– No me puedo creer que esté enfadada contigo -murmuró, y después se tragó dos pastillas sin agua.
– Puede que lo esté, o puede que no. Sea como sea, algo está pasando. Si se ha ido a casa, creo que deberíamos empezar a preocuparnos.
– Yo ya lo estoy.
– ¿Vas a ir a buscarla?
– Le he dejado un mensaje en el móvil. Creo que esperaré a que me responda antes de hacer algo.
– ¿Crees que debería ir yo a buscarla?
– Puede ser. Pero esperemos un poco.
– ¿Sin más? -preguntó Talia.
– ¿Se te ocurre algo más que podamos hacer?
– ¡Estoy preocupada!
– ¿Te das cuenta, Talia -dijo David tras una pausa-, de la cantidad de años que le saco a Laurel?
– ¿Te refieres a que eres un pureta? Por favor, olvídate de tu edad. Laurel te necesita.
– Necesita algo más que a mí -dijo él, sin levantar la voz pero con un tono de seriedad en sus palabras-. Ese es el problema. ¿Por qué sólo la veo un par de veces por semana? Porque ahora mis hijas son mi prioridad y no puedo dedicarle más tiempo. El otro día le conté a mi hija lo que le pasó a Laurel…
– ¿Qué dices? ¡Si no es más que una niña!
– Sólo se lo expliqué por encima. Pero, incluso así, al hablar un poco sobre ello, me di cuenta de que represento las dos cosas que Laurel menos necesita ahora mismo.
– ¿Y cuáles son?
– Otro hombre mayor, y una persona que no es capaz de comprometerse con ella. Que no puede entregarse al cien por cien.
Talia permaneció en silencio y él pudo sentir una tormenta de ira surgiendo en el interior de la joven. Se preparó para recibir una ola de insultos pero, por el contrario, sólo dijo:
– Por favor, llámame cuando sepas lo que vas a hacer.
Resultaba evidente que Talia estaba conteniendo su furia.
– Descuida, lo haré -contestó él.
Casi deseaba que le hubiera gritado. Sentía que se merecía un buen rapapolvo.
Al colgar, reflexionó sobre lo que había dicho Talia acerca de que su compañera estaba obsesionada con las fotos desde que volvió de Long Island, y se preguntó si habría ocurrido algo que no le había contado. O, quizá, si todo esto tendría algo que ver con Underhill. A fin de cuentas, todo tenía que ver con ese sitio. Decidió llamar a Katherine para ver qué más podría esconderse en esas fotografías y si Laurel le había contado otras cosas a su jefa.
No era mucho, pero por lo menos era algo.
Digan lo que digan sobre la educación, el ambiente familiar y los malos padres, Whit Nelson creía que la gran mayoría de los sacos de huesos que pululaban por el albergue de Laurel Estabrook iban a terminar en BEDS de cualquier modo debido a cuestiones de herencia y químicas. Y, con esto, no se refería al abuso de drogas, aunque estaba claro que tenía una relación directa con las enfermedades mentales. Las drogas y la locura se retroalimentaban. El se refería a la química cerebral. Evidentemente, no todos los sin techo eran víctimas de la naturaleza. También estaban los veteranos de guerra, por ejemplo. La mayoría de ellos eran tipos normales y corrientes hasta que vieron o hicieron -o les obligaron a hacer- cosas que los pusieron al borde del precipicio. También estaba la gente a la que las adicciones de sus padres -alcohol, cocaína, juego, sexo- habían dejado marcada.
Pero ¿qué pasaba con la mayoría de los dementes del albergue? Whit pensaba que su destino era tan inevitable como el de un enfermo de parálisis cerebral. Su futuro estaba enterrado a nivel molecular en los surcos de su cerebro desde que nacieron. Sus demonios siempre estuvieron ahí, al igual que sus miedos, sus paranoias, su temeraria necesidad de compuestos químicos para encontrar la estabilidad o su incapacidad para trabajar. El mundo necesitaba de lugares como BEDS y de personas como Laurel. Los necesitaba con locura, por mucho que su labor fuera paliativa y quijotesca.
Lo cual, suponía, ayudaba a explicar la atracción que sentía por Laurel.
