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De todos modos, no era capaz de reunir fuerzas para abrir la puerta y regresar a su apartamento. El sueño la había dejado tan asustada que se encontraba inmóvil, al borde de la parálisis. Quería hacer muchas cosas o, mejor dicho, tenía que hacer muchas cosas. Emily Young había regresado del Caribe y debía verla. Luego tenía que ir a la prisión de Saint Albans, lo que exigiría complejos trámites con el alcaide del correccional, el psicólogo del centro y el Departamento de Atención a las Víctimas de Crímenes. Pero estaba cansada, más cansada de lo que recordaba haber estado en toda su vida. De repente, para su propia sorpresa, tenía los ojos húmedos. Estaba llorando. Oyó pequeños gemidos e hipos, y un silbido atragantado en su cabeza que le recordaba el agudo sonido de los frenos de su bicicleta de hacía años. No dejó de llorar hasta que volvió a dormirse en el asiento.

Cuando abrió de nuevo los ojos, el sol empezaba a aparecer y sintió un dolor punzante y movimientos en su estómago. No recordaba cuándo había comido por última vez. Se giró para comprobar que el archivador seguía en el asiento trasero del coche, donde lo había dejado la noche anterior cuando terminó de trabajar en la sala de revelado. Allí estaba. En la acera oyó el amenazador sonido de unas pesadas botas acercándose. Miró a su izquierda y vio pasar a medio metro de la ventanilla de su coche a un gigantón barbudo embutido en una parca. Era un abrigo más fuerte de lo necesario para esa época del año, a no ser que fuera el único que tuviera. Se fijó en que los pantalones del hombre estaban rasgados en el dobladillo y rotos en las rodillas. Supuso que todavía no era un indigente, pero había algo en él -su ropa, su gesto, su forma de caminar- que le hizo temer que, a no ser que recibiera ayuda, no tardaría en serlo.

Se preguntó qué sentiría al aventurarse hacia el norte del estado, a la cárcel, para ver a uno de sus agresores. Pensó que le costaría reunir las fuerzas necesarias para ir a Saint Albans, porque allí se encontraría con un recluso que -mientras la palabra se formaba en su mente hizo un gesto de dolor y un nuevo pinchazo le atravesó el pecho- había intentado violarla. Se trataba de una persona horrible, aunque, por lo menos, no había matado a nadie. Pero ¿y si el hijo de Bobbie era el otro? ¿Ése que había cortado las venas de una mujer, usando un trozo de alambre de espino para atarla a una valla mientras la sangre que le brotaba de las muñecas empapaba la tierra? ¿Sería capaz de volver a verle cara a cara?, ¿de sentarse en una mesa ante él? ¿Qué le diría? ¿Realmente merecía la pena el largo viaje hasta Butte?

Entonces, mientras comenzaba a imaginarse el encuentro -sabía que el término jurídico para lo que estaba proponiendo era «audiencia aclaratoria»-, empezó a dudar de la exactitud de sus propios recuerdos: ¿qué pasó realmente en aquella pista de Underhill? Se dijo que debía afrontar sus próximos movimientos paso a paso, como llevaba haciendo desde hacía una semana: avanzando deprisa pero con precaución. Y, llegados a este punto, su próximo paso era Emily Young, y luego el preso de Vermont. Eso era todo. Un tatuaje de alambre de espino o un tatuaje de un diablo, ¿realmente importaba? De todos modos, con un poco de suerte, no tendría que conducir hasta Montana. Pensó que si tenía alguna posibilidad de cambiarse de ropa antes de ir a trabajar, ese era el momento. Ducharse era impensable, porque seguro que despertaría a Talia. Desayunar, también. Tendría que parar en la panadería de camino a BEDS. Por lo menos podría pasarse un poco de tónico facial por la cara y peinarse. Las normas básicas de higiene son una de las primeras cosas que se pierden cuando vives en las calles, y Laurel tuvo que recordarse que, aunque la gente a su alrededor opinase lo contrario, no era ella la paranoica delirante en esta historia.

