– Y ¿su tía? ¿Cómo se llamaba?
– Oh, seguro que has oído hablar de ella, jovencita. Se llamaba Jordán Baker. A mí me pusieron su nombre. Era una famosa golfista, participaba en el circuito profesional femenino. Una auténtica pionera. Por desgracia, todavía hay gente que piensa que hacía trampas al golf. ¡Una tramposa! No, mi tía no era así, te lo juro. Por eso te pregunté antes si eras periodista. No sabes con cuánta gente he tenido que hablar sobre mi tía sólo por un maldito chismorreo sobre un torneo en el que participó cuando era muy joven.
– ¡Qué va! Nadie piensa mal de su tía -le confirmó Laurel, aunque ella lo hacía. Consideraba a la golfista una tramposa. Además, no era capaz de mostrar mucho respeto por alguien que hubiera sido amigo de Tom y Daisy Buchanan aquel verano de 1922.
Jordie levantó la vista y la miró. Su venerable cabeza todavía temblando, repitió:
– De verdad, Bobbie podía haberse quedado conmigo. Me crees, ¿verdad? Tengo tanto sitio en mi casa, vacía y polvorienta. Podría haber tenido su propia ala, con una habitación y un cuarto de baño para él solo. No tenía más que habérmelo pedido.
– Estoy segura de que la mitad de la gente de esta iglesia le habría acogido si lo hubieran sabido -dijo Laurel-. Pero Bobbie era…
– ¿El qué?
Laurel iba a contarle que era esquizofrénico, pero, en el último momento, se contuvo. Jordie no necesitaba saberlo.
– … era muy reservado -terminó la frase.
Jordie reflexionó un poco sobre esto, y luego añadió:
– ¿Fue directamente a vuestra asociación?
– ¿Se refiere ajusto después de dejar la casa de Reese?
– Sí.
De nuevo, Laurel decidió que no era necesario contar la verdad. La mujer ya se sentía fatal con lo que sabía, así que le mintió.
– Creo que sí -dijo-. Estaba muy contento con nosotros, quiero que lo sepa. Le buscamos una bonita habitación en Burlington y pronto hizo un grupo de amigos. Se sentía a gusto, de verdad.
– Jugábamos a las cartas las mañanas de los jueves, aquí en la iglesia -continuó Jordie-. Es el día en el que nos reunimos los mayores para jugar. Reese, Bobbie, Lida y yo. Nos divertíamos mucho.
– Sí, Nancy me lo contó.
– No, espera, él no jugaba a las cartas -se corrigió Jordie-.Jugábamos Reese, Lida y Tammy Purinton. A Bobbie no le gustaban las cartas. Ay, Dios mío, qué mal ando de memoria.
– Nos pasa a todos -comentó Laurel, en parte por cortesía y en parte porque había circunstancias de su propia vida que, imaginaba, no recordaba bien.
Incluso a su edad, el cerebro era una imperfecta masa de tejidos grises y blancos. Incluso a su edad, había momentos de su pasado que su propia salud mental quería borrar de la memoria. O, por lo menos, modificar. Todo el mundo lo hace, ¿o no?
– No sé por qué no volvió a su casa -continuó Jordie-. Debía de tener familia en algún sitio. Creo que su hermana seguía viva. O, por lo menos, lo estaba hace un par de años.
Laurel sonrió, comprensiva.
– Su hermana está bien. La he conocido, vive en East Hampton.
– A Bobbie le encantaba Vermont, por eso volvió aquí. Por eso, y por Reese, supongo.
– ¿Volvió?
– Ya había estado aquí antes para ver a su hijo. Un otoño.
– ¿Su hijo? -Debido a la sorpresa y la incredulidad, la pregunta le salió como un grito y la anciana retrocedió un poco, asustada. Intentando controlar el repentino tono de su voz, añadió-: ¿Bobbie tenía un hijo?
– Creo que sí. Puede que me equivoque.
– ¿Qué le contó?
– Pues…
– ¿sí?
– Pues sólo lo mencionó una vez, o puede que dos. Estaba claro que no quería hablar mucho de él, porque había estado metido en algún lío.
– ¿Cuántos años tenía? ¿Sesenta?, ¿cincuenta?
