– Si tienes tiempo, podrías revisar el diezmo de las fincas más pequeñas. Actualmente, está establecido como una cantidad absoluta, pero un porcentaje de las ganancias sería más provechoso para todo el mundo.
Royce arqueó una ceja.
– ¿Otra de tus ideas radicales?
Minerva se encogió de hombros y cerró la puerta.
– Solo es una sugerencia.
De modo que estaba en Wolverstone, bajo el mismo techo que su némesis. Sobre el mismo y amplísimo techo, en aquella esquina distante de Northumbría, que era un punto, ahora se daba cuenta, que trabajaba en su favor.
El ducado estaba tan lejos de Londres que muchos de los visitantes, sobre todo aquellos que eran familia, se quedarían un tiempo; el castillo era tan grande que podría acomodar a un pequeño ejército. De modo que tenía -y continuaría teniendo -cobertura de sobra; estaría lo suficientemente seguro.
Estaba junto a la ventana de la agradable habitación que le había dado en el ala este, mirando los jardines del castillo, hermosamente presentados y rebosantes de colorida vida en el último aliento del corto verano norteño.
Sabía apreciar las cosas hermosas, tenía un ojo que lo había guiado a amasar una exquisita colección con los artículos más valiosos que los franceses habían tenido para ofrecerle. A cambio, él les había dado información, información que, siempre que había podido, había jugado directamente contra la comisión de Royce.
Siempre que había sido posible, había intentado dañar a Royce… No directamente, sino a través de los hombres bajo su mando.
Pero, por lo que podía deducir, había fracasado, lamentablemente. Igual que había fracasado, a través de los años, todas las veces que había conspirado contra Royce, todas las veces que se había medido con su maravilloso primo y no había dado la talla. Ante su padre, ante su tío y, sobre todo, ante su abuelo.
Sus labios se curvaron; sus atractivos rasgos se distorsionaron en un gruñido.
Lo peor de todo era que Royce había conseguido su premio, su tesoro cuidadosamente escondido. Se lo había robado, negándole incluso eso. Durante todos sus años de servicio para los franceses, no había recibido nada concreto…
Ni siquiera la satisfacción de saber que había causado dolor a Royce.
En el mundo de los hombres, y sobre todo entre la clase alta, Royce era un éxito celebrado. Y ahora Royce era Wolverstone, por si fuera poco.
Mientras que él… El era una ramita sin importancia en el árbol familiar.
No debía ser así.
Tomó aliento y exhaló lentamente, para que sus rasgos volvieran a convertirse en la atractiva máscara que mostraba al mundo. Girándose, miró a su alrededor.
Su ojo recayó en un pequeño cuenco que estaba sobre la chimenea. No era de Sévres, sino de porcelana china, bastante delicado.
Atravesó la habitación, cogió el cuenco, sintió su ligereza y examinó su belleza.
Después abrió sus dedos, y lo dejó caer.
Golpeó el suelo, haciéndose añicos.
El miércoles a última hora de la tarde toda la familia estaba en la residencia, y los primeros invitados que habían sido invitados a quedarse en el castillo habían comenzado a llegar.
Royce había sido instruido por su ama de llaves para que estuviera a mano en el momento de recibir a los más importantes; cuando Jeffers lo llamó, apretó los dientes y bajó al vestíbulo para recibir a la duquesa de St. Ivés, lady Horatia Cynster, y a lord George Cynster. Aunque el ducado de St. Ivés estaba en el sur, los dos ducados compartían una historia similar y las familias se habían apoyado mutuamente a través de los siglos.
– ¡Royce! -Su Excelencia, Helena, la duquesa de St. Ivés (o la duquesa regente, como había oído que prefería llamarse a sí misma) lo había visto. Se acercó para recibirlo mientras él bajaba las escaleras. -Mon ami, qué momento tan triste.
Royce tomó su mano, hizo una reverencia y posó un beso sobre sus nudillos… Solo para escucharla maldecir en francés, hacer que se levantara, alzarse sobre sus puntillas, y presionar un beso primero en una de sus mejillas, y luego en la otra. Royce lo permitió, y después sonrió.
