No sabía casi nada de maderas, pero cuando lo limpió un poco supuso que era cerezo. Sus padres -ahora sólo su madre- dormían en una cama con un cabecero de esa madera, y tenía el mismo color que este joyero. Con mucho cuidado, apretó con la uña el cierre de la caja con el corazón acelerado, ajena al sudor que estaba convirtiendo la tierra que manchaba sus mejillas y su frente en barro. Estaba lleno de grava y óxido, pero por fin consiguió abrirlo y levantar la tapa. En un principio se sintió decepcionada. Esperaba encontrar la foto con la inscripción que Jay le regaló a Daisy en Louisville, cuando todavía eran dos jóvenes enamorados y sus vidas no habían comenzado a deshacerse. Pero no. En su lugar había un sobre que en el pasado fue beige pero que ahora era marrón. Cuando le dio la vuelta vio el solitario nombre de «Daisy» escrito con caligrafía masculina en el anverso. Al abrirlo, se fijó en que en el reverso aparecía grabada en relieve la letra G. Dentro había una fotografía de Daisy y Gatsby tomada aquel verano de 1922. Estaban sentados en las escaleras de piedra que llevaban de su casa a la piscina, a unos treinta metros del lugar en el que Laurel se encontraba arrodillada en ese mismo momento. Daisy llevaba un vestido negro de corte imperio, sin mangas y con tirantes de perlas, y unos pendientes con forma de margarita. Él vestía esmoquin y tenía la pajarita un poco torcida. El brazo de Daisy estaba cogido por el suyo, y la mujer ladeaba la cabeza hacia él pero sin apoyarla en su hombro. En la imagen, aparecían un poco acalorados, como si hubieran estado bailando. Sonreían. No, pensó Laurel, era algo más que una simple sonrisa. Estaban radiantes. Era de noche, pero sus sonrisas habrían bastado para iluminar la tierra.
Doblada junto a la foto, había una carta escrita con la misma letra que aparecía en el sobre.
Mi querida Daisy:
No puedo hacerme a la idea de lo que sientes, pero tienes que entender que su muerte no fue culpa tuya ¡Se tiró encima del coche! Nadie habría podido frenar a tiempo. Nadie.
Recuerda: Si alguien te pregunta, di que era yo quien iba al volante. Yo sé cuidarme y cómo protegernos a los dos. Este terrible disgusto se pasará pronto y volveremos a estar bien y juntos.
Anoche observé tu casa y esperé. Esperé toda la noche. Me quedé en vela imaginando nuestro futuro juntos. Un futuro en el que nadie te amenazará ni tendrás que preguntarte dónde está tu marido. No tenemos que quedarnos aquí y lo sabes. Podemos instalarnos en Louisville si tú prefieres. O en Boston, o en París, o en Londres. A mí me da lo mismo. Mientras estemos juntos, seré feliz en cualquier sitio.
¿Puedes verlo? Yo sí puedo vernos. Tú y yo, la peque Pamela y un niño. Sí. Un hermanito para tu dulce hija. Lo llamaremos Robert, como tu padre. Esa será nuestra familia, un niño, una niña y la madre más encantadora y adorable del mundo. Nosotros. Yo seré el esposo que te mereces y el mejor padre para nuestros hijos.
Eso es lo que vi anoche mientras montaba guardia fuera de tu casa.
Todo saldrá bien, ya lo verás. Todo saldrá bien.
Hoy estaré todo el día en casa. Avísame cuando pueda pasar a buscarte.
Con amor,
Jay
Sabía que tenía que rellenar el agujero, pero estaba agotada y sofocada. Al incorporarse, se mareó. Además, ya eran casi las siete y media. A lo lejos, se oía el sonido de hierros y maderas golpeando las bolas en el primer hoyo desde hacía casi media hora. Desde que empezó a cavar, había visto seis o siete vehículos llegar al aparcamiento. Así que, con el joyero bajo un brazo y la pala y la azadilla bajo el otro, regresó a su coche, donde los corazones de manzana y las latas de Red Bull se amontonaban en el asiento del acompañante.
Mientras veía alejarse por el retrovisor de su Honda la antigua casa de Gatsby con sus antaño extensos jardines, convertidos hoy en una aséptica pradera de calles y greens, Laurel comenzó su largo viaje de regreso a Vermont. Otras siete horas de carretera. Al principio, condujo paralela al estrecho, con los últimos vestigios de bruma azulada levantándose de las aguas, antes de virar hacia las largas calles llenas de carteles de plástico y luces de neón que unían West Egg con la autopista. Una vez en la vía rápida, dejó atrás los poco ambiciosos parques empresariales construidos sobre los montones de ceniza y los restos de una exposición universal. Dejó atrás el unisferio y los esqueletos de lo que en un tiempo fueron grandiosos pabellones: el detrito visible de las aspiraciones irrealizadas de una era. ¿No veía ella a diario los deshechos y las víctimas que arroja un mundo que no para de girar? Sus ojos apenas estaban abiertos por una delgada línea y tenía la cabeza cargada de visiones y sueños. Se mantenía despierta pensando en que, cuando compartiera su descubrimiento con la gente, podría confirmar su historia -la suya, y la de Bobbie- ante aquellos que no la habían creído. Además, en su mente brotaba la conciencia de que su pasado formaba parte de su futuro. Siempre había sido así. Para lo bueno o para lo malo, era algo ineludible.
Llegó a su piso a media tarde. Cuando entró dando tumbos en el portal, cargada con la caja de madera y el archivador con las fotos de Bobbie, pensó que tenía fiebre.
Al abrir la puerta, se encontró con un grupito de gente entre los que había algunas de las personas más importantes de su vida: sentadas en el sofá, estaban su compañera de piso, que la miraba con desesperación, y su madre -parece ser que la habían hecho venir desde Italia- vestida con un jersey negro en lugar de con sus habituales camisetas ajustadas; Whit, en la silla del ordenador, presentaba un desacostumbrado aspecto desaliñado y agotado. Vio a Katherine en el taburete del balcón con el teléfono móvil pegado a la oreja. No vio a David, y se preguntó por un instante dónde estaría, pero no por mucho tiempo porque su atención se desvió hacia otro hombre que paseaba por la salita y la cocina. En un principio, le costó identificarlo. Le conocía de algo, o por lo menos eso le parecía.
Entonces, de repente, lo recordó. No lo reconoció al momento, a pesar de las horas y horas que habían pasado juntos desde que estuvieron a punto de asesinarla en una pista forestal en Vermont, porque siempre lo había visto en el entorno de su consulta.
Era su psiquiatra, el doctor Pierce.
PACIENTE 29873
Diagnóstico: Trastorno bipolar tipo I, episodio maníaco agudo con rasgos psicóticos y trastorno de estrés postraumático (TEPT).