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Royce levantó la mirada. Sus ojos estaban muy lejos.

– ¿Estabas con él cuando murió?

Minerva asintió.

El duque bajó la mirada, y giró la pluma entre sus dedos.

– ¿Dijo algo?

– Estuvo inconsciente casi hasta el final. Entonces despertó, y preguntó por ti.

– ¿Por mí? -Levantó la mirada. -¿No por mis hermanas?

– No… parecía haberlo olvidado. Pensaba que estabas aquí, en Wolverstone. Yo le dije que no estabas. Murió totalmente en paz… si hubo algún dolor, fue antes de que lo encontráramos.

Royce asintió, sin mirarla a los ojos.

– Gracias -Después de un momento, preguntó: -¿Se lo has contado a los demás?

Ella sabía a quién se refería… a los hijos ilegítimos de su padre.

– Las mujeres están en una u otra de las propiedades, así que les envié cartas ayer. Excepto a O'Loughlin, a quien le envié una nota, los hombres están en paradero desconocido… Les escribiré cuando conozcamos el legado, y tú puedes firmar las cartas -Lo miró. -O podría hacerlo Handley, si lo deseas.

– No. Me gustaría que tú te ocuparas de eso. Tú los conoces… Handley no. Pero déjame a O'Loughlin a mí. No quiero asustar a la oveja perdida.

Ella se levantó.

– No se asustaría, ¿no?

– Lo haría, aunque solo fuera por ganarse mi atención. Yo me ocuparé de él.

– Muy bien. Si no me necesitas para nada más, comenzaré a preparar el funeral, para que cuando lleguen tus hermanas podamos proceder sin dilación.

Royce asintió con brusquedad.

– Dios lo quiera.

El duque escuchó un débil chasquido de lengua mientras ella se dirigía a la puerta. Entonces se marchó, y él pudo, por fin, concentrarse en coger las riendas del ducado.

Pasó las siguientes dos horas repasando las listas de Minerva y las notas que había tomado, y después escribió cartas… breves, apuntes que iban directamente al grano; ya estaba echando de menos a Handley.

Jeffers demostró ser inapreciable, ya que conocía la ruta más rápida para mandar sus comunicaciones a cada uno de sus destinatarios; parecía que necesitaba un lacayo personal, después de todo. A través de Jeffers dispuso una reunión con el administrador de Wolverstone, Falwell, y con Kelso, el agente, a la mañana siguiente; ambos vivían en Harbottle, de modo que tenían que ser llamados.

Después de eso… Una vez que Jeffers se hubo marchado con la última de sus cartas, Royce se detuvo frente a la ventana junto al escritorio, que daba al norte, hacia los Cheviots y la frontera. El desfiladero a través del que corría el Coquet era visible de vez en cuando a través de los árboles. Su cauce había sido cortado en la orilla al norte del castillo, para dirigir el agua hasta el molino del castillo, cuyo tejado de pizarra era lo único visible desde el estudio. Después del molino, el cauce se ampliaba en una corriente ornamental, una serie de estanques y lagos que aminoraban la velocidad del torrente hasta que este se derramaba tranquilamente en el enorme lago artificial al sur del castillo.

Royce siguió la línea del riachuelo, con la mirada fija en el último estanque antes de que la vista quedara cortada por el ala norte del castillo. En su mente, continuó a lo largo de la orilla, hasta donde el río alcanzaba el lago, y después más allá, alrededor de la orilla oeste… Hasta donde la casa del hielo se levantaba junto al agua en un bosquecillo de sauces llorones.

Se quedó allí un rato más, sintiendo más que pensando. Entonces, aceptando lo inevitable, caminó hasta la puerta. Salió y miró a Jeffers.

– Voy a dar un paseo. Si la señorita Chesterton pregunta por mí, dile que la veré en la cena.

– Sí, su Excelencia.

Se giró y comenzó a caminar. Suponía que debía acostumbrarse a aquella fórmula de cortesía, pero… aquello no tendría que haber sido así.

