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Bueno, si Laurel de verdad estaba mal de la cabeza, esto tendría sentido. Pero Laurel no lo estaba. Sólo había pasado por demasiadas cosas. Era una pena que nadie, incluido su padre, fuera capaz de entenderlo.

Margot Ann le preguntó a Laurel si se sentía capaz de volver al trabajo tras la terrible y agotadora experiencia de la audiencia aclaratoria. Estaban en el aparcamiento de la prisión, con la valla y los rollos de alambre de espino por encima de la cabeza de Margot Ann.

– No -contestó Laurel-. Creo que voy a irme a casa.

– Pues sí. Mejor tómate el resto del día libre.

Laurel le ofreció una lánguida sonrisa, esperando transmitir agotamiento emocional. Pero lo cierto es que no estaba cansada. Se sentía confusa, pero cargada de energía. No quería engañar a Margot Ann, pero creía que no le quedaba más remedio. Su plan era que la mujer la dejara en el aparcamiento de Burlington donde la había recogido esa mañana, pero luego no tenía intención de regresar a su apartamento en el barrio alto. Cuando dijo «irme a casa», se refería en esta ocasión a West Egg. Si Bobbie no le había dado a su hijo la siguiente pista, entonces tendría que fiarse de una corazonada que no había parado de sentir desde que el domingo se despidió de Shem Wolfe en la cafetería de Serena. Quizá ella misma fuera la clave para la prueba definitiva. La última evidencia. Quizá no hubiera sido una casualidad que las fotos de Bobbie hubieran terminado en sus manos tras la muerte del hombre. ¿Acaso no la había fotografiado aquel día, hacía siete años, en la pista forestal de Underhill? ¿No le había pedido Katherine que investigara las imágenes que el hombre dejó?

Ella era una pieza clave del rompecabezas de Bobbie Crocker. Por lo visto, el hombre había comprendido que la muchacha se pasó las tardes de verano de su infancia tirada a la sombra de los árboles del jardín de la antigua mansión de Jay Gatsby. La casa de su padre. Laurel había nadado en una piscina que, aunque no era la de Gatsby, estaba construida en el mismo terreno en el que había estado la del padre de Bobbie.

Quizá Bobbie la había elegido porque era consciente de que ella era la única persona capaz de comprender tanto su vida como su obra.

Por eso, iba a regresar de nuevo a la ciudad de su infancia. Porque si fuera Bobbie Crocker y quisiera dejar una prueba de quién era su padre, la dejaría allí. Donde Gatsby vivió y, también, murió.

Laurel pasó la noche en su casa de West Egg. Escuchó los mensajes que Talia, Katherine y David habían grabado en el contestador de su madre para saber cómo estaba y comprobar la veracidad de las notas que les había dejado.

Esa noche durmió poco porque, en su camino a casa, había hecho una parada en el club de campo de West Egg, donde llegó justo después de que hubieran cerrado el salón comedor. Contempló las fotos de las paredes, entre las que se encontraban esas en blanco y negro de los espectáculos que Gatsby llamaba fiestas. Mientras los camareros recogían las últimas mesas y de la cocina llegaban los sonidos metálicos de las cazuelas al golpear contra las paredes del fregadero -con el vapor del agua caliente colándose como una bruma por debajo de las puertas batientes de la cocina-, Laurel recorrió el comedor y el pasillo que conducía al recibidor y a la librería. Estudió con detenimiento las imágenes de la piscina original, intentando figurarse dónde había estado Gatsby exactamente cuando le dispararon, y en qué lugar de la piscina olímpica actual habría estado la piscinita en la que cayó su cadáver. Se fijó en que en las viejas fotos no había manzanos y recordó una historia que le contaron de pequeña: un extraño donante anónimo había entregado los árboles al club. Luego, los árboles aparecían en las imágenes de Bobbie, incluida una foto de un manzano con una montañita de frutas a sus pies.

