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La señora Prudencia Linero lo pensó un instante, y el cura la vio sonreír por primera vez.

– ¡Ave María Purísima! -dijo-. Me bastaría con verlo. -Y agregó con un suspiro que pareció salirle del alma-: ¡Ha sido el sueño de mi vida!

En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no sólo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó buena suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.

Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sorprendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadido las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enloquecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías.

El ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de catástrofe. Perdió el rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.

Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llegado, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, porque había una muchedumbre de curiosos mantenidos a raya por una patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente al edificio de su hotel.

Empinada por encima del hombro de los curiosos, la señora Prudencia Linero volvió a ver entonces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de guerra.

Aturdida por tantos estupores, la señora Prudencia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idiomas herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e iluminado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodillas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.

– Todos están muertos -le dijo a la señora Prudencia Linero en castellano-. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, imagínese!

Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada infranqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso de las almas de los diecisiete ingleses envenenados.

Abril 1980.

TRAMONTANA

Lo vi una sola vez en Boeccio, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos, de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamas a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa.

– Es nuestro -gritó-. Nos lo encontramos en el cajón de la basura.

Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los suecos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que sembraban ideas desaforadas en el corazón.

Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y también el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma muy bien puesta para conducir a más de cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Mediterráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían respetado la armonía original. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera de enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que durante tres meses les disputaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño, que eran las épocas en que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura.

Hace unos quince años yo era uno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta, con el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entró poco después con una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de mi postración.

– Es la tramontana -me dijo-. Antes de una hora estará aquí.

Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón impermeable, la gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En sus horas libres jugaba a la petanca en la plaza con veteranos de varias guerras perdidas, y tomaba aperitivos con los turistas en las tabernas de la playa, pues tenía la virtud de hacerse entender en cualquier lengua con su catalán de artillero. Se preciaba de conocer todos los puertos del planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. «Ni París de Francia con ser lo que es», decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.