En aquel atardecer, aunque era alegremente tranquilo, notaba algo parecido a la calma antes de una tormenta; después de cenar, mientras estaba sentado en la biblioteca viendo a Minerva bordar, Royce sintió la presión reuniéndose a su alrededor.

Ver el cuerpo de su padre en la casa del hielo no había cambiado nada. Su padre había envejecido, aunque era reconocible el mismo hombre que lo había desterrado (a su único hijo) durante dieciséis años, el mismo hombre de quien había heredado el apellido, el título y las propiedades, su altura y su rudo temperamento, y no mucho más. Aunque el carácter, el temperamento, hacen al hombre; mirando el rostro muerto de su padre, sus duros rasgos incluso fallecido, se preguntó si eran tan distintos realmente. Su padre había sido un déspota despiadado; en su corazón, así era él también.

Hundido en la enorme butaca ante la chimenea, donde un pequeño fuego ardía incongruentemente brillante, sorbió el delicado whisky de malta que Retford le había servido, y simuló que los antiguos y lujosos aunque confortables alrededores lo relajaban.

Incluso si no hubiera sentido la tormenta en su horizonte, tener a su ama de llaves en la misma habitación le garantizaba el no poder relajarse.

Sus ojos parecían incapaces de apartarse demasiado tiempo de ella; su mirada se había posado sobre ella tan pronto como esta se sentó en la silla. Al observarla allí, con los ojos en su labor, mientras la luz de la chimenea iluminaba su cabello recogido y proyectaba un rubor rosado en sus mejillas, se sorprendió de nuevo ante el extraño (e inconveniente) hecho de que ella no se sintiera atraída por él, de que él aparentemente no provocara nada en ella, a pesar de que él se sentía atraído por ella cada vez más.

Se dio cuenta de lo arrogante de aquel pensamiento, aunque en su caso no era más que la verdad. La mayoría de las damas lo encontraban atractivo; él generalmente solo tenía que elegir entre las que se le ofrecían. Hacía una señal con el dedo, y esa dama era suya durante todo el tiempo que la quisiera.

Deseaba a su ama de llaves con una intensidad que lo sorprendía, aunque su desinterés descartaba que pudiera tenerla. Él nunca había perseguido a una mujer, nunca había seducido activamente a una dama, en toda su vida, y a su edad no tenía intención de empezar.

Después de vestirse para cenar (dando las gracias mentalmente a Trevor por haber previsto la necesidad) fue al salón armado con un catecismo diseñado para distraerlos a ambos. Ella se había mostrado dispuesta a ayudarle a recordar las familias locales, tanto de la clase alta como de la burguesía, desde los Alnwick a los Percy, y después prosiguió describiendo los cambios de la sociedad local… quiénes eran ahora los principales creadores de opinión, y qué familias habían desaparecido en la oscuridad. Así ocuparon los minutos antes de que Jeffers los llamara para que acudieran al comedor, y el resto de la cena.

No es que la situación hubiera cambiado mucho; con unos ajustes menores, su visión previa de aquella parte del mundo aún prevalecía.

Cuando Retford retiró los platos, Minerva se levantó con la intención de dejarlo con una solitaria copa de oporto. En lugar de esto, él optó por seguirla hasta la biblioteca, y por el whisky que su padre guardaba allí.

Había decidido prolongar la tortura de estar en su presencia, porque no quería quedarse solo.

Cuando le preguntó por qué usaba la biblioteca en lugar del salón, ella le había comentado que, después de la muerte de su madre, su padre había preferido que ella se sentara con él allí… De repente, al recordar que era él, y no su padre, el que caminaba junto a ella, se había detenido. Antes de que pudiera preguntarle si prefería que se quedara en el salón, Royce le había dicho que tenía que hacerle algunas preguntas más, y le había hecho un gesto para que siguiera.

Cuando llegaron a la biblioteca, se sentaron; mientras Retford le servía el whisky, le preguntó por la casa de Londres. Ese tema no había tardado demasiado en agotarse; excepto el mayordomo, que ya no era Hamilton, todo lo demás era como había supuesto.