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– Nunca se lo contaste a la Policía.

– No preguntaron -dijo y, por primera vez, Laurel percibió un ligero deje de maldad en su voz-.Además, tampoco iba a regalarles otro testigo, no tendría mucho sentido. Y Hagen tampoco estaba por la labor.

Laurel bajó la vista a las fotos que tenía en su regazo y le pasó la imagen en la que aparecía la propiedad de los Buchanan en East Egg.

– ¿Reconoces esta casa?

– No.

– Pero sabes que tu padre sacó esta foto, ¿verdad?

– Supongo, pero con Bobbie nunca se sabe.

– ¿Alguna vez viste a tu abuelo?

– Pues claro. Conocía a los dos.

Laurel se reclinó sobre el respaldo de la silla.

– Háblame de ellos, por favor.

– ¿Qué quieres saber?

– Todo lo que puedas recordar.

– Bueno, vamos a ver: el padre de mi mami era músico de jazz. Tocaba la trompeta y vivía en el Bronx.

– ¿Y el padre de tu padre?

– ¿Te refieres al padre del hombre que me crio, el tipo con el que se casó mi madre? ¿O al padre de Bobbie?

– Al de Bobbie.

– Me lo suponía.

– Por favor -le rogó Laurel.

– El padre de Bobbie vivió en Long Island.

– Aja.

– Era revisor en los ferrocarriles de Long Island y…

– ¿Revisor?

– Sí, revisor. Ya sabes, ésos que cobran en los trenes. Su madre era profesora de escuela, de primaria, o secundaria, no sé. Bobbie a veces iba a sacar fotos de las estaciones de tren por allí, en Long Island. Supongo que en honor a su viejo. Y también sacaba fotos de las bonitas casas que hay. La verdad es que vi a los padres de Bobbie más que a los de mi madre. Y más que a los padres del hombre con el que se casó mi madre.

Antes de acudir a la entrevista, Laurel había barajado la posibilidad de que Corbett no tuviera ni idea de quiénes eran los padres de Bobbie. Del mismo modo, se imaginó que podría saber que su abuela era Daisy Fay Buchanan y creer, equivocadamente, que su abuelo era Tom. Pero en ningún caso se planteó la posibilidad de que estuviera tan mal informado, tan equivocado.

– ¿Un revisor de tren? -preguntó-, ¿y una maestra? ¿Por qué piensas eso?

– Porque eso es lo que eran, señorita. De niño pasé mucho tiempo con ellos. Hubo una época en la que mi madre pensaba que podría cargar con el loco de Bobbie mejor que sus propios padres, sobre todo después de que Bobbie se la metiera hasta el fondo y la dejara bien preñada…

– Dan, recuerda que estás hablando de tu madre -dijo Brian.

– Mi madre no era muy diferente de…

– Ándate con ojo -advirtió Brian al recluso-. Recuerda…

Corbett levantó los brazos en un gesto de resignación.

– Vale, vale, ya lo pillo.

– ¿Tu madre sigue viva? -preguntó Laurel.

– No, murió hace mucho.

– ¿Tienes hermanos carnales?

– Qué bien suena esa palabra… -dijo Corbett-. Carnales, carnales. Permítame que le pregunte, señorita Estabrook, ¿tiene usted hermanos carnales?

Margot Ann se giró hacia Laurel y la miró directamente a los ojos.

– ¿Quieres que nos marchemos, Laurel?

– No -contestó ella, y luego repitió la pregunta a Corbett-: ¿Tienes hermanos o hermanas de tu padre?

– No.

– El apellido Buchanan, ¿te suena de algo?

– No.

– ¿Y el nombre Daisy?

– ¿La novia del pato Donald?

– No, tu abuela.

– Mis abuelas no se llamaban como una pata. Una se llamaba Alice y la otra Cecilia. Si te refieres a la madre de Bobbie, la maestra, era Alice.

– No -protestó Laurel-. Se llamaba Daisy y estaba casada con Tom Buchanan. La foto que te he enseñado es de su casa. En 1922, en verano, tuvo un romance con un contrabandista de licores llamado Jay Gatsby. Gatsby era…

– ¿Como en la novela? -intervino Brian.

Laurel se dio cuenta de que los tres la observaban atentamente.

– Gatsby era el abuelo de Dan Corbett, el padre de Bobbie Crocker. ¡Bobbie era hijo de Jay Gatsby!

