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– Quieres decir que lo único que tienes que hacer es entregar el trabajo de toda una vida -dijo Talia mordaz.

– En primer lugar, no es el trabajo de su vida. Son unos cientos de imágenes, como mucho. Es probable que Bobbie nos dejara entregarlas si supiera la cantidad de dinero que nos ofrecen por ellas. A Bobbie le encantaban los valores del albergue y nuestro trabajo. No le importaría contribuir a que nuestra asociación no se arruine.

– ¿Y Laurel? -preguntó Whit-. ¿Qué hay de todo el trabajo que ha realizado hasta ahora?

– No son sus fotos. No tiene derecho a quedárselas. Además… -Katherine se detuvo un momento, buscando las palabras adecuadas-. Además, si hubiera sabido que se iba a tomar todo esto… tan en serio, nunca se las habría entregado.

– De todos modos, ¿no te parece que esto es un asqueroso trueque? ¿Un precedente muy malo? -añadió Whit.

– Mira, así es como lo veo yo: por un lado, tengo una amiga que está perdiendo la cabeza por culpa de unas fotos que, seguramente, no deberían estar en su posesión, y por otro tengo a un donante que anda detrás de ellas. Cien mil dólares, ¡leches! Lo siento, Whit; lo siento, Taha, pero no hay mucho que pensar.

Talia se encogió de hombros y dejó a las dos mujeres entrar en el apartamento.

– Adelante -dijo-, pero no las vais a encontrar.

Y estaba en lo cierto.

Capítulo 28

Laurel nunca había visitado la prisión. Nunca había recorrido la larga carretera de dos carriles, flanqueada a ambos lados por campos de cultivo, que llevaba de la localidad de Saint Albans a la penitenciaría. Nunca se había fijado en que el alambre de espino de las vallas tenía injertadas cuchillas en forma de yunque porque, como era de esperar, nunca lo había observado de cerca. Vio que los bloques de hormigón de los edificios de la prisión estaban dispuestos como las puntas de una estrella. Había una cancha de baloncesto, con el suelo de asfalto, rodeada de alambradas incluso por encima. Contempló dos enormes huertos que se extendían al otro lado de los muros, uno de hortalizas de verano y otro de flores. El primero ocuparía fácilmente una hectárea. Con los frutos de las largas hileras de tomateras se podría llenar un camión. La mujer que iba al volante le dijo que los reclusos cultivaban suficientes hortalizas para dar de comer a la prisión entera durante el verano y el otoño, y reconoció que no tenía ni idea de lo que hacían con las flores. Trabajaba para el departamento de Atención a Víctimas de Crímenes y estaba acompañando a Laurel porque la trabajadora social de BEDS había solicitado ver a su «perpetrador».

Era el término que utilizaba la mujer, llamada Margot Ann: perpetrador.

No parecía dispuesta a dejar que Laurel fuera sola al encuentro de su perpetrador. Margot Ann era más alta todavía que Laurel, su cabello negro estaba empezando a encanecer y lo llevaba muy corto, lo que le confería cierto aire masculino. Era originaria de Jackson, en Misisipi. De ahí, le explicó, que sus padres le hubieran puesto un nombre compuesto. Había conocido a su marido, un vermontés de pura cepa, en el extranjero cuando los dos servían en la Guardia Nacional. Margot Ann entrenaba al equipo femenino de baloncesto del instituto de su barrio, aunque sólo tenía hijos varones. En invierno, se pasaba casi todo el tiempo haciendo snowboard. En el camino a Saint Albans, le contó casi toda su vida. Laurel pensó que lo hacía para que se sintiera cómoda y relajada. La víspera, habían realizado todo el trabajo preparatorio. En teoría -Margot Ann dijo que las teorías servían de poco en una audiencia aclaratoria como ésta-, verían a Dan Corbett durante una media hora. Laurel le haría las preguntas sobre su padre y su abuelo que le interesaban y él compartiría con ella la carta que le había escrito. Pero no iba a resultar fácil, ni logística ni emocionalmente. Laurel lo entendía. Ahora, arrullada por el soniquete de la cháchara de Margot Ann, se sentía extrañamente distendida en el asiento del copiloto del Corolla de la mujer, como si se encontrara agarrada a un flotador en su piscina de West Egg, como una niñita medio dentro y medio fuera del agua.

