– Puedo aseguraros que cualquier decisión que tome estará guiada por lo que es mejor para el ducado. Y en cuanto a esas casitas -Miró a los dos hombres alternativamente, -¿debo asumir que esa es la única situación pendiente de este tipo?
– Hasta donde yo sé, su Excelencia -Kelso se detuvo, y después añadió: -Si hay otras cuestiones que exijan atención, aún no han llegado a mi conocimiento.
Royce luchó por no entornar los ojos; Kelso sabía, o al menos sospechaba, que se necesitaban otras reparaciones o rectificaciones, pero la gente del ducado no iba a acudir a él para eso. Se apartó del escritorio.
– No tomaré ninguna decisión hasta que tenga tiempo para familiarizarme con los detalles.
Se levantó; ambos hombres se incorporaron rápidamente.
– Os llamaré la próxima vez que desee veros.
Había suficiente frialdad en su tono de voz para que ambos murmuraran su consentimiento, hicieran una reverencia y, sin protestar, se dirigieran a la puerta, incluso a pesar de que Falwell le había informado antes de que su padre se había reunido con ellos el primer lunes de cada mes. Para Royce, eso era demasiado poco frecuente. Su padre quizá no había necesitado reuniones más frecuentes, pero él necesitaba información para trabajar, y odiaba hacerlo sin ella.
Se quedó mirando la puerta después de que el sonido de sus pasos hubo desaparecido. Había tenido la esperanza de que le proporcionaran un baluarte entre su ama de llaves y él en todos los aspectos relacionados con el ducado, aunque después de hablar con ellos durante una hora, no estaba preparado para aceptar sus puntos de vista como la historia completa de cualquier tema. Ciertamente, no en el caso de las casitas de Usway Burn.
Se preguntó cuál sería la opinión de Minerva… y por qué su padre, que nunca había sentido afecto por nadie en su vida, y ni mucho menos había cambiado su comportamiento para contentar a nadie, finalmente estuvo de acuerdo con ella, a pesar de su propia opinión.
Tendría que preguntárselo a Minerva.
Al ver que su plan para mantenerla a distancia se convertía en polvo, no pudo contener un gruñido. Rodeó el escritorio y se dirigió a la puerta. La abrió y salió, sorprendiendo a Jeffers, que inmediatamente volvió a la realidad.
– Si alguien pregunta, he salido a montar a caballo.
– Sí, su Excelencia.
Antes de solicitar el consejo de su ama de llaves sobre las casitas, tendría que probar su consejo sobre el caballo.
Minerva tenía razón.
Sin duda alguna. Cabalgando a través del agradable paisaje, dejando que el semental gris guiara el paso, notando el aire azotando su rostro, sintió un regocijo que echaba de menos sentir en sus venas, sintió a su alrededor las montañas y los campos de su hogar quedando atrás a una velocidad de vértigo… y bendijo la intuición de Minerva.
Su padre había sido un excelente jinete, pero nunca había tenido la paciencia para montar a un caballo terco. El, por otra parte, disfrutaba del desafío que suponía hacerse con un caballo, persuadirlo de que guiarlo era su mejor interés… para que ambos pudieran volar con el viento.
Sable era ahora suyo. Podría llevarlo con él siempre que quisiera, y a donde quisiera, sólo por tener la oportunidad de correr así. Sin restricciones, sin limitaciones, volando sobre las cercas, saltando rocas y riachuelos, a toda velocidad entre las colinas, en su camino hacia los campos de pasto.
Al dejar el estudio, había acudido directamente al establo y había preguntado a Milbourne por el semental. Al escuchar que pretendía montar a la recalcitrante bestia, Milbourne y Henry lo habían acompañado hasta la cerca tras los campos que circundaban al castillo. Lo habían observado mientras trabajaba con el semental, pacientemente, aunque exigente; la pareja había sonreído con placer cuando Sable finalmente trotó alrededor de la cerca con Royce sobre él, y entonces Royce había llevado al caballo hasta la puerta, y había salido con una ovación.
Como le había contado a Minerva, en Londres no tenía caballo. Cuando visitaba a sus amigos de la región, cabalgaba sobre los caballos que ellos le proporcionaban, aunque ninguno había sido del tipo de Sable… un enorme caballo de caza de buen peso, fuerte, sólido, pero aun así de pies ligeros. Con sus muslos aferrados al amplio lomo del semental, cabalgó principalmente con sus manos y rodillas, sin tensar las riendas excepto que fuera necesario.
