– No he dormido bien esta noche -dijo, haciendo un esfuerzo consciente para que su voz sonara amistosa y tranquila mientras reconocía que, para Serena (aunque no para ella), había reaccionado de forma exagerada.
– Lo entiendo -dijo Serena, y levantó la vista para mirar a alguien por detrás del hombro de Laurel.
Laurel se giró y vio a un anciano bajito de ojos azules y lechosos acercándose a ella. Llevaba un jersey rojo con cuello de pico por el que asomaba una desfasada camisa cuyo cuello se asemejaba a las alas de un avión de papel. Aunque le quedaba poco pelo en la cabeza, le salían pelillos de la nariz y las orejas. Laurel sabía que le había visto antes, pero no estaba segura de dónde. Al instante, el hombre puso fin al misterio.
– Acabo de verte en la iglesia, hablando con mi amiga Jordie. ¿A que es un encanto?
– Sí, es un encanto -dijo Laurel, lanzando una rápida mirada a Serena y haciendo amago de levantarse por cortesía.
– No te levantes por un viejo lobo como yo. ¿Son de Reese o de Bobbie? -preguntó, pasando la mano por encima del archivador como si tuviera una varita mágica.
– Son de Bobbie. Lo siento, no me acuerdo de su nombre.
– No te disculpes, no me he presentado. Me llamo Shem, diminutivo de Sherman. Shem Wolfe. Voy a la iglesia en la que acabas de estar. Es una parroquia agradable. Antes iba a una que está cerca de Burlington, pero ahora siempre acudo a misa a Bartlett. No me importa conducir un poco más. ¿Cómo os llamáis?
Las dos jóvenes se presentaron y el hombre las saludó ofreciéndoles una mano regordeta y llena de marcas de la edad.
– Dime, ¿cómo está Bobbie? ¿Por dónde para ahora?
Laurel se preguntó si la noticia de la muerte de Bobbie sería un choque para este hombre, porque resulta probable que hubieran sido amigos. Pero Shem era mayor, y Bobbie más todavía, así que siguió adelante y le dijo:
– Bobbie murió. Fue algo repentino, un ataque al corazón. No sufrió mucho. Vivía en Burlington, a unas cinco o seis manzanas de aquí.
El hombre meneó la cabeza, asimilando la noticia.
– Vaya, qué mal. ¡Cuánto lo siento! ¿Cuándo murió?
– Hace un par de semanas.
– ¡Qué pena! Ojalá lo hubiera sabido. Habría ido a su entierro, ¿sabes? Porque hubo entierro, supongo.
– Sí, uno sencillo.
– Seguro que Jordie habría acudido también. De verdad, lo siento mucho. Aunque siempre digo que hay que ser amigo de las personas mientras están en vida, no después de muertos. -Chasqueó la lengua, moviendo su dentadura postiza, y suspiró-. Me sentaría con un par de señoritas tan guapas como vosotras… Bueno, primero os pediría permiso, no voy a ser tan presuntuoso como para suponer que ibais a querer mi compañía… Pero tengo que marcharme. Doy una clase de periodismo en la Escuela de Adultos. Ya sé, ya sé que soy demasiado viejo y que debería estar jubilado, pero en mi juventud fui redactor de periódico y me gustan las buenas historias. Buscarlas, contarlas, enseñar a otros cómo contarlas… Bueno, os dejo que tengo mucho que preparar para la clase de mañana.
– Y yo debería ir a ayudar a Beverly -dijo Serena, levantándose-. Hay una familia bastante numerosa que acaba de aparcar su coche. Vuelvo en un par de minutos, Laurel, ¿vale?
– No te marcharás por mí, ¿no? -preguntó Shem.
– No, para nada. Vuelvo enseguida.
Shem se apoyó en la mesa para observar la primera foto que asomaba en el archivador, la del Mustang enfrente del porche de la mansión de los Buchanan. Analizó la foto y soltó un sonoro suspiro.
– Ese Bobbie venía de buena familia, sí señor -dijo.
Laurel se quedó de piedra. ¿Este Shem Wolfe estaba insinuando que sabía que Bobbie Crocker pasó su infancia en la mansión de la foto?
– ¿Sabe que ésta era la casa de los padres de Bobbie? -le preguntó, deseando poder controlar su emoción y que su voz sonara tranquila.
