– ¡Vaya! Seguro que a su hermana le encanta la idea -dijo Shem, con una risita recelosa acompañando este comentario-. ¿Sigue coleando, o también pasó a mejor vida?
– Sigue viva, pero anda contando que su hermano murió de adolescente. O por lo menos, eso es lo que a mí me dijo. Incluso me retó a ir a Chicago para ver su tumba. ¿Cree que está al tanto de que Bobbie tenía un hijo?
– Lo dudo -dijo él-. ¿Sabes? No le hará gracia lo de vuestra exposición. Por lo que contaba Bobbie, creo que esta mujer era muy fiel a sus padres. Mucho. No era una niña de mamá ni una niña de papá, era una niña de los dos. A Bobbie y a Reese les entraba la risa al ver las energías que empleó durante gran parte de su vida para rehabilitar la reputación de sus padres. Se irá a la tumba diciéndole a cualquiera dispuesto a escuchar que todos esos chismes sobre su madre y Jay Gatsby no eran más que un montón de tonterías, imposibles de demostrar.
Laurel apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos de las manos delante de su rostro mientras reflexionaba sobre esto.
– ¿Qué está sugiriendo? ¿Cree que entre estas imágenes puede haber una foto que demuestre que Jay Gatsby era el padre de Bobbie?
– Igual no es en éstas, pero sí en otras. ¡Seguro! A fin de cuentas, a eso se dedicó nuestro paranoico y esquizofrénico amigo, ¿no? Esas fotos eran para él como los apuntes de un demente. Unas notas cifradas con un código secreto. Las fotos que Bobbie siempre llevaba encima eran como un mapa del tesoro.
– O una autobiografía.
– ¡Exacto! ¿Te acuerdas de ese programa de la tele, This is your life? Casi seguro que no, lo ponían hace mucho. Era un programa de los años cincuenta. Lo presentaba Ralph Edwards. Traía a invitados famosos, Nat King Cole, o Gloria Swanson, por ejemplo, y sus amigos y familiares aparecían uno a uno para sorprenderlos con historias de su vida. Bobbie estaba haciendo su propio This is your life con sus imágenes. Sacaba fotos de todo lo que tenía que ver con su lado Gatsby. Reese me dijo que era una especie de obsesión para su amigo.
– ¿Fue el propio Bobbie el que le contó que se dedicaba a eso?
– No, pero te voy a decir una cosa: ¿Te acuerdas de ese día, en 1939, en el que Bobbie encontró la foto que Jay le regaló a su madre? Ésa en la que salía con el uniforme de soldado. Bobbie se la llevó al escapar de casa. Reese la vio muchos años después, cuando él y Bobbie todavía trabajaban en Life. Me dijo que Bobbie aún era lo suficientemente joven como para notar el parecido, que era algo increíble. Está claro que las fotos que sacaba Bobbie eran como las pistas de una búsqueda del tesoro. Si no todas, por lo menos una gran parte. Ya sabes, puede que encuentres la casa, luego igual encuentras la habitación, después abres el cajón y ahí encontrarás la foto.
– ¿Qué foto? ¿La de Jay en Camp Taylor?
Shem extendió las manos con las palmas hacia arriba.
– No tengo ni idea de qué es lo que se oculta en el cajón. Ni tan siquiera sé si es un cajón, un armario o una caja. Sólo era una metáfora. Pero Bobbie le contó a Reese que todo estaba en las fotos, y Reese me lo contó a mí. Por eso siempre las llevaba encima, no importa dónde estuviera o lo mal que le fueran las cosas. Constituían la prueba de quién era en realidad. La prueba de que su padre era ese buen tipo del que todo el mundo hablaba, y que era mucho mejor que esa maldita panda del otro lado de la bahía.
– Tengo algunas fotos que Bobbie llevaba con él al final de sus días. Hay una de él y su hermana, otra de Jay junto a un coche muy llamativo… Pero ésa de la que habla, la de Jay de uniforme, no la he encontrado.
