– Los muchachos y yo estamos trabajando en las tierras de arriba. Te vimos llegar cabalgando -Miró la casita más pequeña. -¿Está el nuevo duque aquí, con papá?
– Sí, pero… -Antes de que pudiera asegurarle que su padre y el duque estaban entendiéndose a la perfección, Royce salió de la casa, agachándose para evitar el dintel. Miró a su espalda mientras Macgregor lo seguía, y después se acercó a ellos.
– Este es Sean Macgregor, el hijo mayor de Macgregor. Sean, Wolverstone -Minerva escondió una sonrisa ante la sorpresa de Sean cuando Royce asintió y, aparentemente sin pensar, le ofreció la mano.
Después de un momento de asombro, Sean la aceptó rápidamente y la apretó.
Liberado, Royce se dirigió a la última casita.
– Debería verlas todas ya que estoy aquí.
– Sí -Macgregor estaba perplejo. -Vamos, entonces. No hay mucha diferencia con las demás, pero esta tiene una esquina torcida.
Hizo una señal a Royce para que le siguiera, y este lo hizo.
Sean se quedó con la boca abierta, mirando cómo Royce se agachaba para atravesar la puerta de la casita detrás de su padre. Después de un momento, dijo:
– Está mirándolo de verdad.
– Por supuesto. Y cuando salga, sospecho que querrá hablar sobre lo que puede hacerse -Minerva miró a Sean. -¿Puedes hablar por tus hermanos?
Levantó la mirada hasta el rostro del ama de llaves, y asintió.
– Sí.
– En ese caso, sugiero que esperemos aquí.
Su profecía resultó ser correcta. Cuando Royce salió de la penumbra de la tercera casita, sus labios formaban una línea determinada. Miró a Minerva, y después se dirigió a Macgregor, que lo había seguido hasta el soleado exterior.
– Hablemos.
Royce, Minerva, Macgregor y Sean se sentaron en la mesa de negociaciones en la casa grande, y dibujaron un acuerdo que los satisfacía a todos. Aunque no aprobaba la solución de Kelso y Falwell, Royce dejó claro que no podía permitirse el precedente que se crearía si reparaba las casas bajo el contrato de arrendamiento actual; en lugar de eso les ofreció crear un nuevo contrato. Les llevó una hora ponerse de acuerdo en los principios básicos; decidir cómo hacer el trabajo apenas les llevó unos minutos.
Para sorpresa de Minerva, Royce se hizo cargo de todo.
– Tus muchachos necesitan dedicar su tiempo a la cosecha, antes de nada. Después de esto, pueden ayudarte con el edificio. Tú -Miró a Macgregor-lo supervisarás. Tu labor será asegurarte de que el trabajo se realiza como es debido. Yo vendré con Hancock -Miró a Minerva, -¿todavía es el constructor del castillo? -Cuando ella asintió, continuó. -Lo traeré aquí, y le mostraré lo que necesitamos que se haga. Tenemos menos de tres meses antes de las primeras nieves… Quiero que se demuelan las tres casas, y que se construyan tres totalmente nuevas antes de que llegue el invierno.
Macgregor parpadeó; Sean aún parecía aturdido.
Cuando dejaron la casa, Minerva estaba sonriendo, al igual que Macgregor y Sean. Royce, por el contrario, tenía puesta su inescrutable máscara.
El ama de llaves se apresuró a buscar su caballo, Rangonel. Había un tronco muy conveniente junto a la cerca para facilitar la monta; subió a su silla, y se colocó bien la falda del vestido.
Después de intercambiar un apretón de manos con los Macgregor, Royce echó una mirada a Minerva, y después recuperó a Sable y lo montó. La chica apresuró a Rangonel mientras Royce bajaba el camino.
Por último, se despidió de los Macgregor con la mano. Aún sonriendo, ellos le devolvieron el saludo. Echó un vistazo al duque.
– ¿Puedo decirte que estoy impresionada?
Royce gruñó.
Sonriendo, Minerva lo guió de vuelta al castillo.
– ¡Maldición!
