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Las fotos en las que Laurel veía mayor potencial eran las que apuntaban de manera más evidente a una parte de la vida de Bobbie. Con mucho cuidado, trazó una línea sobre las imágenes que, con toda seguridad, no eran pistas de su ascendencia, y decidió que lo que le quedaba era de utilidad, aprovechable. Podía ver los elementos de un mapa, como había sugerido Shem. Tendría que decirle a Katherine que necesitaba unos días de vacaciones -una semana, o dos-. Esa noche imprimiría el último paquete de negativos, y puede que al día siguiente o, como mucho, el martes, empezase a utilizar sus vacaciones para ir a…

Bueno, en primer lugar debía dirigirse a una prisión al norte de Vermont. Y, si el recluso resultaba no ser el hijo de Bobbie, entonces a otra cárcel en Montana. Porque, aunque el proyecto se podía llevar a cabo, no iba a resultar fácil. Es probable que tuviera ante sí el esbozo de un mapa, pero no podía saber cuáles eran las pistas y cuáles las fotos sin sentido -o incluso las pistas falsas- tomadas por un esquizofrénico que bebía más de la cuenta. Tenía algunos puntos de referencia en East Egg y West Egg: las casas, los andenes de tren y las cuidadas playas. Además de su club de campo, antigua mansión de Gatsby. También tenía el aparcamiento del parque empresarial que se erigía donde antes había estado el valle de las Cenizas. Tenía las fotos del Plaza, el hotel en el que la madre de Bobbie se vio obligada a escoger entre su marido y su amante y no fue capaz. Tenía un joyero art déco con espejitos incrustados en la tapa. Es probable que esa caja contuviera el retrato de soldado de Jay, o puede que algo más: una carta, un guardapelo, un anillo con una inscripción… ¿Pero cómo encontrar una cajita en uno de esos lugares? Supongamos que localizaba la casa de la foto. Y después, ¿qué? ¿Le pedía al propietario permiso para excavar en los cimientos y levantar la tarima del desván? ¿Qué podría hacer en su club de campo? ¿Solicitar que le dejaran revolver en la biblioteca, ésa que en el pasado impresionaba a los invitados de Gatsby porque tenía libros de verdad?

Sea como fuere, estaba convencida de que nadie podría cuestionar que lo que había descubierto era cierto. Ni David, ni Katherine, ni Talia. Nadie volvería a poner en duda su cordura.

Cuando Serena volvió a sentarse a su lado en la mesa, Laurel le entregó el archivador y le recordó que no debía contarle a nadie que lo tenía ella. En cuanto Laurel terminó de hablar, pudo ver en el rostro de Serena que estaba equivocada, muy equivocada. La gente seguía sin creerla. Resultaba evidente lo que pensaba su amiga, y Laurel sabía más o menos lo que iba a decir antes incluso de que Serena abriera la boca.

– Laurel, sabes que haría cualquier cosa por ti…Yo te lo guardo, no pasa nada. Pero, chica, ¿sinceramente crees que alguien va a intentar robarte estas fotos?

– Sí, y no sólo lo creo, estoy convencida de ello.

– Pero…

– Piensas que estoy loca, ¿verdad?

– No, claro que no. Pero pienso que puedes estar… no sé, sacando las cosas un poco de quicio.

Laurel repitió la expresión. «Sacando las cosas un poco de quicio.» Un eufemismo un poco largo para referirse a conducta desviada, comportamiento inapropiado.

– Bueno, entonces -preguntó-, ¿tú qué harías? ¿Qué quieres que haga?

– Vamos, Laurel, no te pongas así conmigo. Sólo estoy…

– Estás ¿qué? ¿Preocupada por mí?

– ¡No! Bueno, sí. Preocupada, un poco preocupada.

– Entonces, dime: ¿qué harías?

– Bueno, para empezar, no estaría tan alterada -dijo Serena, pero tras ese comienzo, Laurel no prestó demasiada atención al resto de su discurso.

Serena era amable y tenía buenas intenciones, pero Laurel se dio cuenta de que no.podía confiar en ella. Su amiga no veía la importancia de las imágenes que le estaba confiando. En cuanto apareciera Leckbruge, o cualquiera de sus secuaces, le entregaría todo el archivador sin pensárselo. Por supuesto, lo haría movida por la ignorancia, no por la traición, pero las consecuencias serían las mismas: las fotos -y con ellas todo su trabajo y el de Bobbie- estarían perdidas para siempre.

Por eso, Laurel le agradeció su tiempo y sus consejos y, tras despedirse, se marchó con el archivador que había traído. Fue muy correcta con ella, tanto que Serena la acompañó hasta la puerta de la cafetería y, cuando se separaron, su amiga pensaba que Laurel iba a hacerle caso y tomárselo todo con más calma.