Eso, y también su vulnerabilidad. Su pasado. Laurel también era una víctima.
Talia regresó a casa ese lunes por la mañana nada más colgar con David. Quería ver qué tipo de nota le había dejado Laurel. Se encontró a Whit en el portal y le contó, casi sin aliento porque había subido la cuesta a buen paso, lo que le había dicho David.
– Terminaste de recoger el piso -dijo él cuando Talia abrió la puerta del apartamento.
La ropa ya no estaba tirada por el salón. Los libros se encontraban bien puestos en sus baldas y las revistas ordenadas en un revistero de metal que tenían junto al sofá.
– Pues sí. Mis cajones ahora son una maravilla de la naturaleza -dijo.
Encontraron la nota en la mesita del café. Era breve, distante y vaga -y sonaba un poco a la defensiva-. Laurel no le ofrecía a Talia más datos de los que le había proporcionado a David. Nada más leerla, sin decirle a Whit a quién llamaba, Talia cogió el teléfono y marcó un número. El muchacho la contemplaba expectante, viendo cómo ella meneaba la cabeza cuando le respondió un contestador automático.
– ¿A dónde llamabas? -le preguntó Whit cuando colgó.
– A casa de Laurel en Long Island. Me respondió el contestador de su madre.
– ¿Crees que Laurel ya habrá llegado?
– No, creo que está mintiendo con lo de su madre. De hecho, esperaba que me respondiera su madre.
– Pero no lo ha hecho.
– Eso es.
– Entonces igual es verdad que está en el hospital.
– Puede ser -dijo Talia, y luego se fue directa al dormitorio de su amiga con el muchacho detrás.
– ¿Qué buscas? -preguntó Whit-. ¿Algo en particular?
– No, la verdad es que no.
Whit quería hacer algo, pero sentía que era una violación abrir los cajones de Laurel. Por eso se quedó parado sin hacer nada en el umbral de la puerta con las manos en las caderas. Talia alzó el dedo índice y abrió el armario de Laurel. Sacó una maleta negra del tamaño máximo que permiten las compañías aéreas como equipaje de mano.
– Esto es interesante. No se ha llevado la maleta. No piensa pasar mucho tiempo fuera.
Después abrió el cajón inferior de su vestidor y empezó a sacar los jerséis de su amiga hasta llegar al talonario de su compañera de piso. Lo cogió y repasó la última hoja del registro.
– Tampoco se ha llevado esto -dijo.
– Entonces, ¿estamos seguros de que se ha marchado? -preguntó Whit.
– No -contestó ella lentamente, pensando en esta posibilidad-, puede que no.
Los dos permanecieron en silencio, como un par de niños desamparados, sin tener muy claro lo que tenían o podían hacer a continuación.
.La reunión de Katherine Maguire con la Comisión de Desarrollo Local había sido larga y pesada, y había terminado al borde de la crisis nerviosa. El número de personas -hombres, mujeres y familias- que acudían al albergue aumentaba y el gobierno federal había decidido un corte drástico en los presupuestos que les destinaba. Para el próximo año, esperaban perder cerca de 145.000 dólares. Además, podrían perder 740 subsidios de alojamiento como resultado de la cancelación del programa estatal de Vivienda y Desarrollo Urbano que ellos ofrecían. Además, parecía que el precio del gas para el próximo invierno iba a ponerse por las nubes.
Después de la llamada con la procuradora municipal encargada del albergue, se reclinó en su silla. Pensó que si alguna vez se veía las caras con esa mujer de Long Island, no le iba a caer bien. Pamela Buchanan Marshfield no era un ángel de la guarda que descendía sobre el albergue cuando más lo necesitaban. Sólo les estaba haciendo esta oferta porque sus intentos de intimidarlos no habían surtido efecto. Pero ¿llegaba en el momento oportuno? Pues sí. Parecía que hubiera sabido que atravesaban problemas económicos. Katherine volvió de la reunión con la Comisión de Desarrollo Local preguntándose cómo demonios iban a recaudar suficiente dinero del sector privado en tan corto espacio de tiempo para sustituir los recortes en las subvenciones públicas. Y entonces, de la nada, surgía esta oferta del abogado de esa mujer.