Cuando terminó, miró a Brian y preguntó:
– ¿Se la doy?
– No te levantes. Ya se la entregaremos nosotros después -dijo el psicólogo.
A su lado, Margot Ann tenía los ojos cerrados. Laurel se dio cuenta de que la mujer estaba conteniendo las lágrimas. Brian miraba al suelo. De nuevo empezaron las palpitaciones en su cabeza y notó que comenzaba a sudar. Se sintió extraña e inexplicablemente desnuda. Se preguntaba por qué habían permitido que este recluso se inventara tantas cosas en lo que se supone que era una carta de disculpas.
PACIENTE 29873
… me mostró un ejemplar en rústica de El gran Gatsby, una edición con la portada de color azul oscuro en la que aparece el rostro de una mujer con unas ninfas en las pupilas de los ojos. Sigue negando que se trate de una novela de ficción, y lo define como unas memorias, una historia real. No hay reacción cuando se le muestran los créditos del libro en los que aparece el nombre del autor, la fecha de publicación, la declaración de que los personajes son ficticios, etcétera.
Con anterioridad, nos hemos referido al problema de diagnóstico. Al estudiar los estresores que precedieron al episodio (aún por definir), nos encontramos con unas fotografías de una joven montando en bicicleta en un camino. Formaban parte de la colección que, por lo visto, se sacó cerca del lugar donde hace siete años tuvo lugar la violación y la mutilación. Por el momento, no podemos determinar si estas fotos precipitaron la alucinación, al hallarse entre ellas imágenes del club de natación de su infancia, lo que podría haber sugerido a la paciente conexiones biográficas o incluso kármicas.
Fragmento de las notas de Kenneth Pierce,
psiquiatra a cargo,
Hospital Público de Vermont,
Waterbury, Vermont.
Capítulo 29
Pamela nunca le contó a nadie lo que había visto, ni tan siquiera a su abogado y confidente T.J. Leckbruge. En parte porque a veces dudaba y se preguntaba si realmente lo había visto. Podría tratarse de un falso recuerdo pergeñado por su imaginación. Sin embargo, era muy intenso y vivo, y estaba grabado como una película en su memoria.
Una tarde especialmente calurosa de verano, James Gatz estaba de visita en la casa de sus padres. Su niñera, una joven irlandesa con el pelo más colorado que la tinta de un rotulador rojo, se disponía a bajar con ella a la bahía para refrescar un poco las rechonchas piernecitas de su pupila en las aguas. Tom Buchanan había salido a pasar el día fuera. Gatz llevaba un traje de un blanco tan inmaculado como el vestidito de Pamela, y estaba sentado enfrente de su madre con las piernas cruzadas. Daisy Buchanan se encontraba tumbada lánguidamente en el sofá, como si fuera una modelo a punto de ser retratada. Los dos tenían unas bebidas en unas copas altas que descansaban en la mesita de café, pero los hielos hacía tiempo que se habían derretido y gotitas de la condensación corrían por los bordes y formaban charquitos en el posavasos. Daisy parecía especialmente tensa. Su cuerpo se fundía en los cojines del sofá.
La niñera posó a Pamela en el agua, sujetándola por los bracitos mientras sacaba y metía el cuerpecito de la niña en las olas, sumergiéndola primero hasta la cintura y luego hasta los hombros. Había tanta humedad que hasta el agua de la bahía le pareció a Pamela un baño templado. Ni ella ni la niñera se sintieron especialmente refrescadas por el chapuzón. Además, decidieron no traer su barquito ni su foca de juguete porque no habían pensado meterse del todo en el mar ni darse un gran baño. Por eso, la niña no tardó en aburrirse.
Por fortuna, la muchacha había traído una barra de pan del día anterior y lo desmigó para que Pamela diera de comer a las gaviotas que se veían desde la casa. Había una docena de aves, puede que más. Descendieron hacia los tobillos de la niña, que al principio se asustó un poco, pero en cuanto comprendió que lo único que los interesaba era el pan, disfrutó mucho, sintiéndose como una artista del circo con un montón de animales amaestrados a su alrededor.
