– Dime, ¿qué le pasó?
– ¿No te has enterado?
– Llevo todo el día atendiendo a residentes o en reuniones.
– Vaya, Laurel, lo siento mucho. ¡Dios! No pretendía soltártelo así, tan de sopetón.
Puede que fuera cierto, pero Laurel también sabía que probablemente éste fuera el modo en el que Katherine hubiera decidido compartir con ella la noticia. Debido a lo que le sucedió en el pasado, cuando había que darle una noticia trágica o triste, la gente tendía a tratarla con excesiva delicadeza, o por el contrario se lo contaban de golpe y con torpeza. Su hermana Carol fue quien la avisó de la muerte de su padre, y por lo menos se pasaron un minuto entero al teléfono antes de que Laurel se diera cuenta de que Carol le estaba intentando transmitir de la forma más enrevesada posible lo que había sucedido. Su hermana mayor fue tan evasiva al principio que durante medio minuto Laurel pensó que estaba llamando para darle la intrascendente noticia de que su padre había salido de viaje de negocios al extranjero y que tardarían un tiempo en tener noticias de él. Sinceramente, no entendía por qué Carol se había tomado la molestia de llamarla. En el caso de Bobbie Crocker, Laurel sospechaba que Katherine había escogido la táctica opuesta, el sopetón inesperado, y que su estrategia consistía en actuar como si Laurel ya se hubiera enterado de que uno de sus residentes había pasado a mejor vida.
– Vamos, dime -insistió Laurel.
Y Katherine le contó todo, empezando por cómo otro inquilino había encontrado a Bobbie cuando salía para ir a misa, y terminando por lo fácil, trágicamente fácil, que les había resultado a Emily Young, su asistente social, y a ella, limpiar el apartamento del difunto la tarde del domingo.
– Nos llevó apenas un par de horas -dijo Katherine-. ¿Qué te parece? ¡Ay, Señor! Cuando mis padres mueran tardaremos por lo menos dos años en deshacernos de todas las cosas que han acumulado a lo largo de su vida. Pero un tipo como Bobbie… Sus ropas cabían en un par de bolsas de plástico: una para la basura y otra para el Ejército de Salvación. Y créeme: las que iban para el contenedor eran más pesadas. Casi todas sus pertenencias eran periódicos y revistas.
– ¿No había ninguna carta? ¿Ninguna pista de familia?
– Nada de nada. A ver, había algunas fotos en ese sobre, pero sólo las miré de pasada. No creo que tengan nada que ver con Bobbie. Sabes que era un veterano, ¿no? ¡De la Segunda Guerra Mundial! Por eso le van a dar una parcelita en el cementerio del fuerte de Winooski. Mañana habrá una pequeña ceremonia. ¿Te apetece asistir?
– Por supuesto -dijo Laurel-.Allí estaré.
– Era un buen tipo.
– Sí.
– Aunque un poco lunático.
– Pero muy dulce.
– Pues sí -estuvo de acuerdo Katherine.
– Y para ser un hombre tan mayor, tenía bastante gancho -comentó Laurel, trayendo a su memoria una imagen de Bobbie Crocker y recordando algunas de sus últimas conversaciones con él. Solían ser tan interesantes como demenciales, pero no se parecían en nada a las fanfarronadas que le contaba la mayoría de la gente que pasaba por el albergue, ante las que no costaba adivinar que la mitad de lo que le estaban diciendo era una completa mentira o un desvarío. La diferencia, que para Laurel era muy importante, se debía a que las anécdotas de Bobbie raramente demostraban victimismo. Esto era algo atípico en un esquizofrénico, aunque Laurel era consciente de que siempre le había visto en sus mejores momentos: cuando lo conoció, el hombre había vuelto a tomar con regularidad su medicación. A pesar de todo, no solía quejarse ni meterse con Laurel, y muy pocas veces sugería que el mundo le debía algo. Es cierto que Bobbie creía que por ahí fuera había conspiraciones, normalmente relacionadas con su padre. Pero, por norma general, estaba orgulloso de haber salido indemne de ellas.
– La última vez que lo vi fue hace un par de semanas en la marcha benéfica -añadió Laurel.
– ¿Recuerdas de qué hablasteis?
– Claro que sí. Me contó que había participado en una manifestación por los derechos civiles en Frankfurt, Kentucky, allá por 1963 o 1964. Estábamos a punto de empezar la caminata. Bueno, en realidad Bobbie no vino con nosotros, sólo andaba merodeando por la línea de salida disfrutando del gentío, del sol y de la brisa del lago. Cuando le pedí que me contara más cosas, cambió de tema. Me salió con que los martes y jueves empezaba el día con un bol de cereales flotando en exactamente medio vaso de zumo de naranja en lugar de leche, porque estaba preocupado por su colesterol. También me dijo que suavizaba el dulzor del zumo con un chorrito de salsa de soja. Parecía algo bastante asqueroso.