En la entrada de la prisión, Margot Ann y ella tuvieron que entregar sus llaves, bolígrafos y teléfonos móviles, además de sus frascos de spray de defensa -Laurel descubrió que Margot Ann también llevaba uno-. Las recibió el alcaide del centro y un funcionario que las iba a acompañar hasta la estancia donde tendría lugar la pequeña entrevista, pero que se quedaría fuera, esperando detrás de una puerta de cristal. Sólo habría cuatro personas presentes durante la audiencia: Margot Ann, el psicólogo de Dan Corbett, la víctima y… el perpetrador.

«Otra vez esa maldita palabreja», pensó Laurel mientras contemplaba el detector de metales en la pequeña sala de espera para las visitas. «Perpetrador.» Parecía un insulto, una de esas obscenidades que le habían dirigido Corbett y Russell Richard Hagen aquel día en la pista forestal.

Dentro de la prisión, Laurel descubrió que las miles de puertas metálicas del centro eran controladas por un funcionario armado que, desde su garita de paredes de hormigón y cristales a prueba de bala, podía ver los accesos de todo el recinto a través de los monitores del circuito cerrado de televisión de su cubículo. Desde ahí pulsaba los botones que accionaban los cerrojos de toda la prisión: «Puerta uno», «puerta dos», «puerta tres», «J» -se refería a la puerta del pabellón J, el reservado para los agresores sexuales-. Hacia allí se dirigían. Los violadores tenían su propia ala de la prisión porque el resto de reclusos los odiaban a muerte. El funcionario que acompañaba a Laurel y Margot Ann les explicó que, justo la semana anterior, había tenido que intervenir para detener una pelea que se había iniciado entre dos reclusos porque uno había acusado a otro de ser un violador.

El psicólogo al que iba a conocer se había pasado la víspera preparando a Dan Corbett para recibir a Laurel. Por lo visto, sus derechos también importaban.

Entraron en una estancia cuadrada con tabiques pintados de naranja y una solitaria ventana que daba a un pequeño y oscuro patio. Pegados a las paredes, había dibujos realizados por los reclusos -pollitos, niños y naves espaciales-. Laurel supuso que formarían parte de la terapia. En el centro de la habitación había cuatro sillas. Laurel se sentó en la que quedaba más cerca de la puerta. Dan Corbett se colocaría frente a ella, a un par de metros de distancia, al lado de su psicólogo. Margot Ann se sentaría al lado de Laurel. Un funcionario los estaría observando tras la puerta de cristal.

Laurel había traído una selección de fotos y, mientras esperaba a que escoltaran al recluso hasta la estancia, se dedicó a ordenarlas y a colocar las más importantes sobre su regazo: el antiguo retrato de Bobbie y Pamela, las fotos de la mansión de East Egg que Bobbie sacó años más tarde, una de la casa de Gatsby y el par de imágenes en las que salía ella en la pista forestal de Underhill.

No tenía claro en qué orden iba a enseñárselas. Dependía de si este recluso era el hijo de Bobbie, o de si este honor correspondía al asesino preso en Montana. Margot Ann le recordó que Dan Corbett no representaría ninguna amenaza para su integridad física, pero que no debía sorprenderse si todavía se comportaba como una víbora a nivel psicológico. Llevaba un año y medio en tratamiento, le dijo Margot Ann, pero todavía podía revolverse contra ella repentinamente. Aunque evitarían que la tocara, Corbett podría decir cosas hirientes y dolorosas antes de que lo hicieran callar. De todos modos, esperaba que no llegase a este punto. A fin de cuentas, le había escrito una carta relatándole su arrepentimiento. Pero Laurel no debía perder de vista lo que le había hecho hacía siete años.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Margot Ann, a modo de conclusión.