– Bienvenida a Wolverstone, su Excelencia. Los años te han hecho más hermosa.
Unos enormes y pálidos ojos verdes lo miraron.
– Así es -Sonrió, con una gloriosa expresión que iluminó todo su rostro, y después dejó que su mirada lo recorriera atentamente. -Y tú… -Murmuró algo en francés coloquial que él no entendió, y después volvió al inglés para decir. -Esperábamos tenerte pronto de vuelta en nuestros salones… En lugar de eso, ahora estás aquí, y sin duda planeas quedarte aquí escondido y solo -Agitó un delicado dedo ante él. -No lo permitiré. Eres mayor que mi recalcitrante hijo, y debes casarte pronto.
Se giró para incluir a la dama junto a ella.
– Horatia… Dile que debe dejarnos que elijamos a su esposa tout de suite.
– Y me prestará tanta atención a mí como lo hará contigo -Lady Horatia Cynster, alta, morena y decidida, le sonrió. -Mis condolencias, Royce… ¿O debería decir Wolverstone? -Le tendió la mano y, como Helena, lo acercó para rozar sus mejillas. -A pesar de lo que tú puedas desear, el funeral de tu padre va a atraer incluso más atención sobre tu urgente necesidad de esposa.
– Deja que el pobre chico se adapte -Lord George Cynster, el esposo de Horatia, ofreció a Royce su mano. Después de un firme apretón, ahuyentó a su esposa y a su cuñada. -Allí está Minerva, abrumada, intentando poner en orden vuestro equipaje… Deberíais ayudarla, o acabaréis cada una con los vestidos de la otra.
La mención de los vestidos atrajo la atención de las damas. Mientras se movían hacia donde Minerva se encontraba, rodeada por un apabullante lote de baúles y cajas, George suspiró.
– Tienen buena intención, pero es justo advertirte que esto es lo que te espera.
Royce levantó las cejas.
– ¿St. Ivés no ha venido con vosotros?
– Viene en su propio caballo. Teniendo en cuenta lo que acabas de experimentar, comprenderás por qué ha preferido la lluvia, el aguanieve e incluso la nieve, a pasar varios días en el mismo carruaje que su madre.
Royce se rió.
– Verdad -Tras las puertas abiertas, vio que se acercaba una procesión de tres carruajes. -Si me disculpas, han llegado algunos más.
– Por supuesto, hijo -George le dio una palmadita en la espalda. -Escapa mientras puedas.
Royce lo hizo, salió a través de las enormes puertas que estaban abiertas para la bienvenida y bajó los peldaños hasta el lugar donde los tres carruajes estaban dejando a sus pasajeros y su respectivo equipaje en un caos de lacayos y mozos.
Una hermosa rubia con una elegante capa estaba dirigiéndose a un lacayo para que se hiciera cargos de sus baúles, ajena a que Royce estaba aproximándose.
– Alice… Bienvenida.
Alice Carlisle, vizcondesa de Middlethorpe, se giró, sorprendida.
– ¡Royce! -Lo abrazó, y tiró de él hacia abajo para plantar un beso en su mejilla. -Qué suceso tan inesperado… Y antes de que hubieras vuelto, además.
Gerald, su esposo, heredero del condado de Fyfe, bajó del carruaje, con el chal de Alice en una mano.
– Royce -Le tendió la otra mano. -Lo siento, amigo.
Los demás lo habían oído, y rápidamente se reunieron, ofreciéndole las condolencias con manos fuertes u olorosas mejillas y cálidos abrazos… Miles Folliot, barón de Sedgewíck, heredero del ducado de Wrexham, y su esposa, Eleanor, y el honorable Rupert Trelawny, heredero al marquesado de Riddlesdale, y su esposa, Rose.
Eran los mejores amigos de Royce; los tres hombres habían estado en Eton con él, y los cuatro habían permanecido cerca a través de los siguientes años. Durante su exilio social auto-impuesto, los de ellos habían sido los únicos eventos (cenas y veladas selectas) a los que había asistido. Durante la última década, había encontrado a todas sus numerosas amantes en una u otra de las casas de estas tres damas, un hecho del que estaba seguro que estaban al tanto.