La abogada de BEDS, Chris Fricke, había asegurado a Katherine que el ayuntamiento vendería la colección de Crocker al albergue por un dólar, lo que les permitiría entregársela a la mujer de Long Island después de que ésta hubiera realizado su donación: cien mil dólares.
Katherine sabía que, de entrada, Laurel se pondría furiosa. Se sentiría traicionada y diría que la asociación estaba obrando en contra de los deseos de uno de sus clientes. Pero Katherine pensó que terminaría por comprenderlo. A fin de cuentas, el propio Bobbie no sabía lo que quería la mitad del tiempo. Y Laurel tendría que entender que Bobbie se habría alegrado de saber que su obra había proporcionado tanto dinero a BEDS. ¡No se lo creería!
Además, alejar a Laurel de esas fotos redundaría en su propio beneficio. Antes incluso de que esta viuda ricachona hubiera ofrecido la donación al albergue, Katherine estaba pensando en pedirle a Laurel que le devolviera el material y abandonara el proyecto. Ya había hecho demasiado, más que demasiado. Era el momento de dejarlo.
Por supuesto, Katherine no tenía muy claro cómo iba a decírselo o cómo conseguir que le entregara las fotos. Mientras conversaba al teléfono con Chris Fricke, echó una ojeada a los papeles que habían surgido en su mesa como champiñones en un verano húmedo, y encontró la nota que Laurel había dejado para ella. Por lo visto, su joven asistente social se había marchado a casa para cuidar a su madre enferma.
O, por lo menos, eso era lo que le había escrito.
PACIENTE 29873
Está claro que ve en las fotos más de lo que realmente hay. Mañana estudiaré con detalle la colección (todas las imágenes) y exploraré más afondo esta vía. Sigue escribiendo durante seis o siete horas al día en sus cuadernos.
Fragmento de las notas de Kenneth Pierce,
psiquiatra a cargo,
Hospital Público de Vermont,
Waterbury. Vermont.
Capítulo 27
Laurel sabía que la estaban buscando. Sabía que todo el mundo andaba detrás de ella. Terminó por apagar el móvil porque no paraba de sonar. Sólo lo abría para llamar a la cárcel o al Departamento de Asistencia a las Víctimas de Crímenes. Suponía que, seguramente, se cansarían de llamarla e intentarían localizarla en casa de su madre. Eso estaría bien, porque su madre se encontraba en Italia. Pero ¿intentarían llamar a su hermana? Talia, seguro que sí. Y si su compañera de piso hablaba con Carol, todos sabrían que les había mentido y terminarían convencidos, sin lugar a dudas -su familia incluida-, de que estaba perdiendo la cabeza. Sin querer colaborar con Pamela Marshfield, terminarían ayudando a esa vieja bruja. La encontrarían y le quitarían las fotos. Las fotos de Bobbie. Sus fotos. Se las darían a la mujer.
Comprendió que no tenía mucho tiempo. Por eso se instaló en un motel de carretera en las afueras de Burlington, donde se dio una ducha y se lavó el pelo por primera vez en días. Se compró una nueva blusa y unos pantalones informales, se perfumó y se puso gafas de sol para que nadie se diera cuenta de que había estado llorando. Otra vez.
Regresó a su coche y recorrió las distintas dependencias burocráticas de Burlington y Waterbury para solicitar su audiencia con Dan Corbett. En un principio, le dijeron que le costaría días -igual semanas-, obtener el permiso, pero fue insistente y tuvo mucha suerte. Se llevó una sorpresa cuando le dijeron que Corbett le había escrito una carta de disculpas. El año pasado, el recluso había ingresado en el programa obligatorio de asistencia para agresores sexuales y, como parte de su grupo de empatía con las víctimas, se le pidió que escribiera una nota a la persona a la que había agredido transmitiéndole su arrepentimiento. Por lo general, a las víctimas nunca les llegaban estas cartas porque no querían saber nada de sus agresores. Pero ahí estaba Laurel, tan desesperada por ver al suyo que estaba dispuesta a ir en persona a la cárcel. Y a leer cualquier cosa que le hubiera escrito.
«¿Por qué no?», pensó. Sabía mejor que nadie lo que había sucedido en Underhill. Puede que en esa carta el hombre le revelara algo acerca de su infancia: si alguna vez conoció a su padre; qué le había llevado, hacía ya siete años, a esa pista forestal; qué pintaba Bobbie Crocker allí.
Quizá, le dijo por teléfono al psicólogo de la prisión de Dan Corbett, su disposición a recibir esta carta ayudaría al hombre a recuperarse, a reinsertarse, a regresar al mundo algún día.
Por supuesto, no se creía estas palabras.
Es más, no quería que Dan Corbett volviera al mundo. Prefería que se quedase para siempre entre rejas.
Pero estaba dispuesta a decir lo que fuera para conseguir agilizar esa entrevista. Era lo más importante, ahora que el reloj corría cada vez más deprisa y que había más gente detrás de ella a cada instante.
El lunes por la tarde, Whit escuchó el ruido de una pequeña multitud reunida en el piso de enfrente. Era un poco antes de las tres. Abrió la puerta y se encontró a Talia charlando con un par de mujeres mayores en el recibidor.
– Hola, Whit -le saludo sarcástica-. ¿Me ayudas a disuadir a este par de encantadoras damas para que no saqueen mi piso?
Una de las mujeres clavó una afilada mirada en Whit, quien rápidamente le extendió la mano para saludarla. Talia se la presentó como una procuradora municipal llamada Chris. La segunda mujer, Katherine, era la jefa de Laurel en el albergue. Talia le explicó que las dos esperaban que Laurel hubiera dejado las fotos que sacó de los negativos de Bobbie Crocker en el apartamento.
– Ya les he dicho -explicó Talia- que es imposible que estén aquí. Hace sólo un par de horas que he ordenado el piso. Además, tras el numerito de Laurel del sábado, estoy casi segura de que las ha escondido en algún sitio. Les he dicho que pueden sonrojarse con las piezas de lencería que van a encontrar, pero que no esperen dar con las fotos.
– Talia, no queremos revolverte el piso -dijo Katherine-, y lo sabes. Pero ¿cómo puedes estar tan segura de que las fotos no están aquí? Las he visto y sé lo que estamos buscando.
– Yo también las he visto. Y me parece que estás más preocupada por esas fotos que por Laurel.
– Sabes que no es verdad. ¡Claro que estoy preocupada por Laurel! Todos lo estamos.
La procuradora asintió con gran seriedad y luego dijo:
– Pero esas fotos podrían generar una gran suma de dinero para BEDS. No podemos permitir que les pase algo. Por eso estamos aquí. ¿Y si Laurel…?
Esto fue demasiado para Whit.
– Y si Laurel, ¿qué?
La mujer giró la cabeza con los ojos abiertos como platos. Arqueó las cejas y puso cara de incredulidad.
– Parece que no se enteran -protestó Whit-: Laurel nunca le haría nada a esas fotos. Para ella son su vida.
Katherine posó su mano en los hombros del muchacho para calmarle. Whit tuvo que contenerse para no apartárselas.
– Quiero muchísimo a Laurel, para mí es como una hermana pequeña. De hecho, algún día espero que dirija el albergue. La escucho, la respeto y confío en ella. Pero ahora tiene problemas. Hay algo que no cuadra en esta precipitada huida a su casa. Al mismo tiempo, tengo a una mujer dispuesta a hacer una enorme donación al albergue si le entregamos las fotos. Dinero suficiente para tapar el agujero que vamos a tener en las subvenciones públicas este año. Lo que se dice un buen parche.