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¿Y si Katherine intentaba localizarla en casa de su madre? Le respondería el contestador automático, porque en ese momento su madre se encontraba en una escuela de cocina en las afueras de Siena. Literalmente, estaba en la otra punta del mundo.

Quería dejar la nota en el escritorio de Katherine antes de que la mujer regresara de su reunión. No quería tener que rendir cuentas ante ella por su repentina marcha.

Por supuesto, no iba a ir a Long Island. Por lo menos, no todavía. En primer lugar, se dirigiría al departamento de Atención a las Víctimas de Crímenes y luego se reuniría con el alcaide de la prisión de Saint Albans para solicitar su audiencia aclaratoria con el recluso Dan Corbett. Quería verlo cuanto antes.

Se marchó de BEDS por la puerta trasera, en lugar de salir por la principal. Su reunión con el hombre de la Asociación de Excombatientes se había alargado hasta las nueve y media, y cuando terminó de redactar la nota para Katherine utilizando el tono adecuado -uno que no la alarmara, sino que simplemente sugiriera que había tenido una emergencia-, eran casi las diez. Katherine podía regresar en cualquier momento y Laurel no quería encontrársela en la recepción o en las escaleras del edificio.

El sol ya estaba muy alto, al contrario de cuando salió de su apartamento hacía unas horas. Había tenido la precaución de escapar antes de que se levantase Talia y ahora estaba muy contenta, porque le resultaría muy fácil desaparecer. Tenía que conservar la paciencia y la concentración, y mantenerse alejada de las dudas de su compañera de piso, para afrontar el duro trabajo que la esperaba. Le diría -por escrito- a Talia lo mismo que le había contado a Katherine y que le diría a David. Que estaba en casa de su madre en West Egg.

¡Al cuerno con todos ellos y con las dudas que tenían sobre ella y sobre Bobbie!

Hasta ahora había creído que Bobbie Crocker tenía miedo de su hermana, cuando en realidad a quien temía era a su hijo.

Capítulo 25

Pamela Marshfield se pasó casi toda la mañana del domingo en el sofá de su salón. Se sentía más mayor que nunca. Le dolían las cervicales, y no le sorprendería que su médico le comunicara en algún momento del próximo invierno -tras la consabida y agotadora batería de pruebas modernas- que tenía cáncer. Notaba, algo poco habitual en ella, que le faltaba el aliento. Su cadera, reemplazada hacía quince años, le molestaba. Además, no le había gustado ninguna de las cosas que tomó en el desayuno. La verdad es que ya no le encontraba el sabor a las cosas.

Frente a ella, en uno de los sillones dorados que su madre había elegido hacía setenta y cinco años -la pátina metalizada de los laterales había sido meticulosamente restaurada no una, sino dos veces-, se sentaba Darling Fay, la hija mayor de Reginald Fay de Louisville. Reginald, fallecido hacía tiempo, era su primo. Su padre era el hermano mayor de Daisy. Darling, como casi todos los Buchanan y los Fay, se conservaba muy bien a sus sesenta y dos años, en parte debido a esos magníficos genes, en parte debido a que nunca se había casado ni tenido hijos, y en parte debido a que dos veces al año volaba a Manhattan para que un cirujano estético le inyectara implantes de Restylane en las arrugas del rostro. Por eso había ido ese día a Nueva York. Esa mañana se encontraba realizando lo que Pamela presumía que era una pesada pero obligatoria visita a la otra punta de Long Island para ver a la decrépita prima de su padre. Pero si Darling consideraba que era su obligación recorrer todo el camino hasta allí, Pamela no iba a impedírselo. Las dos mujeres tomaban té, aunque sólo Darling lo disfrutaba.

– Me sorprende que tu abogado no te propusiera llevarlo de una manera menos hostil -comentó Darling, frunciendo un poco el rostro.

Llevaba una falda de flores con ribeteado en zigzag que Pamela supuso que era de Kay Unger, y una chaqueta informal color pistacho que, para el gusto de Pamela, mostraba un escote demasiado grande.