Con los sonidos de un atardecer londinense (el traqueteo de las ruedas, el golpear de los cascos de los caballos, los estridentes gritos de los cocheros mientras bajaban la elegante Jermyn Street) llenando sus oídos, leyó la breve nota de nuevo, y después cogió el brandy que su hombre acababa de colocar en la mesa fortuitamente junto a su codo.
Tomó un largo trago, leyó la nota de nuevo y después la tiró sobre la mesa.
– El duque ha muerto. Tengo que ir al norte para asistir a su funeral.
No había remedio; si no aparecía, su ausencia se notaría. Pero no estaba demasiado entusiasmado por la perspectiva. Hasta aquel momento, su plan de supervivencia había girado alrededor de una total y completa evasión, pero un funeral ducal en la familia erradicaba aquella opción.
El duque estaba muerto. Es más, su némesis era ahora el décimo duque de Wolverstone.
Tendría que ocurrir en algún momento pero, ¿por qué demonios ahora? Royce apenas había tenido tiempo de sacudirse el polvo de Whitehall de los elegantes tacones de sus botas… Seguramente no se había olvidado del único traidor que no había conseguido entregar a la justicia.
Soltó una palabrota, y dejó que su cabeza cayera hacia atrás contra la silla. Siempre había dado por sentado que el tiempo (el simple transcurso de este) sería su salvación. Que el tiempo nublaría los recuerdos de Royce, y que su paso lo distraería con otras cosas.
Y ahora, de repente…
Se incorporó y tomó otro sorbo de brandy. Quizá tener un ducado que manejar (uno al que se había visto obligado inmediatamente después de un exilio de dieciséis años) era precisamente la distracción que Royce necesitaba para apartar su atención del pasado.
Royce siempre había tenido poder; haber heredado el título cambiaba poco en ese aspecto.
En realidad, quizá había sido bueno que ocurriera aquello.
El tiempo, como siempre, lo diría, pero, inesperadamente, ese tiempo era ahora.
Pensó, consideró; al final supo que no tenía elección.
– ¡Smith! Haz mis maletas. Tengo que ir a Wolverstone.
En el salón del desayuno, la mañana siguiente, Royce estaba disfrutando de su segunda taza de café y examinando despreocupadamente las últimas noticias del periódico cuando Margaret y Aurelia aparecieron.
Ambas estaban arregladas, y llevaban cofia. Con vagas sonrisas en su dirección, se dirigieron al aparador.
Royce miró el reloj sobre la repisa de la chimenea, confirmando que era temprano, no precisamente el amanecer, pero paradlas…
Su cinismo creció cuando se acercaron a la mesa, con los platos en la mano. El estaba en la cabecera de la mesa; dejando un espacio vacío a cada lado, Margaret se sentó a su izquierda, y Aurelia a su derecha.
Tomó otro sorbo de café, y mantuvo su atención en el periódico, porque con seguridad descubriría lo que querían, antes o después.
Las cuatro hermanas de su padre y sus esposos, y los hermanos de su madre y sus esposas, así como los distintos primos, habían comenzado a llegar el día anterior; la marea continuaría durante varios días. Y una vez que la familia estuviera en la residencia, los conocidos y amigos invitados a permanecer en el castillo para el funeral comenzarían a llegar; el personal estaría ocupado durante toda la semana siguiente.
Afortunadamente, la torre estaba reservada para la familia inmediata; ni siquiera sus tíos paternos tenían habitación en el ala central. Aquel salón de desayuno, también en la planta baja de la torre, era solo para la familia, y eso le proporcionaba un ápice de privacidad, un área de relativa tranquilidad en el centro de la tormenta.
Margaret y Aurelia sorbieron su té y mordisquearon tostaditas. Charlaron sobre sus hijos, con la presumible intención de informarlo de la existencia de sus sobrinos y sobrinas. Royce, aplicadamente, mantuvo la mirada en el periódico. Finalmente sus hermanas aceptaron que, después de dieciséis años de desconocimiento, no iba a desarrollar un interés en esa dirección repentinamente.
Incluso sin mirar, sintió la mirada que habían intercambiado, y escuchó que Margaret tomaba aire para una de sus portentosas exhalaciones.