Sin embargo, no había esperado ostentar ningún título más allá del que ostentaba por cortesía: marqués de Winchelsea. No había esperado asumir inmediatamente el control del ducado, ni todo lo que esto conllevaba.
Su vigente destierro (nunca había esperado que su padre cediera, como tampoco iba a ceder él mismo), efectivamente, lo había separado de las casas, las tierras y la gente del ducado y, sobre todo, de un lugar que tenía un gran significado para él… el propio Wolverstone. El castillo era mucho más que un simple hogar; los muros de piedra y las almenas tenían algo (algo mágico) que resonaba en su sangre, en su corazón, en su alma. Su padre también había conocido aquella sensación; a él le había ocurrido lo mismo.
A pesar de que habían pasado dieciséis años, mientras los caballos galopaban, Royce aún sentían la atracción, el tirón visceral que solo se hacía más fuerte cuando atravesaba Sharperton, acercándose cada vez más a Wolverstone. Se sentía ligeramente sorprendido por el hecho de que fuera así, de que a pesar de los años, la disputa, su propio y susceptible temperamento, aún pudiera sentirse… en casa.
Que su hogar aún significara lo mismo de siempre.
Que aún conmoviera su alma.
No lo había esperado, como tampoco había esperado volver así… solo, apresuradamente, a través de las deshabitadas millas, sin la compañía siquiera de su leal mozo, Henry, otro paria de Wolverstone.
El lunes, mientras ordenaba los últimos documentos de Dalziel en su escritorio, había estado planeando su regreso a Wolverstone. Se había imaginado viajando desde Londres por agradables paisajes, y llegando al castillo fresco y descansado… En un estado adecuado para caminar hasta la presencia de su padre… y ver qué ocurría a continuación.
Se había imaginado que una disculpa de su padre podría, quizá, tener lugar en ese momento; había tenido curiosidad por descubrir qué pasaría, aunque esto no le quitaba el sueño.
Pero ahora nunca lo sabría.
Su padre había muerto el domingo.
Había dejado el altercado entre ellos (despiadado y profundo, ya que ambos pertenecían a la familia Varisey) sin curar. Sin resolver. Inaccesible al descanso.
No sabía si maldecir a su padre o al destino por dejarle cauterizar la herida.
Sin embargo, el pasado ya no era el asunto más urgente que tenía. Coger las riendas de un extenso y amplio ducado tras una ausencia de dieciséis años iba a demandar toda su atención y todas sus habilidades, con la exclusión de cualquier otra cosa. Tendría éxito (no había ninguna duda u opción en ese aspecto), pero cuánto tiempo tardaría, cuánto le costaría, y cómo demonios iba a hacerlo… no lo sabía.
Esto no tendría que haber sido así.
Su padre había estado lo suficientemente saludable y sano para un hombre de sesenta años. No había estado enfermo; Royce confiaba en que, si lo hubiera estado, alguien hubiera roto la prohibición de su padre y le habría enviado un mensaje. En lugar de eso, su muerte lo había tomado por sorpresa.
En su versión de su regreso, su padre y él habrían hecho las paces, una tregua, algún acuerdo; y entonces hubiera comenzado a refrescar su conocimiento sobre la propiedad, llenando el lapso entre sus veintiún años y sus actuales treinta y siete.
En lugar de eso, su padre se había ido, dejándole las riendas con una carencia de dieciséis años de conocimiento colgando como una piedra de molino alrededor de su cuello.
Aunque tenía total confianza (la confianza de los Varisey) en poder hacer el papel de su padre más que adecuadamente, no estaba deseando asumir el mando urgentemente sobre aquellas tropas desconocidas en un terreno que podría haber cambiado de modos imprevistos durante los últimos dieciséis años.
Su temperamento (como el de todos los Varisey, especialmente los hombres) era formidable, una emoción que portaba el mismo borde afilado que sus sables de antaño. Había aprendido a controlarlo y a mantenerlo dominado bastante mejor que su padre, y lo había convertido en otra arma que podía ser usada para conquistar y dominar; ni siquiera aquellos que lo conocían bien podían detectar la diferencia entre la suave irritación y la furia asesina. No a menos que él deseara que lo hicieran. El control de sus emociones se había convertido hacía mucho en su segunda naturaleza.
