Выбрать главу

Decidido, caminó hacia la casa; sus hermanas podían esperar… necesitaba ver a Minerva.

La confirmación de Hamish de que ella era, efectivamente, la defensora actual del bienestar del ducado le dejaba poca opción. Iba a tener que confiar en ella, iba a tener que pasar horas aprendiendo de ella todo lo que pudiera sobre sus propiedades, que cabalgar con ella para que pudiera mostrarle lo que estaba pasando… En resumen, tendría que pasar más tiempo con Minerva del que deseaba.

Del que era prudente pasar.

Entró en la casa por la puerta lateral y escuchó un revuelo más adelante, llenando el cavernoso vestíbulo delantero, y se armó de valor. Sintió que su mal carácter aumentaba otro punto.

Sus hermanas mayores, Margaret, condesa de Orkney, y Aurelia, condesa de Morpeth, habían acordado, implícita, si no explícitamente, con su padre su antigua ocupación; ellas habían apoyado su destierro. Pero él nunca se había llevado bien con ninguna de ellas; como mucho las toleraba, y ellas lo ignoraban.

Royce era, siempre había sido, mucho más íntimo de su hermana menor, Susannah, vizcondesa de Darby. Ella no había estado de acuerdo ni en desacuerdo con su destierro; nadie le había preguntado, y nadie la hubiera escuchado, así que ella, prudentemente, había mantenido la boca cerrada. A él no le había sorprendido. Lo que le sorprendió, e incluso le dolió un poco, fue que ella nunca intentó ponerse en contacto con él durante los pasados dieciséis años.

Por otra parte, Susannah era bastante inconstante; Royce lo había sabido incluso cuando ambos eran mucho más jóvenes.

Cerca del vestíbulo, cambió su paso, dejando que los tacones de sus botas golpearan el suelo. En el momento en el que pisó el suelo de mármol del vestíbulo, sus pasos resonaron, silenciando efectivamente el clamor.

La seda crujió cuando sus hermanas se giraron para mirarlo. Parecían aves de presa sobre sus ramas, con los velos echados hacia atrás sobre su oscuro cabello.

Se detuvo, examinándolas con una curiosidad impersonal. Habían envejecido; Margaret tenía cuarenta y dos años, y era una alta y exigente déspota de cabello oscuro, con arrugas que comenzaban a marcarse sobre sus mejillas y frente. Aurelia, de cuarenta y uno, era más bajita, más clara de piel, y tenía el cabello castaño y unos labios que parecían haberse hecho incluso más severos y desaprobatorios con los años. Susannah… había sacado un mejor provecho a la edad; tenía treinta y tres, era cuatro años más joven que Royce, pero su oscuro cabello estaba recogido en un peinado de tirabuzones, y su vestido, aunque era negro, era elegante. Desde lejos, podría pasar por una hija adulta de alguna de sus dos hermanas mayores.

Imaginándose lo bien que ese pensamiento los sentaría a ellas, miró de nuevo a las otras dos, y se dio cuenta de que estaban lidiando con el peligroso asunto de cómo dirigirse a él ahora que era el duque, y que ya no era simplemente su hermano menor.

Margaret tomó aliento profundamente, sus pechos se elevaron increíblemente, y dio un paso adelante.

– ¡Aquí estás, Royce! -Su tono de reprimenda dejaba claro que debería haber estado esperando su llegada. Levantó una mano mientras se acercaba… intentando agarrar su brazo y agitarlo, como había sido su costumbre cuando intentaba que él hiciera algo. -Yo…

Se detuvo… porque lo había mirado a los ojos. Con el aliento estrangulándose en su garganta, se paró en seco, con la mano en el aire, ligeramente sorprendida.

Aurelia hizo una reverencia (una superficial, no lo suficientemente profunda) y se adelantó con mayor cautela.

– Un asunto terrible. Debe haber sido una gran conmoción.

No "¿Cómo estás?". No "¿Cómo has estado estos últimos dieciséis años?".

– Por supuesto, ha sido una conmoción -Susannah se acercó, mirándolo a los ojos. -Y me atrevo a decir que ha sido incluso más difícil para ti, considerando todo lo que ha ocurrido -Acercándose más a él, sonrió, lo abrazó y besó su mejilla. -Bienvenido a casa.

Eso, al menos, había sido sincero. Respondió con un asentimiento.

– Gracias.