– ¿Alguna vez oíste los gritos que pegaba para saludar?
– ¡Cómo no! -Era cosa sabida en el albergue que la voz de Bobbie, que a pesar de superar los ochenta años seguía tronando implacable, no desentonaría en un estadio o en un bar.
– ¡Cariño! ya estoy… sin casa -se puso a gritar Katherine, repitiendo el habitual saludo a voces de Bobbie, que imitaba a un padre de las comedias de la tele llegando a casa puesto de metanfetaminas, cuando llegaba al albergue para ver si ese día estaba de servicio algún empleado que conociese. Aparentemente, había mantenido esa actitud jocosa incluso cuando era un sin techo de verdad, la primera vez que apareció en el albergue, más cansado y hambriento que nunca antes en su vida. Incluso en aquel entonces no se comportó como un gatito temeroso y perdido.
¿Un poco paranoico y sometido a alucinaciones ocasionales? Sí. ¿Asustadizo? No.
– ¡Cómo le gustaba dar la tabarra!
– Pero siempre de buena fe, ¿verdad? -dijo Katherine.
– Sí, casi siempre. Cuando se pasaba por el albergue y me veía, me tomaba el pelo por estar tan verde. Recuerdo que cuando lo conocí pensó que yo todavía estudiaba en la universidad. No se creía que me había licenciado hacía ya un par de años.
– ¿Compartió contigo parte de su sabiduría marca de la casa?
– Vamos a ver… Me dijo que yo era demasiado joven para tener idea de lo que es la vida en las calles. También me contó que la única agua potable que quedaba en Vermont estaba a unos cincuenta kilómetros en un arroyo que desemboca en el río Catamount. Me juró que Lyndon Baines Johnson (sí, el presidente), todavía estaba vivo y que él sabía dónde. Aseguraba que un fin de semana se fue de marcha con Bob Dylan y Joan Baez. Y me contó que había crecido en una casa que daba a una bahía y con vistas a un castillo.
– Me encantaba la imaginación de ese hombre. La mayoría de los tipos con los que tratamos aquí se piensan que son Rambo o el Papa; o que tienen millones de dólares escondidos en cuentas suizas; o que les perseguía la CÍA (o Rambo, el Papa y la CÍA junios). Pero Bobbie, no. Él soñaba con castillos y torres. ¡Cómo le gustaba!
– Además, había visto al demonio -añadió Laurel.
– ¿Cómo?
– Sólo me lo mencionó una vez, pero también se lo contó a Emily. Una vez vio al demonio.
– ¿Y dijo qué pinta tenía?
– Creo que contó que se parecía a una persona.
– ¿A alguien en particular?
– A alguien que él conocía, estoy segura. Pero esa pregunta habría que hacérsela a Emily.
– ¿Qué tipo de drogas consumía cuando lo vio?
– Puede que el demonio fuera una mujer.
– Entonces, ¿qué drogas tomaba cuando la vio? -dijo Katherine, corrigiéndose.
– Supongo que se metería cosas muy fuertes. Con vino barato no llegas a ver demonios.
Katherine sonrió con pesar, inclinando la cabeza hacia atrás en dirección a la cortina del solitario ventanuco del despacho con la esperanza de atrapar una brizna de aire. A Laurel le pareció que su jefa estaba intentando reunir recuerdos del hombre. Bobbie -siempre había sido Bobbie para los trabajadores sociales y para los residentes del Hotel New England- era un esqueleto viviente cuando llegó al albergue, pero se recuperó rápido. Uno de los efectos secundarios de los antipsicóticos es el aumento de peso. No es que se volviera muy corpulento, pero en tres o cuatro meses había recuperado la panza del pobre que se alimenta de comida basura y de los panecillos y pastas repletos de hidratos de carbono con los que llenan los platos de los comedores de la beneficencia y del Ejército de Salvación. Comida lo suficientemente pesada para hacer que los hambrientos se sientan saciados y calientes. Toneladas de mantequilla de cacahuete… Con la edad, se había encogido un poco, pero todavía tenía presencia y masa corporal. Su rostro se ocultaba de ojos para abajo tras una frondosa barba blanca que aún conservaba algunos retazos de pelo negro. Sin embargo, todo el mundo se fijaba en aquellos ojos profundos, oscuros y risueños. Sus pestañas eran muy largas, se dirían de mujer.