– Puede que su hijo sepa dónde está -dijo Shem-. Quizá el chaval sepa dónde encontrarla. Igual ése es el motivo por el que Bobbie se presentó aquí hace siete años. Para dejar la última prueba.
Laurel sabía dónde estaban los dos hombres. El más violento, el que había matado a una profesora en Montana, se encontraba en el pabellón de máxima seguridad de una prisión a sesenta kilómetros al noroeste de Butte. El otro, el que no tenía antecedentes, seguía en Vermont, en un correccional a las afueras de Saint Albans. Nunca se le pasó por la cabeza volver a verlos después de que, tras oír la sentencia, se los llevaran del juzgado. A uno, con destino a una cárcel de Vermont; y al otro, a ser juzgado por asesinato en Montana.
– Puede que su hijo tenga la foto, ¿verdad? -dijo Laurel-. O algún tipo de prueba.
– Seguro. Pero ¿cómo piensas dar con él? Lo único que sabes es que hizo algo malo, pero ni tan siquiera estás segura de que esté en la cárcel.
«Sí, sí que lo sé -pensó Laurel-. Lo único que no sé es si está en la cárcel de Montana o en la de Vermont.»
PACIENTE 29873
Esta mañana, saqué el tema del libro. Esperaba una respuesta entusiasta, pero se mostró a la defensiva y recurrió al sarcasmo. Más tarde, se calmó un poco. Cuando le pedí que desarrollara sus pensamientos, me dijo que yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando.
Llegados a este punto, las ventajas de hablar sobre el libro pesan más que los riesgos.
Fragmento de las notas de Kenneth Pierce,
psiquiatra a cargo,
Hospital Público de Vermont,
Waterbury, Vermont.
Capítulo 22
Whit estaba agotado cuando cenó con sus tíos el sábado por la noche. Pero todavía le faltaban algunas horas para sufrir los efectos más serios y dolorosos de la sesión de paintball, que le golpearían con la furia de una ola la mañana del domingo. A decir verdad, no se trataba de un dolor agudo y punzante, de esos que te hacen ver las estrellas. Pero, después de pasarse la víspera jugando al paintball en el bosque, se arrastraba renqueante por su apartamento. Sentía una palpitación constante en la zona lumbar, tenía tan doloridas las pantorrillas que no era capaz de estirarlas y, cuando intentaba respirar profundamente, notaba un afilado pinchazo en el costado. Se preguntaba si se habría roto alguna costilla. Sin embargo, era una hermosa mañana y le esperaba una tarde de encierro en la biblioteca, así que, a las doce y media, decidió montar su bicicleta en la baca de su abollado Subaru -abollado porque antes había pertenecido a su madre, una conductora descuidada que no prestaba atención a los bordillos, los parquímetros y las columnas de cemento de los garajes subterráneos- y se dirigió a Underhill. No había podido ir el fin de semana anterior, así que quería acercarse ese día. Supuso que, en su estado, lo que más le costaría sería subir y bajar la bici de la baca, pero el cuadro de la máquina era tan ligero que pensó que podría hacerlo.
No había estado en Underhill desde principios de agosto, más o menos un mes antes de mudarse a este piso. Aquel día estuvo en el parque natural y luego pedaleó un rato por las pistas de los bosques cercanos. Le gustaba el paseo por los caminos salpicados de largos tramos bajo una bóveda de hojas, un poco claustrofóbicos, seguidos de vistas de postal de los picos Mansfield y Camel's Hump.
Se puso el culote con mucho cuidado sobre un oscuro morarán del tamaño de un pomelo que tenía en la cadera. Conteniendo el aliento y con los ojos cerrados, se pasó una ajustada sudadera de manga larga por el pecho. Instintivamente, soltó un aullido. Durante unos segundos pensó si realmente era una buena idea este paseo en bici, pero no se imaginaba pasar un día tan soleado encerrado en casa. Además, en apenas uno o dos meses empezaría el tiempo frío de verdad.