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El sonrió.

– No te preocupes. No hay mucho más que contar.

Minerva contuvo una carcajada, y luchó por parecer adecuadamente decepcionada mientras se apresuraba a salir de la habitación tras los pasos de Royce.

Este ya había desaparecido escaleras arriba; Minerva las subió, y después caminó rápidamente hasta el estudio, preguntándose por qué parte del ducado elegiría interrogarla aquel día.

Desde su visita a Usway Burn el viernes, la había hecho sentarse ante su escritorio un par de horas cada día, para que le hablara de las granjas arrendadas del ducado y de las familias que las ocupaban. No le preguntó por beneficios, cosechas o producción, ninguna de las cosas de las que Kelso o Falwell eran responsables, sino por las granjas en sí mismas, por la tierra, por los granjeros y sus esposas, por sus hijos. Quién interactuaba con quién, las dinámicas humanas del ducado; sobre aquellas cosas era por lo que le preguntaba.

Cuando le transmitió las últimas palabras de su padre no había sabido si realmente tenía en sí mismo la posibilidad de ser diferente; los Varisey tienden a ser genéticamente puros, y junto al resto de sus características principales, su cabezonería era legendaria.

Era por eso por lo que no le había entregado el mensaje inmediatamente. Había querido que Royce viera y supiera lo que su padre había querido decir, en lugar de que sólo oyera las palabras. Las palabras fuera de contexto son fáciles de desestimar, de olvidar… y de ignorar.

Pero ahora que él las había oído, ahora que las había absorbido y había hecho el esfuerzo, respondió a la necesidad y buscó un nuevo camino en el problema con los Macgregor. Minerva había sido demasiado prudente para comentar nada, ni siquiera para animarlo; Royce había esperado que ella dijera algo, pero el ama de llaves había retrocedido y lo había dejado definir su propio camino.

Con habilidad y suerte, uno puede guiar a los Varisey; pero es imposible dirigirlos.

Jeffers estaba en el exterior del estudio. Abrió la puerta y Minerva entró.

Royce estaba caminando de un lado a otro ante la ventana junto al escritorio, mirando sus tierras, con cada una de sus zancadas investida de la gracia letal de un gato montés enjaulado, con los músculos ligeramente tensos, moviéndose bajo el fino tejido de su chaqueta y sus apretados pantalones de piel de ante.

Minerva se detuvo, incapaz de apartar la mirada; el instinto no le permitía apartar los ojos de tal visión predatoria.

Y mirar no era una condena.

Podía sentir su fustigante temperamento, sabía que podía estallar, aunque estaba totalmente segura de que él nunca le haría daño. Ni a ella, ni a ninguna otra mujer. Aunque los turbulentos sentimientos de su interior, que se arremolinaban en poderosas corrientes a su alrededor, hubieran hecho que la mayoría de las mujeres -y la mayoría de los hombres-se alejaran de él.

Pero ella no. Ella se sentía atraída por su energía, por el salvaje e irresistible poder que era una parte tan intrínseca del duque.

Aquel era el peligroso secreto de Minerva.

Esperó. La puerta se había cerrado; el duque sabía que estaba allí. Como no hizo ninguna señal, el ama de llaves avanzó y se sentó en la silla.

De repente, Royce se detuvo. Tomó aire profundamente, y después se giró y se dejó caer en su butaca.

– La granja de Linshields. ¿Quién la ocupa ahora? ¿Aún son los Carew?

– Sí, pero creo que seguramente recordarás a Carew padre. Quien lleva ahora la granja es su hijo.

El duque mantuvo a Minerva hablando la siguiente hora, presionándola y haciéndole preguntas a toda velocidad.

Royce intentaba mantener su mente totalmente concentrada en el trabajo (en la información que obtenía de ella), aunque sus respuestas fluían tan despreocupadamente que tenía tiempo para escucharla de verdad, no sólo lo que estaba diciendo, sino su voz, el timbre, la tenue aspereza, la subida y la caída de las emociones mientras ella las dejaba colorear sus palabras.

