Para mi chica, Con amor, de Jay Camp Taylor, 1917
Desde hacía ya años, Bobbie conocía los comentarios que circulaban acerca de su madre y Jay Gatsby. Algunas veces le había dado más crédito que otras a esas acusaciones entrometidas, pero todavía era demasiado joven para aceptar la idea de que su madre fuera tan embustera y de que, ironías del destino, su padre hubiera sido tan magnánimo como para aceptar educar al hijo bastardo de Jay Gatsby. No podía creer que estas historias tan morbosas fueran ciertas, aunque sentía que su relación con su madre estaba empezando a cambiar. Notaba que la veía de un modo distinto: ya no tanto como la víctima de un turbulento matrimonio, ni como la belleza frívola de Louisville, aunque todavía le quedaban unos años antes de entrar en la edad madura. Para Bobbie su madre ya no era esa inocente a la que defendía sin reservas. Sin embargo, seguía estando seguro de que su padre -o, para ser más exactos, el hombre que lo había criado- era demasiado arrogante y cruel como para cargar con el hijo del amante de su esposa. No era posible.
Pero la foto que encontró dentro de ese viejo libro sugería que así eran las cosas. Más aún, lo probaba. Como aspirante a fotógrafo, sabía que las imágenes nunca mienten. Por lo menos, en aquellos tiempos no lo hacían. Tom Buchanan debía de conocer la verdad. Aunque en 1923 no lo hubiera tenido claro, al ver a Bobbie crecer se lo habría supuesto. El parecido no dejaba lugar a dudas. ¿Por qué, entonces, este hombre bruto y presuntuoso aceptó tenerle bajo su mismo techo, a tiro de piedra de sus ponis para jugar al polo y de su medio acre de rosales? Bobbie se dio cuenta de que la respuesta era evidente: por orgullo. Precisamente porque Tom Buchanan era tan arrogante, nunca iba a reconocer que su esposa se había acostado con Jay Gatsby y, por consiguiente, el resto de la historia, incluyendo las horribles muertes de George y Myrtle Wilson. A veces, Tom sacaba el tema de la aventura de su esposa, permitiendo que la verdad, largo tiempo enterrada, asomara con algún comentario malicioso durante las peleas que mantenía con Daisy -en ese momento, cobraron sentido los desagradables comentarios que Bobbie había escuchado durante su infancia-. Pero Tom nunca iba a tolerar que la gente creyera que su mujer le había puesto los cuernos con el delincuente de baja ralea que vivía enfrente.
Bobbie le confesó a Shem que, al echar la vista atrás, desearía haber esperado a que su madre regresara de jugar a las cartas aquella noche que se marchó de casa. Aquel día le pidió a Tom que le contara lo que realmente había pasado en 1922. No es que no lo supiera, pero estaba lleno de rabia adolescente y en cuanto vio a Tom en la cocina -la misma habitación en la que el hombre se había reconciliado con su madre apenas unas horas después de que Myrtle Wilson muriera atropellada cerca de los montones de ceniza-, explotó. Ahí estaba el hombre que, en esencia, había provocado la muerte de su padre. Se abalanzó sobre él, pero Tom vio venir el ataque, lo esquivó y lanzó al muchacho al suelo. Socarrón, le preguntó si quería levantarse para llevarse otro golpe. Su hermana intentó apaciguarlos, pero sus esfuerzos estaban condenados al fracaso, porque Bobbie sabía de qué lado terminaría poniéndose la muchacha. Ahora comprendía por qué su padre siempre la trataba mejor a ella. Además, Pamela siempre se ponía de parte de sus padres aunque su comportamiento fuera indefendible. No quería tener nada que ver con ella, igual que con Daisy y con Tom.
– ¿Y después de que se marchara? -preguntó Laurel a Shem-. ¿Qué pasó después?
– A partir de ahí, todo se vuelve borroso.
– ¿Por qué?
– A veces no estaba seguro de cuáles eran las cosas que Bobbie había hecho de verdad y cuáles se estaba inventando. Pero Reese conocía algunos detalles, y entre lo que Bobbie le había contado hacía años y lo que Reese recordaba de cuando trabajaban juntos en la revista, podías hacerte una idea.
– ¿De qué?