A pesar de su falta de experiencia, Sable había obedecido inmediatamente todas las indicaciones de Royce, casi seguramente porque Royce era lo bastante fuerte para imprimirlas en él con toda claridad. Pero para ello era necesario concentrar la fuerza, y tener una conciencia del caballo y de sus inclinaciones que pocos jinetes poseían; para cuando los campos de pasto aparecieron ante su vista, Royce ya no se sorprendía por el hecho de que ni siquiera Milbourne hubiera sido capaz de cabalgar al semental.
Cogió las riendas, dejó que Sable sintiera el freno, y aminoró la velocidad poco a poco hasta que estuvieron al trote.
Quería ver a Conquistador; no sabía por qué. No era un hombre sentimental, aunque los recuerdos que habían salido a la luz al montar al hijo de su viejo caballo lo habían llevado hasta allí. Sobre los estribos, examinó el amplio campo, y entonces escuchó un distante aunque suave relincho; Sable respondió con un resoplido y apresuró el paso.
Un grupo de caballos emergió de una loma, trotando, y después galoparon hacia la cerca.
Conquistador iba a la cabeza. Era casi del mismo tamaño que su hijo, aunque la edad lo había hecho más pesado, y el gris de su pelaje se había hecho más intenso. Agitó las orejas hacia detrás y hacia delante cuando vio a Royce.
El duque detuvo a Sable junto a la cerca, se inclinó hacia delante, y extendió su mano, con una manzana seca en su palma.
– Toma, chico.
Conquistador relinchó y se adelantó, cogió la manzana de la mano de Royce, la masticó y después se inclinó sobre la verja (ignorando a su hijo) para acercar la cabeza a Royce.
El duque sonrió, y dio unos golpecitos a la enorme cabeza.
– Me recuerdas, ¿verdad?
Conquistador agitó la cabeza, con sus crines bailando, y entonces notó el interés de Sable en las yeguas que lo habían seguido hasta la cerca.
Con un ensordecedor resoplido, Conquistador se adelantó, apartando a las yeguas, y arriándolas hacia atrás.
Después de que hubieran puesto a Sable en su lugar (era el segundo en la línea sucesoria del harén de Conquistador), Royce se sentó y observó cómo la pequeña manada se alejaba.
Se sentó de nuevo en la silla, acarició el esbelto cuello de Sable, y después miró a su alrededor. Estaba en la cima de la Colina del Castillo, al norte de la mansión; si miraba el valle debajo podía ver la enorme silueta de su hogar bañada en la brillante luz del sol. Era casi mediodía.
Se giró y recorrió el valle en dirección norte, observando el oscuro camino de Clennell Street mientras este se abría paso entre las colinas. La tentación le susurró.
No tenía ninguna cita para aquella tarde.
La agitación que lo había hecho presa desde antes incluso de haber sabido de la muerte de su padre, y que estaba provocada, sospechaba, por tener que terminar el reinado de Dalziel sin tener una vida alternativa organizada y esperándole, y que después se había visto acrecentada por verse empujado, sin preparación, hacia el arnés ducal, aún le irritaba y se agitaba en su interior, y se incrementaba en momentos extraños para distraerlo y tentarlo.
Para minar inesperadamente la confianza natural de los Varisey, y dejarlo en la incertidumbre.
No era un sentimiento que alguna vez le hubiera gustado y, a sus treinta y siete años, le irritaba. Poderosamente.
Miró a Sable, y después agitó las riendas.
– Tenemos tiempo suficiente para escapar.
Fijó su camino hacia la frontera, y Escocia.
Había dicho que él se ocuparía de O'Loughlin.
Royce encontró la granja con facilidad: las montañas no habían cambiado, pero lo que sí había cambiado era la granja en sí. Cuando la vio por última vez, había sido poco más que un minifundio con una casita con un pequeño granero adosado. Ahora era más extensa y había sido rediseñada, larga y baja, con una fachada de piedra cortada, gruesas vigas y una buena pizarra en el tejado. La casa (que ahora definitivamente era una granja) parecía cálida, tranquila, y próspera, y estaba acunada contra una pendiente protectora, con un nuevo granero de buen tamaño a cada lado.