Por un instante, Pamela deseó no haberse sincerado con Darling y haberle contado a esta joven -bueno, al menos era más joven que ella- que su hermano había muerto. Lamentó haberle explicado que la obra de Robert habría reaparecido y, con ella, sus maliciosos y difamatorios intentos de airear los secretos de la familia. No estaba segura de por qué lo había hecho. Puede que porque estaba mayor, cansada, y buscaba un poco de consuelo, unas palabras de alivio. Pero, en este caso, perdía el tiempo. No iba a recibir ninguna comprensión por parte de Darling. Esta sobrina segunda había nacido después de que Robert se hubiera fugado de casa y lo veía como una sombra trastornada de la familia, sin más.

– ¿Qué quieres decir con eso de menos hostil? -le preguntó por fin Pamela.

Darling posó con delicadeza la taza de té en la mesita de café que las separaba y contestó:

– Tu padre podía ser un poco brusco.

– Ya lo sé.

– Pero también sabía perfectamente cuándo tenía que sacar la cartera, y cuándo una donación caritativa a la institución adecuada en el momento preciso podía cambiar las cosas.

– Como después del accidente.

– En efecto.

Nadie en la familia Buchanan ni en la Fay conocía los detalles, pero estaba claro que en 1922, y luego en 1925, Tom Buchanan realizó generosas contribuciones filantrópicas a unos cuantos departamentos de la Policía de Long Island, así como una campaña de cuantiosas contribuciones a los fiscales de los distritos vecinos. Fue su forma de asegurarse de que nadie iba a investigar con detalle quién estaba al volante cuando Myrtle Wilson fue atropellada, ni a tomarse en serio las acusaciones que surgieron tres años más tarde.

– ¿Estás sugiriendo que ahora debería sacar yo la cartera? -preguntó Pamela.

– Nunca se me ocurriría decirte lo que tienes que hacer, y lo sabes. Sólo me preguntaba por qué tu abogado no te ha propuesto hacer una donación a esa asociación de ayuda a los mendigos… ¿cómo se llama?

– BEDS.

Darling meneó la mano en el aire como si se estuviera apartando una mosca de la cara.

– Como se llame, da igual. Es sólo una idea. Creo que es lo que tu padre hubiera hecho.

– A pesar de ser un hombre un poco brusco.

– Sí, a pesar de ser un poco brusco.

– ¿Y piensas que esa asociación me va a devolver las fotos de Robert a cambio de que les entregue dinero?

– Podría ser. Llegados a este punto, ¿qué tienes que perder? ¿Acaso te queda otra salida? Quieres recuperar las fotos, ¿verdad?

– Tengo que recuperar las fotos. No permitiré que las expongan para que vuelvan a demonizar a mi madre. En toda historia hay dos caras, y no pienso permitir que la gente endiose a ese Gatz y vilipendie a mi madre. ¡Faltaría más!

– Entonces, cómpralas. Saca la cartera y cómpralas.

En un principio, la idea le pareció sucia y bastante patética. Pero suponía que Darling tenía razón. No le quedaba otra salida. No iba a vivir para siempre. Tal y como se sentía, quién sabe si llegaría al día siguiente. Si quería acabar con la obra perversa y lunática de su hermano de una vez para siempre -ya podía imaginarse la tóxica hoguera que encendería en la playa cuando tuviera todas las fotos en su poder-, tendría que pagar. Además, su dinero podría servir para atender a esos mendigos malolientes que se dejaban caer por ese albergue. Al menos, ellos lo necesitaban más que los abogados del bufete de T. J. Leckbruge, que seguro que podían sobrevivir sin él. Se iban a perder los honorarios que habrían obtenido por recuperar las fotos de su hermano, pero Pamela no tardaría en morir y el bufete ya sacaría una buena tajada de la recalificación de sus propiedades.

Suspiró y sonrió a Darling. Decidió que, en cuanto su pariente se marchase, haría las llamadas telefónicas pertinentes. Le ordenaría a su abogado que hiciera una cuantiosa oferta al albergue para indigentes de Vermont. Que les ofreciera, básicamente, lo que hiciera falta para conseguir que le devolvieran hasta la última foto, hasta el último negativo, hasta la última copia.