Pero el pan se acabó y Pamela volvió a ser consciente del agobiante calor de la tarde. Más adelante, cuando regresaron a casa, se enteró de que el pan apenas había durado cinco minutos.
Entraron por la sala de estar, una de las muchas habitaciones que daban a la bahía, colándose por las puertas acristaladas que estaban medio abiertas. Las dos tenían mucho calor y estaban agotadas. Probablemente se encontraban más a disgusto que antes, porque habían recorrido el largo paseo por la colina para subir hasta la casa bajo un sol de justicia. No intercambiaron palabra desde que salieron del agua, y atravesaron la terraza en silencio.
Una vez en la sala de estar, Pamela se fijó en que Gatz ya no estaba en la silla. Ahora se encontraba en el sofá, encima de su madre, apartando su cabeza de la de la mujer como si hubieran estado… contándose secretitos. Así de cerca había estado su rostro del de Daisy. De repente, su madre se incorporó para quedar sentada junto a Gatz, en lugar de tumbada debajo de él. Los delicados tirantes de su vestido colgaban a la altura de sus codos en lugar de estar sobre sus hombros. Parecía más sonrojada que antes de que se marcharan. Tímidamente, intentaba ajustarse la ropa mientras -Pamela se preguntaba si su memoria no habría exagerado un poco los detalles al llegar a esta parte- cubría su pecho desnudo con el brazo.
A veces, esta imagen le resultaba borrosa, como si sólo hubiera sido un sueño que se hubiera inventado en su adolescencia. Sin embargo, en otras ocasiones la veía con tanta nitidez que le parecía que estuviera ocurriendo en ese preciso instante. Finalmente, empezó a recordar -o, mejor dicho, a imaginar- que había visto la mano de James Gatz emergiendo de debajo del vestido de su madre. En la universidad, cuando pensaba en aquella tarde, empezó a conjeturar que su medio hermano había sido concebido aquel mismo día. Era posible. La niñera se la llevó a toda prisa a echarse la siesta, y su padre no regresó a casa hasta después de la cena.
¿Y la niñera? Muy poco tiempo después de aquello la cambiaron por otra. Esto, lo sabía Pamela, era una realidad que no estaba sujeta a la fragilidad y los caprichos de la memoria. Aquella niñera desapareció por completo de su vida.
Marissa intentaba hacer sus deberes en el dormitorio, pero Cindy estaba viendo la tele en el salón con su tía y el piso de su padre no era demasiado grande. Era el tercer día consecutivo que su tía se quedaba con ellas. A Marissa le resultó dolorosamente evidente que la mujer se había pasado demasiado tiempo en conciertos de rock cuando era joven, porque estaba peor del oído que su abuelo. Como si fuera una coreografía de ballet, su hermana -todavía molida por haberse caído del columpio- saltaba del sofá para bajar el volumen de la película que estaban viendo, pero cuando su tía volvía de traer algo de la cocina, lo subía de nuevo. La tele estaba lo suficientemente alta como para ahogar el sonido de un reactor supersónico.
Además, Marissa seguía enfadada porque Laurel no le hubiera sacado las fotos el lunes. También estaba preocupada, porque sentía que algo extraño sucedía entre su padre y su novia. No estaba segura de qué era lo que pasaba, pero suponía que había algo detrás del enfado de su padre porque Laurel se había marchado sin avisar a casa de su familia en Long Island. Tenía la sensación de que había algo más que su padre no le quería contar, y que tenía algo que ver con aquello de lo que estuvieron hablando su padre y esa mujer que se llamaba Katherine el sábado pasado. Pensó que era muy posible que su padre estuviera a punto de romper con Laurel. No le parecía justo, pero cuando su padre pasó a recogerla al día siguiente por el colegio parecía más enfadado que preocupado. Se diría que no creía que la madre de Laurel estuviera enferma. Era como si pensara que Laurel estaba loca y no quisiera volver a verla cerca de sus hijas.