– Más joven. La primera vez que Bobbie vino a Vermont debió de ser hace seis o siete años. En aquel entonces, Bobbie no era tan mayor.
– ¿Seis o siete?
– Por favor, haces demasiadas preguntas.
– Es importante.
– Pues no lo sé, Laurel.
Sintió que las luces de la iglesia, ya de por sí cetrinas, se volvían más tenues. Pero se dio cuenta de que no era esto lo que estaba sucediendo. Lo que pasaba es que se estaba empezando a marear. Sentía que se iba a desvanecer y fijó la vista en el pulido suelo de madera para no perder el equilibrio.
– ¿Sabe en qué tipo de lío estaba metido su hijo? -preguntó finalmente Laurel, articulando cada palabra con cuidado-. ¿Tenía problemas con la ley? ¿Había cometido algún delito?
– Sí, me parece que sí -dijo muy despacio Jordie.
– ¿Qué tipo de delito?
– No lo sé, nunca lo supe. Sólo sé que Bobbie vino a Vermont a visitarlo… ¡Espera un segundo!
– Dígame.
– Creo que Bobbie vino a Vermont a visitarlo y después le sucedió algo.
– ¿A Bobbie o a su hijo?
– A su hijo. Y entonces Bobbie se marchó. ¡Eso es! Bobbie no vino porque su hijo hubiera hecho algo malo. Lo que pasó es que se marchó cuando el muchacho se metió en líos. Volvió a… donde quiera que sea de donde había venido.
– Y eso sucedió hace siete años.
– O seis; u ocho. No lo sé. No puedo confiar en mi memoria, y tú tampoco deberías hacerlo. Pero fue en otoño, de eso estoy segura. Cuando Bobbie nos contó lo de su hijo, dijo que había venido a Vermont en otoño porque quería ver las hojas de los árboles cambiando de color antes de morir.
– ¿Dijo en qué parte de Vermont estuvo?
– En Underhill.
Después de decir esto, apareció Nancy por la nave de la iglesia donde se encontraban las aulas de catequesis. La maestra levantó las cejas con curiosidad al verlas a las dos reflexionando en silencio. La joven asistente social estaba encorvada, como si, ella también, estuviera desesperadamente mayor. Laurel estrechó la cansada y nudosa mano de Jordie, un poco fría, y le dio las gracias. Se despidió de ella e intentó estirar un poco la espalda, recuperar la compostura. Luego hizo un esfuerzo para sonreírle a Nancy, contarle lo del hijo de Bobbie y dejar que la maestra la condujera al sótano donde se celebraba el café de después de la misa.
– No sabía que Bobbie tuviera hijos -le comentó Nancy mientras bajaban las escaleras que conducían al sótano de la iglesia.
La amplia estancia se encontraba llena de mesas y sillas plegables. En las paredes había pósters de las distintas misiones de la congregación. Un buen grupo de adultos pululaban por el lugar tomando café, en su mayoría ancianos y los padres que tenían a sus hijos en la catequesis.
– Yo tampoco. No nos lo contó a sus amigos de Burlington, ni a nadie de BEDS.
– Lo dices como si te molestase, como si hubiera tenido que hacerlo.
– De haber sabido quién era el hijo de Bobbie, nuestra relación habría sido muy distinta.
– ¿Sabes quién es su hijo? ¿Has sido capaz de reconocerlo con lo poco que te ha contado Jordie? ¿Cómo?
Laurel dio marcha atrás.
– Bueno, no le conocía exactamente, pero podría haberle visto alguna vez.
No estaba preparada para explicar quién era el hijo de Bobbie. Primero, porque todavía se estaba recuperando de la sorpresa que había supuesto la noticia, y segundo, porque no quería hablar de lo que le sucedió en Underhill. No con una persona a la que acababa de conocer. Nunca sacaba ese tema, ni con su madre ni con sus mejores amigas.
– ¿Pero cómo?
– Su hijo podría haber sido un mendigo… o un culturista.
– Sí, o más cosas, seguro.
– Supongo que sólo quiero saber por qué no se ocupó mejor de su padre. O, por lo menos, por qué no lo intentó.