– Por su esquizofrenia -dijo Laurel.
– Y por la bebida. Era alcohólico y un irresponsable. Se metía en problemas.
Nancy miró por un momento a Laurel. Cuando sus ojos se cruzaron, la maestra bajó la vista a las baldosas del suelo. Laurel se giró hacia el reverendo y le preguntó:
– ¿Ha visto alguna de las fotos de Bobbie?
– Vi las que sacó mientras estuvo aquí. Cuando vivía con Reese, éste le prestaba su cámara y lo llevaba por ahí a sacar fotos. Y también vi un taco de instantáneas que Bobbie decía que había sacado en Vermont hacía años. Fotos de árboles en otoño… Tenía un montón de una pista forestal en Underhill. Creo que en una salía un ciclista.
– Cuando sacó esas fotos, ¿ya vivía con Reese?
– Oh, no. Bobbie volvió a aparecer en la vida de Reese hace dos años -dijo el sacerdote, mientras un par de parroquianos, una pareja mayor, se acercaban a él.
Laurel se dio cuenta en ese momento de que estaba monopolizando al reverendo, así que dejó que entablara conversación con los otros.
– Espero verte otra vez por aquí -se despidió Randy.
– Lo haré -dijo Laurel, aunque no tenía muy claro si el hombre se refería a Bartlett o a la iglesia.
– Acabo de acordarme de una cosa -dijo Nancy en voz baja, aunque los otros parroquianos estaban tan absortos en sus conversaciones que sería imposible que oyeran lo que ellas dos decían.
Laurel comprendió que era una especie de invitación. Por eso Nancy la había mirado con tanta seriedad hacía unos instantes.
– ¿El qué?
– Creo que ha sido la palabra «problemas» la que me ha ayudado a recordarlo. El mismo día que estábamos jugando al Scrabble, justo ahí, por cierto, Bobbie mencionó algo sobre la cárcel. Acababa de cambiar la palabra «cerrar» por «encerrar». Ya sabes, añadiendo una «E» y una «N». Algo de lo que comentó en ese momento me hizo pensar que se refería a la cárcel.
– ¿Y pensó que Bobbie hablaba de sí mismo?
– Eso creí en aquel entonces -dijo Nancy haciendo un gesto afirmativo con la cabeza-. Pero ahora que sé que puede que su hijo haya cometido un delito… Sí, igual Bobbie se refería a eso. No fue él quien estuvo encerrado entre rejas, quizá fuera su hijo quien estuvo en prisión.
– Quién sabe -pensó Laurel en voz alta-. Igual su hijo todavía sigue encerrado.
Esa misma tarde, Serena le contó a Laurel que tampoco había oído nunca a Bobbie Crocker mencionar que tuviera un hijo. Dijo que le costaba imaginárselo, mientras contemplaba las fotografías que Laurel había revelado de los negativos que Bobbie dejó en el Hotel New England, junto con el puñado de desgastadas y arrugadas imágenes que llevó consigo durante años. Ese día la camarera trabajaba en Burlington, así que Laurel y ella quedaron en una mesa al fondo de la cafetería, un mundo un poco extraño de bancos opuestos semejantes a los de los compartimentos de los trenes, mobiliario de cromo pulido y oscuros paneles de madera pesada. Las fotos de Bobbie se encontraban a buen recaudo en un archivador negro que, una vez abierto, ocupaba casi toda la superficie de la mesa. El restaurante no estaba muy lleno, pues acababa de pasar la hora punta. Por ese motivo, la camarera que trabajaba ese día con Serena, una mujer de mediana edad con pinta de matrona llamada Beverly, había insistido en que su joven compañera se sentara con Laurel en una mesa.
– Entonces, quieres que me quede con esto -dijo Serena, con la voz a medio camino entre la incredulidad y el desconcierto.
Parecía mayor que Laurel con su uniforme beige. Le quedaba muy justo en el pecho y se había recogido su abundante melena en un poco estiloso moño.
– Sí. Hay otros negativos que no he terminado de revelar. De momento, guárdame estos. Pero en cuanto acabe con los que me quedan te los entregaré también.