N o hubiera podido decir lo que era por el negativo. Por lo menos, no con seguridad. Pero cuando obtuvo la hoja de contacto, empezó a verlo claro.

El domingo por la noche reveló la foto, en principio una copia más en papel fotográfico. Entonces, surgió la imagen, inconfundible en la luz naranja de la sala de revelado. Laurel la estudió durante largo tiempo en el baño químico, no hipnotizada sino absorta. Incapaz de apartar la vista de ella.

Recordó algo que le había contado Shem Wolfe esa misma tarde sobre Bobbie y empezó a sentir sofocos: «Tenía sus propios demonios».

Shem se refería a la enfermedad mental de Bobbie, pero la palabra «demonio» le vino ahora a la cabeza unida a esas otras palabras que llevaban años persiguiéndola: cono, puta, zorra, coñito, chocho, sucia almeja, ramera de mierda, putita muerta… En el reposado líquido de la bandeja de la sala de revelado, apareció el tatuaje. Ahí estaba la foto del demonio que Bobbie le había dicho a Paco Hidalgo que había sacado. Durante todos estos años, Laurel había pensado que era una simple calavera humana, aunque con colmillos. Pero ahora se dio cuenta de que, en realidad, era un tatuaje del demonio: con forma de calavera, sí, pero con orejas. Y respiraba, de ahí el humo.

Bobbie Crocker conoció a este hombre y le sacó una foto. Un demonio entre pelos de barba, con un lóbulo de oreja colgando por encima como un planeta. Era o el hijo de Bobbie o un amigo de su hijo.

Porque, por lo visto, hasta los violadores tienen amigos. Los asesinos, también.

Éste era el demonio que había asustado a Bobbie Crocker: la misma persona que había intentado violarla, y luego dado marcha atrás con su furgoneta para matarla.

Laurel se encontraba débil cuando terminó de trabajar en la sala de revelado, pero, a no ser que bajase al centro de Burlington, los únicos sitios que iba a encontrar abiertos a esas horas en una noche de domingo eran los restaurantes de comida rápida y las tiendas de donuts de la calle inundada de luces de neón que quedaba al este del campus. Eran más de las once.

No había vuelto a casa desde por la mañana temprano. Ni tan siquiera se le pasó por la cabeza acercarse a su apartamento después de dejar a Serena, porque quería ir directamente a la sala de revelado.

Condujo hasta su vieja casa victoriana y encontró un sitio libre para aparcar justo enfrente del portal, pero -casi instintivamente- siguió adelante sin pararse. Había visto luces encendidas en su apartamento y en el de Whit, por lo que dedujo que sus compañeros de piso estaban levantados. No le hizo gracia, pues no quería que Taha o Whit la oyesen llegar. No le apetecía tener que hablar con ninguno de los dos. Por eso, aparcó al final de la manzana, junto a la esquina de la calle. Su plan era esperar una o dos horas hasta que se acostaran. Luego sacaría las llaves del portal y las de la puerta de casa y las tendría listas antes de acercarse a abrir. Se quitaría los zuecos y los llevaría en la mano para no hacer ningún ruido en el portal, y subiría de puntillas las escaleras hasta la esquina del edificio en la que se encontraba el apartamento que compartía con Talia.

Y, sólo por si acaso, pensó que se desvestiría y se metería en la cama en la oscuridad. Tampoco encendería la luz del salón. ¿Realmente necesitaba reponer fuerzas con un par de galletas saladas? No era para tanto.

Sin embargo, no pudo llevar a cabo su plan tan meticulosamente estudiado, porque se quedó dormida en el asiento del coche. Se despertó de golpe, un poco antes de las tres de la madrugada, con el cuello y la espalda entumecidos. ¿Sería esto lo que experimentaban sus residentes, o por lo menos tendrían el sentido común de colarse en el asiento trasero para echarse a dormir? Decidió que ya era hora de entrar en el piso. Acababa de tener un sueño en el que aparecía un bosque de Underhill lleno de cosas volando: pájaros, insectos y remolinos de hojas llevadas por el viento. Los pájaros tenían la cabeza de pequeños demonios: en realidad tenían por cabeza la calavera del tatuaje, y la perseguían como a una presa. Creía recordar que intentaba atravesar ese tumulto de objetos voladores con la bicicleta, pero no recordaba si había estado alguna vez en esa pista. Al final, pensó, las criaturas volantes la habían rodeado y golpeado en las mismas partes en las que la hirieron el hijo de Bobbie Crocker y su compinche siete años atrás. Cuando se despertó, sintió fuertes pinchazos en el pecho izquierdo, y supuso que se trataba de una sensación fantasma, porque, ¿de qué iba a dolerle esa parte del cuerpo por una siesta en el coche?