Con el rabillo del ojo, vio que las otras dos intercambiaban una mirada irritada. Examinó el mar de lacayos que estaban dispersos entre los montones de cajas y baúles, preparados para subirlos a la planta de arriba, y vio a Retford mirar en su dirección, pero él estaba buscando a Minerva.

La encontró en el centro del tumulto, hablando con sus cimacios. Ella lo miró a los ojos; los hombres se giraron, lo vieron mirando en su dirección, y se acercaron para saludarlo.

Con una sonrisa agradable, Peter, conde de Orkney, le ofreció la mano.

– Royce. Me alegro de verte de nuevo.

Dio un paso adelante y agarró la mano de Peter, respondiendo con la misma suavidad, y después se alejó aún más de sus hermanas para intercambiar un apretón de manos con David, el marido de Aurelia, y por último para intercambiar una agradable bienvenida con Hubert, el vizconde de Darby… preguntándose, mientras lo hacía, por qué Susannah se había casado con aquel petimetre ligeramente torpe, e inefablemente bueno. Solo podía haber sido por su fortuna. Por eso, y por su disponibilidad para permitir a Susannah hacer cualquier cosa que le placiera.

Su maniobra le había llevado junto a Minerva. La miró a los ojos.

– ¿Están organizadas las habitaciones de todos?

– Sí -El ama de llaves miró a Retford, que asintió. -Todo está a punto.

– Excelente -Miró a sus cuñados. -Si me perdonáis, mi ama de llaves y yo tenemos asuntos del ducado que atender.

Asintió, y ellos inclinaron sus cabezas en respuesta, y después se alejaron.

Pero, antes de poder girarse y subir las escaleras, Margaret se acercó a él.

– ¡Pero si acabamos de llegar!

Royce la miró.

– Efectivamente. Sin duda, necesitaréis descansar y refrescaros. Os veré en la cena.

Con esto, se giró y subió las escaleras, ignorando el grito ahogado de indignación de Margaret. Un instante después, escuchó las zapatillas de Minerva subiendo tras él, y aminoró el paso; una mirada a su rostro fue suficiente para saber que ella desaprobaba su brusquedad.

Sabiamente, no dijo nada.

Pero, al alcanzar la galería, Minerva detuvo a un lacayo que se dirigía escaleras abajo.

– Dile a Retford que ofrezca té a las damas, y a los caballeros también, si lo desean, en el salón. O, si los caballeros lo prefieren, hay licores en la biblioteca.

– Sí, señorita -Con una inclinación, el lacayo se apresuró escaleras abajo.

Minerva se giró hacia Royce con los ojos entornados y los labios apretados.

– Tus hermanas van a ponértelo lo suficientemente difícil… No necesitas pincharlas más.

– ¿Yo? ¿Yo las he pinchado a ellas?

– Sé que son irritantes, pero siempre lo son. Antes solías ser mucho mejor ignorándolas.

Royce llegó a la puerta del estudio y la abrió.

– Eso fue antes de que yo fuera Wolverstone.

Minerva frunció el ceño mientras lo seguía al interior del estudio, dejando que Jeffers, que los había seguido escaleras arriba, cerrara la puerta.

– Supongo que eso es cierto. Margaret, sin duda, intentará manejarte.

Royce se dejó caer en la butaca tras el escritorio, y le dedicó una sonrisa que era todo dientes.

– Puede intentarlo si quiere. No tendrá éxito.

Minerva se sentó en su silla habitual.

– Sospecho que ella ya se lo imagina.

– La esperanza es lo último que se pierde -La miró con unos ojos que, a pesar de su distractora y rica oscuridad, eran sorprendentemente agudos. -Háblame de las casitas de Usway Burn.

– Ah… Has tenido una reunión con Falwell y Kelso. ¿Te han dicho que las casas deberían ser demolidas?

Cuando asintió, ella tomó aliento, y después dudó.

Royce apretó los labios.

– Minerva, no necesito que seas educada, ni diplomática, y menos aún modesta. Necesito que me cuentes la verdad, tus conclusiones, incluidas tus sospechas… y sobre todo tus pensamientos sobre cómo se siente y piensa la gente del ducado -Royce dudó un momento, y después continuó: -Ya me he dado cuenta de que no puedo confiar en Falwell o Kelso. Tengo planeado retirarlos (jubilarlos y gracias) tan pronto como haya encontrado reemplazos adecuados.