Minerva no tenía reticencia ni corazas, ni en aquel aspecto ni en ningún otro. No necesitaba buscar señales de falsedad en ella, ni de reserva.

De modo que sus sentidos más amplios habían tenido tiempo de detenerse en el levantamiento y en la caída de sus pechos, en el modo que un rizo errante caía sobre su frente; había tenido tiempo de notar los destellos dorados que cobraban vida en sus ojos cuando sonreía al narrar algún incidente.

Finalmente, sus preguntas terminaron. Con su mal carácter disipado, se echó hacia atrás en su butaca. Físicamente relajado, e interiormente pensativo. Con la mirada sobre ella.

– No te he dado las gracias por salvarme durante el almuerzo.

Minerva sonrió.

– Hubert ha sido toda una sorpresa. Y es a tus familiares a quienes he salvado, no a ti.

Royce hizo una mueca y extendió la mano para reubicar un lápiz que había rodado sobre el vade.

– Tienen razón en que necesito casarme, pero no entiendo por qué están tan obcecadas en sacar el tema en este momento -La miró, con una pregunta en sus ojos.

– Yo tampoco tengo ni idea. Había esperado que postergaran ese tema durante al menos un par de meses, por el luto y todo eso. Aunque supongo que, si te casaras durante este año, no se levantaría ninguna ceja.

Su mirada se hizo más afilada mientras golpeaba el vade con los dedos de una mano.

– No tengo intención de dejar que dicten, ni siquiera que sugieran, mi futuro. Sin embargo, quizá sería inteligente coger algunas ideas sobre las potenciales… candidatas.

Minerva dudó, y después preguntó:

– ¿En qué estilo de candidata estás pensando?

Royce le dedicó una mirada que decía que ella lo sabía mejor que nadie.

– El estilo acostumbrado… una típica esposa Varisey. ¿Eso qué quiere decir? Buen linaje, posición, contactos, una fortuna adecuada, una belleza pasable y una inteligencia opcional -Frunció el ceño. -¿Olvido algo?

Minerva luchó por mantener sus labios rectos.

– No. Esa es más o menos la descripción completa.

No importaba que pudiera diferir de su padre en el modo en el que manejaba a la gente y al ducado, no se diferenciaba en nada en sus exigencias para una esposa. La tradición de los matrimonios de los Varisey antedataba al ducado en incontables generaciones e, incluso más, encajaban con su temperamento.

No vio ninguna razón para estar en desacuerdo con su valoración. La nueva moda de las uniones por amor entre la nobleza tenía poco que ofrecer a los Varisey. Ellos no amaban. Minerva había pasado más de veinte años entre ellos, y nunca había sido testigo de una evidencia de lo contrario. Eran así, sencillamente; el amor había sido eliminado de sus genes hacía siglos… Si es que alguna vez había estado mezclado con ellos.

– Si lo deseas, puedo hacer una lista con las candidatas que tus familiares (y sin duda las grandes damas que vendrán para el funeral) mencionen.

El duque asintió.

– Al menos así sus cotilleos servirían para algo. Añade cualquier cosa relevante que descubras o que oigas de fuentes fiables -La miró a los ojos. -Y, sin duda, añade tu opinión, también.

Minerva sonrió dulcemente.

– No, no lo haré. En lo que a mí concierne, elegir a tu esposa es asunto tuyo por completo. Yo no voy a vivir con ella.

Royce le dedicó otra de sus miradas cargadas de intención.

– Yo tampoco.

El ama de llaves inclinó la cabeza, reconociendo ese hecho.

– Sin embargo, tu novia no es un tema en el que yo deba influenciarte.

– Supongo que no quieres promulgar ese punto de vista entre mis hermanas.

– Lo siento, pero debo declinar esa oferta… Sería una pérdida de tiempo.

El duque gruñó.

– Si no hay nada más, debería bajar y ver quién más ha llegado. Cranny, Dios la bendiga, necesita saber cuántos seremos para cenar.

Cuando el duque asintió, Minerva se levantó y se dirigió a la puerta. Al llegar hasta ella, miró a su espalda, y lo vio repanchingado sobre su butaca, con aquella pensativa mirada en su rostro.