de Reese.

– Oh, pues claro.

– ¿Comentó si iba a aceptar la oferta de Mindy?

– Eso sucedió hace ya bastante tiempo. Dos años, por lo menos. Quizá tres.

Por un momento, a Laurel se le pasó por la cabeza corregirla y apuntar que Reese había fallecido hacía sólo catorce meses, pero no había motivos para ello.

– ¿Qué recuerda? -preguntó, aunque su confianza en la memoria de esta mujer se había visto sacudida un poco ante este lapsus.

– Bueno, descubrimos que la madre de Bobbie y mi tía eran amigas. El mundo es un pañuelo, ¿no os parece?

– ¡Jordie, no nos lo habías contado nunca! -dijo Nancy con voz suave.

En ese momento, su hija pequeña apareció de repente en la iglesia. Por lo visto, la niña se había olvidado en el coche el dibujo que había hecho para su clase de catequesis y quería que su madre la acompañara a recogerlo. Nancy se disculpó y dijo que no tardaría en volver.

– A Bobbie no le gustaba hablar de su familia -continuó Jordie-. Supongo que habían cortado las relaciones.

– ¿Le dijo cómo se llamaba su madre? -preguntó Laurel, esperando descubrir algo que confirmara sus sospechas para poder compartirlo con David, Katherine, Talia y con todos los que parecía que dudaban de ella.

– Señora Crocker, supongo -contestó Jordie, y Laurel sintió un pinchazo de decepción-. Las mujeres de esa generación, ¡qué demonios, y de la mía!, siempre tomaban el apellido de sus esposos. Así eran las cosas.

– ¿Y su nombre de pila?

– No lo recuerdo. Si me lo hubieras preguntado hace seis o siete meses… Pero, la verdad, no estoy segura de si alguna vez lo supe. Yo le dije el nombre de mi tía, pero no creo que él me dijera el de su madre. ¡Ay, Señor! Hacerse mayor no es para los blandos, ¿verdad? ¡Se olvidan tantas cosas!

– No pasa nada. Dígame, por favor, todo lo que recuerde -le pidió Laurel-. Cualquier cosa.

Quizá, pensaba, todavía podía encontrar un detalle sorpresa que corroborase sus pesquisas.

– ¡Vale! Recuerdo que había vivido en Long Island. Que creció allí, vamos.

– Sí, ya lo sabía.

– Y que tenía una hermana.

– ¿Le dijo cómo se llamaba?

– No, no creo. Lo siento. Pero sé que era mayor que él, de eso estoy segura.

– ¿Qué más?

– Mi tía una vez le compró a esa niña, a la hermana de Bobbie, un palo. Sí, cuando todavía era pequeña. Le regaló un palito de golf. Bobbie decía que su madre quería mucho a mi tía. Sí, mucho. No solían frecuentar los mismos círculos porque su madre estaba casada y mi tía no, pero coincidieron en un montón de fiestas, sobre todo en la hacienda de ese famoso contrabandista de licores, ya sabe.

– ¿Gatsby?

– Bueno, en realidad ése no era su verdadero nombre, pero sí, me refería a ese tipo. Cuando Bobbie se enteró de quién era mi tía, me dijo que su madre y mi tía pasaron un montón de tiempo juntas en casa de ese hombre. Mucho, de verdad. Sobre todo, cuando tenían veinte años. No recuerdo exactamente qué me dijo, la verdad es que últimamente hay pocas cosas que recuerde con precisión, pero una vez sugirió que a su madre le gustaba ese horrible personaje más incluso que a mi tía. Gatsby, Gatz… En fin. ¿Se lo puede creer? Estoy convencida de que era mentira. La gente asistía a sus fiestas porque organizaba enormes bacanales, auténticos circos. Pero nadie iba porque le gustase ese hombre. ¡Santo Dios! ¿Cómo podía caerle bien a alguien?