Capítulo 24

Vio a Emily Young antes de las ocho de la mañana del lunes. La mujer que había sido la asistente social de Bobbie Crocker estaba empezando a hurgar en el pequeño alud de papeles que se había acumulado en su escritorio durante las vacaciones, ocupando una parte considerable de la mesa. Laurel pensó que nunca había visto a Emily con un aspecto tan bueno y saludable. Siempre había sido una gran adicta a las bicicletas estáticas y las máquinas de pesas, pero unos problemas de espalda recortaron drásticamente el tiempo que pasaba en el gimnasio. El resultado era una mujer que rondaba los cuarenta con un rostro rechoncho y coqueto de grandes ojos sobre un cuerpo que, durante la última media década, se había vuelto un poco fofo. Sin embargo, el crucero por el Caribe había hecho maravillas. Emily parecía haber perdido peso, lucía un hermoso bronceado y llevaba un alegre vestido estampado cubierto de lirios de color azul fosforescente de esos que no se ven habitualmente en BEDS.

– Casi toda la gente en el crucero comía como si fuera su última cena -le contó a Laurel mientras ojeaba una carpeta de papel de estraza con el historial de Bobbie Crocker.

Por un instante, Laurel temió que se tratara de la carpeta que estudió el otro día en el archivador y que no hubiera en ella ningún dato que no conociera ya. Pero entonces se fijó en unos papeles que no había visto antes.

– Pero el primer día que salimos cambié mi opinión sobre el crucero. Me hice un masaje. El masajista era un jovencito argentino que estaba buenísimo. Antes de darme cuenta, dejé de comer sólo por él. Todas las tardes me daba un masajito. Así me pasé las vacaciones: alimentándome a base de frutas y verduras, nadando, tomando el sol y con un guapo, no, era más que guapo,

un hermoso masajista sobándome la espalda y las piernas un par de horas al día. ¡Mereció la pena!

– ¿Y cómo te sientes de regreso a tierra firme?

– ¡Tengo que volver a bordo de ese barco en cuanto pueda! -dijo Emily encogiéndose de hombros, y luego añadió-: Bueno, vamos a ver. Mientras el señor Crocker estuvo en el hospital le administraban risperidona y Celexa. Parece que también se barajó la opción de darle clozapina, pero decidieron que era demasiado mayor. Seguramente les preocuparon los efectos secundarios: se iban a cargar sus niveles de leucocitos.

Laurel asintió. Sabía que Celexa era un antidepresivo y la risperidona un antipsicótico.

– Parece claro que Bobbie acabó en el hospital básicamente por algo que le sucedió -continuó Emily-. Debió de ocurrir algo que hizo pensar a los médicos que era una amenaza para los demás o para él mismo.

– Tú conociste a Bobbie -dijo Laurel, sorprendida por el tono defensivo y protector de su voz-. He hablado con muchos amigos suyos. Sólo una persona me comentó que podría haberle sucedido algún tipo de accidente en Burlington. Pero, aparte de eso, no he oído nada que me haga pensar que era violento.

– No se trata de violencia, sino de delirios. Cuando no tomaba su medicación, tenía episodios. Las dos lo sabemos. Tengo la impresión de que Bobbie, probablemente, era mucho más peligroso para sí mismo que para la gente que lo rodeaba. Gracias a Dios, acabó en las calles en agosto. ¿Te imaginas que hubiera tenido que arreglárselas ahí fuera en diciembre o enero? ¿Un hombre de su edad? Habría muerto congelado, y tú y yo sabemos que eso pasa a menudo. -Dio la vuelta a un folio y luego sorprendió a Laurel inclinándose hacia delante-: ¡Aja! Lo arrestaron por hurto. Parece ser que entró a comer a un restaurante y se marchó sin pagar. No fue gran cosa, estamos hablando de quince dólares con las vueltas. También lo denunciaron por mendicidad y allanamiento de propiedad ajena. En el caso del allanamiento, las cosas acabaron un poco mal. Bobbie se puso un poco tenso en una tienda de fotografía. Pensaba que le habían robado unas fotos que no podía encontrar. Parece que acabó a voces con el dueño de la tienda. ¡Ah! Aquí tenemos otra denuncia de un supermercado: entró en la sección de alimentos y se puso a comer. Como puedes ver, todo es poca cosa. El único objetivo de todos estos papeles era redactar un informe psiquiátrico.