Ésa era, se dio cuenta con la emoción más cercana a la euforia que era capaz de sentir en sus actuales circunstancias, la pista, el símbolo, el tótem.

Cuando se metió en la cama era medianoche y sus planes para el día siguiente resonaban en su cabeza como el barullo en un teatro momentos antes de que se levante el telón. Estudió la foto del árbol y la pirámide de manzanas hasta que supo exactamente dónde iba a terminar su búsqueda.

Se levantó antes del alba, se dirigió al garaje para coger la pala que su padre utilizaba para quitar la nieve alrededor de la casa y la azadilla de jardinería de su madre, y regresó al club de campo. Aparcó en la plaza más cercana a la torre de estilo normando. Permaneció unos instantes en el coche porque, otra vez, estaba llorando y no sabía si se debía al agotamiento o a la tristeza que le producía la historia de ese indigente que de niño descubrió lo insensibles y crueles que pueden llegar a ser los adultos, tan propensos al engaño, la mentira y el desprecio.

Escuchó el canto de los pájaros y reunió fuerzas. Contempló el cielo iluminándose por el este, haciendo más visibles las rugosas piedras de la estructura del edificio. Un poco antes de las seis, se bajó de su Honda y comenzó a caminar hacia los manzanos. Apoyó la pala contra el tronco junto al que tenía pensado cavar. Ahora, todos los árboles estaban mucho más altos y gruesos, llenos de grandes ramas. Al menos uno -o puede que dos- de los que aparecían en la foto de Bobbie habían sido talados. Pero no resultaba difícil adivinar dónde había estado la pirámide de manzanas y por qué Bobbie había hecho ese montículo de frutas allí. Ese árbol se encontraba en medio de un grupito de tres que habían sido plantados cerca de donde había estado anteriormente el lado norte de la piscina original. La nueva piscina, con toda seguridad tres veces más grande que la de Gatsby, había sido construida sobre la primera, pero ocupó más terreno. La original quedaría justo donde se encontraba la zona de cuatro metros de profundidad, y ese árbol se encontraba lo más cerca posible del lugar en el que el padre de Bobbie murió.

El sol todavía no había aparecido cuando Laurel clavó por primera vez la pala en la tierra, pero ya era más de día que de noche. Llevaba un buen rato sentada en el coche, así que le sentó bien incorporarse. Tomó la pala y, haciendo fuerza con el pie, la hincó en el suelo -sintiendo el frío mango de madera en sus dedos y el cortante filo de la herramienta contra el empeine- y la apretó contra la tierra. Atravesando la hierba y las raíces, penetró en el suelo. Amontonó los trozos de césped arrancados en una pila a su derecha, y luego la tierra. A veces, se ponía de rodillas y escarbaba con sus manos desnudas, queriendo asegurarse de que no se le pasase algo pequeño pero importante, como un relicario, un reloj con unas iniciales… Sabía que estaba siendo demasiado meticulosa con esto, pues Bobbie no le había dado razones para creer que lo que iba a encontrar fuese una joya- Llevaba cerca de media hora cavando y empezaba a preocuparse ante la posibilidad de que, de un momento a otro, se presentase un golfista tempranero o algún miembro del personal de mantenimiento para recoger las hojas que flotaban en la superficie de la piscina y comprobar los niveles de cloro en el agua Entonces, oyó que la pala chocaba contra algo sólido, pero no tan duro como para ser una piedra. También le pareció escuchar un eco apagado con el golpe. El hoyo era ya tan profundo que, para alcanzar el fondo tenía que tumbarse al borde, meter la mitad del cuerpo en el agujero y estirar los brazos. Apartó la tierra que rodeaba el objeto y con sus uñas arañó la parte que sobresalía. Desenterró un borde y luego otro. Tomó la azadilla y, con cuidado pero con prisas, escarbó a ambos lados del objeto. Por fin, palpó un cierre y una bisagra. Con ambas manos, consiguió arrancar de la tierra el joyero de madera con espejitos incrustados en la tapa.