Shem apoyó la cabeza en las manos. Su mente era un armario lleno de reminiscencias de Bobbie, unas reales y otras imaginadas. Le contó a Laurel que Bobbie sostenía que había viajado por el mundo, pero el muy pícaro imitaba a su padre en tantos aspectos que Shem creía que muchos de ellos eran invenciones. Aparentemente, Bobbie se dedicó a buscar a la familia de Jay Gatsby. Decía que había estado en las frías ciudades de la altiplanicie de Minnesota en busca de su abuelo, y, finalmente, en Saint Olaf, un colegio luterano al sur del estado en el que Bobbie había oído que Jay pasó dos semanas de estudiante y bedel. Como hiciera su padre tres décadas antes, Bobbie dijo que había trabajado de pescador de almejas y salmones en el lago Superior. Localizó los restos de Camp Taylor, evitando escrupulosamente a sus primos y sus abuelos que todavía vivían en aquel apartado rincón de Kentucky. Contaba que, años después, había regresado a Louisville a ver qué quedaba de los Fay, y que había participado y fotografiado una manifestación por la libertad en Frankfurt, a una hora al este. De joven, a Bobbie se le pasó por la cabeza tomar el apellido de su verdadero padre, pero prefirió guardar el anonimato, ya que se dedicaba a visitar los estados y las ciudades que tenían cualquier relación, incluso la más mínima, con su pasado.
Cuando los Estados Unidos entraron en la Segunda Guerra Mundial, se alistó en el ejército. A fin de cuentas, era lo que su padre hubiera hecho. Su verdadero padre había sido capitán de infantería, luchó en Argonne y tuvo a su mando una división ametralladora. El hombre que lo crio, por su parte, se había pasado casi todo el año 1917 jugando al polo, y 1918 cortejando a Daisy.
Esto tenía Bobbie en la cabeza cuando se alistó en el ejército. Sentía que no podía ser un Gatsby dados los prejuicios que tenía la gente sobre su padre, pero ya no quería seguir siendo un Buchanan. No quería seguir siendo el hijo de un asqueroso patricio. No quería seguir siendo Robert. Cuando se dirigía a la oficina de reclutamiento de Fairmont, Minnesota, pasó por delante de una tienda que tenía en el escaparate un póster de un ama de casa ficticia llamada Betty Crocker. Decidió, de repente, apropiarse del apellido. ¿Por qué no podía ser Bobbie Crocker en lugar de Robert Buchanan? ¿Acaso su verdadero padre no se había cambiado también de nombre?
Además, sabía que si se cambiaba de nombre les resultaría mucho más difícil dar con él. Shem no podía definir con precisión quiénes eran esos que andaban detrás de Bobbie. Sin embargo, no decidió dejar de ser un Buchanan debido a una incipiente esquizofrenia y a sus manías persecutorias. Había también un deseo de distanciarse de todo el falso, sombrío y moralmente insolvente clan familiar.
Aunque en el ejército tuvieron ciertas dudas acerca de la salud mental de un recluta cuyo nombre les recordaba a una marca de masa pastelera, eso no les impidió enviarlo a desembarcar en Omaha Beach, en una de las primeras compañías que siguieron a los equipos de derribo. Bobbie luchó ese año y el siguiente en Francia, Bélgica y Alemania, y regresó de la guerra sin un rasguño, al menos físicamente. Tuvo un romance con una francesa que estaba incluso más descarriada que él, teniendo en cuenta que gran parte de su familia había muerto durante la primera incursión alemana de 1940 y después luchando en el norte de África en 1943. Había perdido a dos hermanos, a un primo y a su padre. Bobbie quería traérsela a los Estados Unidos, pero ella no quiso dejar a su familia, ni a los vivos ni a los muertos.
Por eso, regresó solo a América junto a su batallón y, tras ser desmovilizado, encontró trabajo en una tienda de fotografía en el bajo Manhattan. Vendía cámaras y películas, y por las tardes se dedicaba a sacar fotos. Frecuentaba los clubes nocturnos, sobre todo porque vivía solo en un sórdido apartamento de Brooklyn en el que procuraba pasar el menor tiempo posible. El poco dinero que tenía lo gastaba en locales como el Blue Light, el Art Barn o el Hatch. Bebía mucho, con lo que sólo conseguía aumentar su aislamiento y exacerbar su enfermedad mental. Además, descubrió que podía beber gratis si se dedicaba a sacar fotos a los artistas. Como no tenía un estudio, eran imágenes de los músicos y los cantantes en el escenario o mientras se relajaban en sus camerinos. A los artistas les encantaban las fotos y, lo más importante, también a sus managers, sobre todo las instantáneas. En 1953, recibió su primer encargo para sacarle una foto a Muddy Waters, un retrato de perfil del cantante para Chess Records que mostraba al maestro con el clavijero de su guitarra eléctrica apoyado en la punta de su elegante y aguileña nariz.