– Bueno, es la casa de su madre. La mansión de los Buchanan, ¿no? Pero el viejo de Bobbie, su verdadero padre, vivía al otro lado de las aguas, en West Egg.
– ¿Perdón?
– Vaya, creo que estoy rizando un poco el rizo, ¿verdad? Pero así eran las cosas. Tom Buchanan crio una temporada a Bobbie, le dio un techo. Bobbie vivió con ese hombre… ¿cuánto?, ¿dieciséis, diecisiete años? Algo así. Pero su verdadero amor de hijo, una vez que lo descubrió todo, fue para su verdadero padre. O, mejor sería decir, para el fantasma de su verdadero padre. Porque, evidentemente, nunca llegó a conocerlo. Bobbie me lo contó un par de veces. Sí, dos veces me lo contó… Que le hubiera encantado conocer al gran Jay Gatsby.
Shem Wolfe resultó ser un gran cuentista, y esa tarde le relató a Laurel todo lo que sabía sobre la juventud de Bobbie Crocker. Al parecer, Reese siempre supo quién había sido el padre de este mendigo estacional. El año que vivieron juntos en Vermont, Bobbie tenía ya la suficiente confianza con Shem, el amigo de Reese, para contarle la historia de su vida. Los tres, dos ex fotógrafos y un ex periodista, pasaban mucho tiempo recordando el pasado.
– Bobbie siempre se soltaba la lengua con Reese -dijo Shem.
Cuando Serena se marchó, el hombre decidió que podía retrasar media hora la preparación de sus clases y se sentó en la mesa frente a Laurel.
– Era un hombre un poco atolondrado, y supongo que de crío también lo sería -le contó-. A veces, incluso, decía que oía voces. Siempre estaba en las nubes, le costaba concentrarse en las cosas.
Shem sabía que Bobbie nunca había sido buen estudiante ni buen deportista. Por eso, no se había llevado muy bien con Tom Buchanan, el hombre que pensaba que era su padre. La familia rara vez hablaba sobre la propiedad señorial que se levantaba frente a la suya, al otro lado de la bahía, y nadie se atrevía a mencionar el asunto del accidente. De niño, sus vecinos y profesores nunca hablaban de ello cuando Bobbie estaba presente. Sin embargo, a veces los otros chicos contaban rumores que habían escuchado, por la simple razón de que los niños pueden ser muy crueles. Normalmente, sus historias rayaban en lo fantástico y tenían escasa conexión con la prosaica realidad. Un párvulo decía que Bobbie tenía sangre marciana en sus venas, y un alumno de tercero le contó a la clase que el hombre al que Bobbie todavía consideraba su padre -Tom Buchanan, para más señas- había amasado su fortuna con un negocio de tabernas clandestinas. En cuarto, circularon historias que afirmaban que su madre había matado a un hombre, un cuento que más tarde Bobbie reconocería que tenía cierta similitud con la realidad, pues su verdadero padre no habría muerto si su madre le hubiera dicho a Tom Buchanan quién estaba al volante aquella trágica noche. Y, aunque fue un accidente, su madre había sido la responsable de la muerte de Myrtle Wilson.
En sexto, Bobbie descubrió que había sido concebido el verano de 1922: el mismo verano en el que su madre, presuntamente, mantuvo un romance con ese delincuente muerto que había vivido al otro lado de la bahía. Este hecho le pareció una simple coincidencia, e incluso durante un tiempo lo consideró como una evidencia de que su madre no podía haber tenido una relación con Jay Gatsby. Por aquel entonces, suponía él, sus padres todavía se amaban.
No es extraño que fuera una foto lo que desencadenó la pelea final con Tom tras la cual se marchó de casa. Cuando tenía dieciséis años, encontró una postal de un soldado en uno de los polvorientos libros de su madre. El militar era un poco mayor que Bobbie en aquel momento, pero el adolescente no pudo evitar darse cuenta de que había un misterioso parecido entre él y el soldado de la foto. Se notaba en el aspecto duro y serio del rostro del hombre, en sus pómulos marcados, en la mandíbula fuerte y en la mirada inquieta y ambiciosa de sus ojos oscuros. Detrás de la foto había una nota escrita a mano con una letra desconocida para Bobbie: