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– ¿Nada más?

– Nada más -mintió Laurel-. Siento haber puesto triste a Jordie al contarle que Bobbie había acabado en la calle.

– ¿A que es una mujer muy dulce? Algunos dicen que es un poco inaccesible y desagradable porque tiene demasiada sangre azul en las venas. Pero la verdad es que a mí me parece muy amable, aunque, cuando jugaba a las cartas, era mortal. Me da pena que su cabeza ya no funcione como hace un año. Puedes creerme, era una excelente compañera de partida.

– Me dijo que Bobbie detestaba el bridge, pero habría jurado que su hermana me contó que le encantaba jugar a las cartas cuando hablé con ella la pasada semana en East Hampton.

– ¿Fuiste hasta East Hampton?

– Bueno, no es para tanto. De todos modos, ya estaba en Long Island, visitando a mi madre. Se marchó ayer a Italia y pensé en pasar a verla antes de que se fuera.

Nancy la observó atentamente y preguntó:

– ¿De verdad todo esto es por esas fotos que encontraste en la habitación de Bobbie?

– Bueno, así es como empezó todo -contestó Laurel-, pero ahora hay más cosas.

La maestra tomó un par de tazas que había junto a un gran termo metálico y le pasó una a Laurel. Luego le indicó que se sirviera de los envases de leche y nata, y del plato a rebosar de azúcar y sacarina.

– Mira, esto es lo que me contó Bobbie sobre el bridge: decía que, cuando era pequeño, sus padres se peleaban mucho, y que una de las maneras que encontró su madre para proteger su frágil matrimonio era jugar a las cartas, pero no con su marido. Parece ser que tenía un grupo de amigas con las que quedaba para echar la partida. Empezó a jugar el verano anterior a que naciera Bobbie. Desaparecía casi todas las tardes, dejando a su hermana mayor sola con la niñera. Por lo visto, el juego terminó convirtiéndose en una adicción para ella. Años más tarde, la mujer no estaba en casa el día, o la noche, sería mejor decir, en que Bobbie tuvo una gran pelea con su padre y se marchó para siempre. Decía que nunca más volvió a ver a su padre.

En cierto modo, pensó Laurel, las piezas del rompecabezas estaban encajando a la perfección. Se preguntó qué diría esta mujer tan amable si le contara que la madre de Bobbie era Daisy Fay Buchanan y que aquel verano no lo pasó jugando al bridge, sino que salía de casa por las tardes para ver a Jay Gatsby. Las cartas eran su coartada, su excusa.

Por supuesto, la maestra, como todos los demás, sonreiría pero, por dentro, estaría pensando que esta joven estaba equivocada o idiota. Nancy, probablemente, llegaría a la conclusión de que Laurel estaba más paranoica que sus propios clientes del albergue si hubiera sabido que tenía las fotografías y los negativos del hombre guardados en una caja en el maletero de su coche. Si hubiera sabido que iba a entregárselos a una camarera de una cafetería de Burlington porque había gente que andaba detrás de las imágenes y tenía que esconderlas en un lugar seguro.

– Dijiste que querías conocer al párroco -comentó Nancy, conduciendo amablemente a Laurel hasta él-. No sé qué podrá contarte sobre Bobbie, porque no estuvo mucho tiempo entre nosotros. Pero seguro que puede decirte cosas sobre Reese.

Laurel pensó que el párroco parecía de la edad de David. Tenía una amplia frente coronada por un cabello pelirrojo cortado a cepillo. Sus ojos estaban un poco hundidos, pero tenía un mentón abultado y una sonrisa amplia y contagiosa. Por el programa de la misa, sabía que se llamaba Randall Stone, pero todo el mundo lo llamaba Randy. Nancy los presentó y explicó al reverendo por qué esta joven trabajadora social había venido a Bartlett esa mañana. El hombre puso rostro circunspecto al recibir la noticia de que Bobbie había fallecido.

– Así que le conociste gracias a tu trabajo en BEDS -le dijo a Laurel.

No era una pregunta, sino una afirmación. Resultaba evidente que estaba asimilando el mismo sentimiento de culpa que experimentó Jordie cuando se enteró de cómo había acabado el amigo de Reese después de la muerte del viejo editor.

– Sí, pero no se quedó mucho en el albergue. Pronto le encontramos una habitación. No era un palacio, pero tenía un techo y una cama para él solo.

El párroco infló sus carrillos contrariado, y luego exhaló el aire.

– Cuando se marchó, Bobbie me dijo que se iba a casa de su hermana.

– ¿Le comentó dónde vivía su hermana?

– En Long Island. Creo que en East Hampton. La última vez que lo vi fue en el funeral de Reese. Tenía que haberme enterado un poco mejor de sus planes. Todos sabíamos que estaba un poco mal de la cabeza.

– ¿De la cabeza?

– No sé dónde vivió todos los años que pasó antes de presentarse ante la puerta de Reese como un gatito abandonado, pero su dirección justo antes de mudarse con su amigo era el Hospital Público de Vermont.

Laurel había decidido no contarle a Jordie detalles sobre los problemas mentales de Bobbie, pero no veía inconveniente en compartirlos con el cura.

– Bobbie era esquizofrénico -le dijo-. Medicado, podía apañárselas más o menos por sí mismo, aunque, por supuesto, no del todo. Además, como muchos esquizofrénicos, no reconocía estar enfermo, por eso a veces dejaba de tomar sus medicamentos cuando no se le controlaba.

– ¿Sabes si estaba casado? -preguntó el párroco-. No me contestó claramente cuando se lo pregunté un día que estaba aquí jugando al Scrabble.

– No lo sé.

– No creo que se casara -intervino Nancy-. Reese solía bromear con él acerca de una bailarina con la que salió en los años sesenta, pero Bobbie no parecía de los que les gusta el compromiso.

– Pero podría ser que tuviera un hijo -comentó Laurel-. Al menos, eso es lo que dice Jordie Baker.

– ¡Vaya, eso es nuevo para mí! No tenía ni idea.

– Entonces, un buen día se presentó en Bartlett. ¿Reese no sabía de dónde llegó?

– Por lo que tengo entendido, Bobbie llegó a Vermont buscando a Reese hace un poco más de dos años, pero algo pasó y terminó en el hospital. Reese no lo esperaba. Mientras estuvo ingresado, alguien del hospital contactó con él, que se portó como un caballero. Acogió a Bobbie en su casa cuando en el hospital le dieron el alta. Creo que ya habían vivido juntos antes, hacía años, cuando Reese estaba casado. Reese le preguntó un par de veces dónde se había metido entre medias, pero las respuestas eran inconsistentes. A veces, Bobbie decía que había estado en Louisville, otras que en el Medio Oeste. Por lo menos una vez, dijo que había estado cerca de su hermana en Long Island. Seguro que tenía otras historias, pero en ninguna mencionaba un hijo.

– ¿Nunca dijo por qué andaba todo el rato de un sitio para otro?

– Se lo pregunté cuando le conocí y bromeó diciendo que tenía que estar siempre un paso por delante de los perros que le perseguían.

– Probablemente, no se tratara de una broma. Lo más seguro es que realmente creyera que alguien le perseguía -dijo Laurel, pensando que podría ser cierto que alguien anduviera detrás de él para arrebatarle sus fotos.

– ¿Es un síntoma de esquizofrenia? -preguntó Nancy.

– ¿La manía persecutoria? Sí, muy frecuente.

Randy intervino y dijo:

– Bueno, no creo que Bobbie quisiese decir nada especial con ese comentario. Seguramente no fuera más que una broma.

Recuerdo otra vez que estábamos hablando y dijo: «El invitado y la pesca, a los tres días apesta».

– Por lo que yo sé, Reese era editor de imagen y Bobbie, fotógrafo -dijo Laurel-. Bobbie trabajaba para Reese. ¿Creen que se conocían por eso, o piensan que había algo más?

– Reese fue también un exitoso fotoperiodista -dijo el párroco-. Trabajaba para periódicos, revistas e incluso para el Life en sus buenos tiempos. Mis padres, y tus abuelos, lo leían atentamente todas las semanas.

– ¿Y Bobbie?

– Bueno, como tú has dicho, sacaba fotos para Reese, para el Life. El problema es que no era un hombre muy fiable. Reese y Bobbie bromeaban a menudo sobre eso. Él mismo era su peor enemigo profesional.