Pero, desde que se había enterado del fallecimiento de su padre, su temperamento había estado emergiendo, inquieto, irracional y violentamente hambriento de alguna liberación, porque sabía que la única liberación posible que lo satisfaría le había sido, por cortesía del veleidoso destino, denegada para siempre.
No tener ningún enemigo con quien emprenderla a golpes, o en quien tomar venganza, lo dejaba caminando por la cuerda floja, con sus impulsos e instintos fuertemente amarrados.
Con expresión pétrea, atravesó Harbottle. Una mujer que caminaba por la calle lo miró con curiosidad. Aunque se dirigía claramente a Wolverstone, porque no había otro destino al que un caballero de su clase pudiera llegar a través de esa carretera (ya que tenía numerosos primos y que todos compartían más que un ligero parecido), incluso si la mujer se había enterado de la muerte de su padre, no era probable que se diera cuenta de quién era él.
Desde Sharperton la carretera había seguido la orilla del Coquet; sobre el tronar de los cascos de los caballos había escuchado el borboteo del río sobre su lecho rocoso. Ahora la carretera giraba al norte; un puente de piedra se extendía sobre el río. El carruaje traqueteó al cruzarlo; Royce lanzó un profundo suspiro mientras entraba en las tierras de Wolverstone.
Sintió aquella indefinible conexión apresándolo y tensándose.
Se irguió en su silla, extendiendo los largos músculos de su espalda, aminoró el paso de los caballos y miró a su alrededor.
Bebió de los familiares paisajes, cada uno de ellos engalanado en su memoria. La mayoría era lo que esperaba… Estaban exactamente como los recordaba, pero dieciséis años después.
Un vado yacía más adelante, expandiendo el río Alwin; detuvo a los caballos y dejó que eligieran su camino. Cuando las ruedas se liberaron del agua, sacudió las riendas e hizo que la pareja de corceles subiera la ligera pendiente, donde la carretera se curvaba de nuevo, esta vez hacia el oeste.
El carruaje superó la elevación, y Royce aminoró la velocidad de los caballos hasta ponerlos a paseo.
Los tejados de pizarra de Alwinton estaban justo frente a él. Más cerca, a su izquierda, entre la carretera y el Coquet, se asentaba la iglesia de piedra gris, con su vicaría y sus tres casitas. Apenas se detuvo a mirar la iglesia, y su mirada la dejó atrás, sobre el río, para posarse en el enorme edificio de piedra gris que se elevaba con majestuoso esplendor más allá.
El castillo Wolverstone.
La gigantesca fortaleza normanda mantenía, añadidas en una reconstrucción por las sucesivas generaciones, sus almenas, que seguían siendo el rasgo central y dominante. Estas se elevaban sobre los tejados más bajos de las primeras alas Tudor, ambas característicamente curvadas: una hacia el oeste y después hacia el norte, y la otra hacia el este y después hacia el sur. La torre daba al norte, y miraba directamente a un estrecho valle a través del que Clennell Street, uno de los cruces fronterizos, descendía de las colinas. Ni asaltantes ni comerciantes podían cruzar la frontera por aquella ruta sin pasar bajo los siempre vigilantes ojos de Wolverstone.
Desde aquella distancia, poco podía discernir más allá de los principales edificios. El castillo se elevaba en una tierra ligeramente en pendiente sobre el desfiladero que el Coquet había excavado al oeste de la villa de Alwinton. Las tierras del castillo se extendían al este, al sur y al oeste, y la propiedad continuaba para elevarse, convirtiéndose al final en las colinas que protegían al castillo en el sur y el oeste. Los propios Cheviots protegían al castillo por el norte; solo desde el este, la dirección por la que se aproximaba la carretera, el castillo era vulnerable incluso a los elementos.