– Ésta me gusta -dijo Serena para hacer tiempo mientras asimilaba lo que Laurel le estaba pidiendo. Contemplaba la imagen del Mustang aparcado enfrente de la casa en la que Bobbie pasó su infancia-. Conozco a una persona en Stowe que colecciona coches de época. Tiene un Mustang igualito a éste, blanco con una capota negra. Muy clásico.
– Bobbie tenía mucho talento.
Serena asintió y luego miró a Laurel con seriedad. Su rostro parecía un navío dispuesto a afrontar una tormenta.
– Bueno, y ¿por qué?
– Por qué, ¿qué?
– ¿Por qué quieres que te guarde estas fotos?
Laurel dio un sorbo a su refresco. Esperaba esta pregunta, pero en una cafetería a plena luz del día -lejos de la sala de revelado y de tipos como T J. Leckbruge- temía que cualquier cosa que dijera sonara a tonterías sin sentido. Puede que incluso a algo más fuerte que a tonterías. Serena podría pensar que desvariaba. Pero sabía que éste no era el caso. No se había inventado a Leckbruge o a Pamela Buchanan Marshfield. No se había inventado las conexiones entre Bobbie Crocker y la mansión de East Egg, en Long Island. Tenía las fotos que probaban que el vínculo era real, y estaban ahí mismo, delante de sus narices, sobre la mesa de fórmica.
– Verás, su hermana las quiere -contestó-. Esa mujer de la que te hablé el viernes. Ayer quedé con su abogado, y me dio todo muy mala espina.
– ¿Qué quieres decir?
– Creo que las fotos no están seguras conmigo.
Serena se inclinó sobre la mesa, acercando su rostro al de Laurel.
– ¿Qué estás diciendo, Laurel? ¿De verdad crees que la hermana de Bobbie o ese abogado van a enviar a un matón a romperte las piernas por un puñado de fotos en blanco y negro de unos tipos jugando al ajedrez? ¿De verdad piensas que alguien puede ponerse así por una foto de un Mustang?
Laurel pensó en cerrar el archivador y corregirla: no se trataba de un puñado de fotos cualquiera. Pero Serena no se refería a eso.
– Bueno, no creo que mi integridad física esté en peligro -dijo finalmente-. No te las entregaría si pensara que alguien podría hacerte daño a ti o a tu tía. Pero sí, creo que puede haber gente que quiere robármelas, o arrebatármelas por medio de tácticas legales más agresivas.
– ¿Como qué?
– No estoy segura.
– Entonces debo guardar el secreto de estas fotos. No puedo decirle a nadie que las tengo.
– A nadie. Sólo lo sabremos tú y yo.
Serena reposó la espalda en el banco y puso las manos en su regazo.
– Mira, si no fuera porque te conozco y sé a lo que te dedicas, pensaría que acabas de salir de la calle, o del hospital psiquiátrico.
– Escucha, ya sé que suena un poco extraño, pero te aseguro que no lo es, y hasta que no sepa por qué Bobbie Crocker se cambió de apellido y por qué su hermana está tan interesada en estas fotos, necesito tu ayuda, ¿vale?
– Vale, y por supuesto que te ayudaré, Laurel, pero… ¿no te parece que todo esto es algo más que extraño? Un poco…
– Un poco, ¿qué?
Serena sonrió con timidez y añadió:
– Sólo estoy un poco preocupada por ti, nada más.
– ¿Por qué parece tan extraño y absurdo? Santo Dios, Serena, tú misma estuviste en la calle. Pensaba que entenderías mejor que nadie lo extraña y absurda que puede resultar la vida.
Laurel fue consciente, por el tono punzante y protesten de su voz, de que se había puesto a la defensiva.
– Sólo decía…
– Ya sé lo que decías. Tú, y David, y mi jefa, y mi compañera de piso… Todos me tratáis como si estuviera loca. ¡Como si me lo hubiera inventado todo!
No tenía pensado levantar la voz, pero lo hizo. Y pudo ver que los otros clientes las estaban observando.
– Yo no he dicho que te lo hayas inventado -susurró Serena.
La camarera intentaba tranquilizarla, y esto sólo conseguía aumentar su frustración. Pero no quería causarle problemas a su amiga montando un numerito en el restaurante donde trabajaba, así que intentó dominar su enfado.