¿Había levantado la voz? Esperaba no haberlo hecho. Pero el intercambio había sucedido muy rápido y no estaba preparada para los tercos desmentidos de este recluso, ni para su extraña invención. ¿Un revisor y una maestra? Sólo podía imaginarse que se había inventado esta historia para atormentarla y torturarla aún más.

De nuevo esa voz, su voz, como un recuerdo: almeja en su jugo.

– ¿Laurel?

Se giró. Era Margot Ann quien se dirigía a ella. La estancia permanecía en silencio. El único sonido que podía escuchar era el martilleo de su cabeza.

– ¿Laurel? -dijo de nuevo Margot Ann.

– ¿Sí?

– ¿Te apetece que hagamos una pausa? El señor Corbett se quedará aquí, pero nosotras podemos salir.

Oyó que alguien se sorbía la nariz en la estancia, y se dio cuenta de que era ella.

– ¿Todavía puedo escuchar la carta? -preguntó.

– ¿Todavía? Por supuesto -dijo Margot Ann-. Si es lo que quieres.

Corbett apartó la vista y la fijó en el reloj de la pared. Brian, con las manos entrelazadas, jugueteaba con las puntas de sus dedos. El recluso miró a su psicólogo -un perro bien entrenado, pensó Laurel- y luego en dirección a ella.

– ¿La leo en voz alta? -preguntó.

– Como hicimos durante la terapia. Como hiciste conmigo -dijo Brian. Después, dirigiéndose a Laurel, añadió-: Está empezando a ser responsable de sus actos.

A Laurel le pareció que estaba hablando de un niño malcriado.

Margot Ann volvió a preguntarle si de verdad quería escucharlo y Laurel, sin ser muy consciente de lo que hacía, contestó que sí… sí… sí. Le costaba creerlo, pero tenía la sensación de haber repetido la respuesta tres veces.

Entonces, justo después de eso, Corbett empezó a leer. Su voz sonaba aduladora y condescendiente al mismo tiempo. Laurel pensó que el recluso pretendía burlarse de ella a la vez que se ganaba la aprobación de su psicólogo. Sabía que era una tarea imposible y supuso que, si no lograba un equilibrio entre ambos objetivos, optaría por el primero e intentaría herirla con sus palabras. Quizá habría llegado su momento de activación.

– Querida señorita Estabrook -comenzó, mientras sostenía el folio ante él con ambas manos, como si se tratara de una novela-: Le escribo estas líneas para decirle que siento mucho lo que Russ Hagen y yo le hicimos hace siete años. Yo estaba drogado, pero sé que no es una excusa. Me marché de casa siendo muy joven, pero tampoco es una excusa. Como tampoco lo es el tiempo que pasé vagabundeando por ahí. Tengo que admitir toda la responsabilidad por lo que hice. Admitir la responsabilidad de haberle hecho daño, violado, sodomizado, mutilado… Son palabras tan crueles que me resulta difícil escribirlas. Pero dicen que la verdad libera, por eso no voy a cortarme. Aunque no me acuerdo de todo, recuerdo lo suficiente y, además, sé lo que se descubrió durante el juicio. Todo es cierto, y lo sé. En primer lugar, siento haberle roto la cadera, los dedos y el pie. Siento haberla sujetado en el suelo mientras Russ la violaba por todas partes. Y siento haberla violado yo también. Siento haberla forzado a tener sexo oral con nosotros. Pero lo que más siento es haberla sujetado por los brazos mientras Russ Hagen la cortaba como un salvaje. No creo que tuviera intención de sacarle el corazón, como tampoco me lo pareció entonces. Pero sé que tenía miedo de que pudiera reconocernos más adelante, por eso creo que una parte de mí deseaba que Russ la matara cuando le cortó el pecho. Cuando nos marchamos, usted estaba sangrando mucho, así que pensé que se moriría en el bosque. Pero me alegré, igual que me alegro ahora, de que siguiera viva cuando esos ciclistas la encontraron. Siento que haya perdido un pecho, y lo de las otras cicatrices. Ojalá pudiera compensarle por lo que hice. Me gustaría ser capaz de volver atrás en el tiempo y no hacerle esas cosas horribles. Pero no puedo. Por eso, lo único que puedo hacer, señorita Estabrook, es decirle que lo siento. Atentamente, Dan Corbett. Posdata: Prometo que nunca volveré a hacerle algo así a nadie.