Edwin era el clásico petimetre. Gordon era siniestro y adulto, pero estaba lejos de ser un hombre sensato. Ninguno de ellos esperaba heredar el ducado, y hacían bien; a pesar de su resistencia a discutir el tema con todo el mundo, Royce tenía la intención de casarse y engendrar un heredero a quien pudiera pasar el título. Lo que no entendía era por qué necesitaba la ayuda de las grandes damas para conseguir ese objetivo, ni por qué tenía que conseguirlo con tal urgencia.
Afortunadamente, el ambiente de la cena, con las damas de estricto negro, gris o intenso púrpura, sin joyas ni abanicos o volantes, y los caballeros con chaquetas negras, muchos con pañuelos negros también, había suprimido cualquier charla sobre su casamiento. Las conversaciones continuaron siendo en voz baja, constantes, aunque sin risas, ni sonrisas que no fueran melancólicas; frente a él, Augusta, Winifred y Edwin intercambiaban historias sobre su padre, a las que el duque fingía prestar atención.
Cuando se retiraron las bandejas, Margaret se levantó y guió a las damas hasta el salón, dejando a los hombres para que disfrutaran del oporto y el brandy en una relativa paz. Algunas de las formalidades disminuyeron mientras los caballeros se movían para formar grupos a lo largo de la mesa. Los primos de Royce se congregaron en el centro, mientras los hombres mayores gravitaron para flanquear a su tío Catersham en el extremo opuesto.
Sus amigos se unieron a él, ocupando las sillas que las damas, Edwin y Gordon habían dejado libres. Uniéndose a ellos, Devil Cynster, duque de St. Ivés, pasó tras su silla, sujetando brevemente su hombro. Sus pálidos ojos verdes se encontraron con los de Royce cuando levantó la mirada. Devil había perdido a su padre y había sido el sucesor del ducado cuando tenía quince años. Con un asentimiento, Devil continuó adelante, dejando a Royce pensando en que, al menos, él estaba asumiendo la carga a una edad significativamente mayor; sin embargo, Devil había tenido a su tío, George, en quien confiar, y George Cynster era un hombre prudente, culto y capaz.
Devil tomó asiento junto a Christian y se deslizó con facilidad en la camaradería del grupo; todos optaron por whisky, y se quedaron saboreando el humeante licor, intercambiando perezosamente las últimas noticias deportivas y un par de sugerentes cotilleos.
Impaciente por descubrir lo que lady Osbaldestone iba a decirle, tan pronto como fue razonable guió a los caballeros de vuelta al salón. Devil caminó tranquilamente a su lado; se detuvieron justo al entrar en la sala, dejando que el resto de hombres los adelantaran.
Royce examinó la reunión; por las miradas que le dedicaron, muchas conversaciones habían girado en torno al asunto de su esposa.
– Al menos nadie está esperando que tú te cases mañana.
Devil levantó sus negras cejas.
– Es evidente que aún no has hablado con mi madre sobre ese tema.
– Ella te calificó como "recalcitrante".
– Así es. Y tienes que recordar que es francesa, que es la excusa que usa para ser tan extravagante como le place para perseguir su objetivo.
– Aún eres joven -contestó Royce. Devil era seis años más joven que él. -Y tienes una larga serie de aceptables herederos. ¿Por qué tanta prisa?
– Esa es precisamente mi pregunta -ronroneó Devil, con sus ojos verdes fijos sobre alguien de la reunión. Entonces echó una mirada a Royce, con una ceja levantada. -¿Tu ama de llaves…?
Un puño se cernió sobre su corazón. El esfuerzo para no reaccionar (para no gruñir y mostrar sus dientes) casi le robó el aliento. Esperó un segundo, con los ojos clavados en los de Devil, y después, tranquilamente, murmuró:
– No -después de un instante, añadió: -Creo que está comprometida.
– ¿En serio? -Devil mantuvo su mirada un instante más, y después buscó con la mirada a su alrededor… Hasta encontrar a Minerva. -Antes, lo único que hizo fue fruncir el ceño y pedirme que me marchara.
– A diferencia de la mayoría de las mujeres, seguramente hablaba en serio -Royce no pudo evitar añadir: -Si yo fuera tú, le haría caso. Dios sabe que lo haría -Inculcó estas últimas palabras con el suficiente sufrimiento masculino para hacer que Devil sonriera una vez más.
– Ah, bueno… No estaré aquí tanto tiempo.
– La abstinencia, dicen, es buena para el alma.
Devil le echó una mirada como preguntándole a quién pensaba que estaba engañando, y después se unió a la multitud.
Royce lo observó alejarse, y murmuró para sí mismo:
– Sin embargo, la abstinencia es un infierno para el temperamento -Y el suyo era, en principio, peor que el de la mayoría.
Buscando alivio, localizó a lady Osbaldestone, e inmediatamente se hubiera colocado a su lado de no ser por los numerosos invitados que se alinearon para abordarlo.
No eran familia, sino la élite de la clase alta, incluyendo a lord Haworth, representante de la Corona, y lord Hastings, representante de los Lores. No eran gente que pudiera descartar con solo una palabra, ni siquiera con una palabra y una sonrisa; tenía que interactuar, entablar un intercambio social demasiado a menudo impregnado de múltiples significados… Estaba cerca de tropezar socialmente cuando Minerva apareció a su lado, tranquila y serena, con una sonrisa en sus labios, y las pistas que necesitaba preparadas en su lengua.
Después de algunas palabras, se dio cuenta de que ella era hábil en su círculo, y con gratitud, aunque renuente, se aferró a los lazos de su delantal. La alternativa era demasiado condenatoria para permitirse cualquier otra pretensión.
La necesitaba. Así que había apretado sus dientes metafóricamente y había aguantado la abrasión sexual de su cercanía… Era eso, o fracasar socialmente, y estaría condenado si lo hacía. Fracasar en algo nunca había sido una opción para él, aunque aquel ruedo no era uno en el que tuviera experiencia real. Aunque ahora era Wolverstone, la gente esperaba que él asumiera el papel sin más; parecían haber olvidado los dieciséis años que había pasado fuera de sus límites.
Durante la siguiente media hora, Minerva fue su ancla, su guía, su salvadora.
Debido a sus promesas, ella tenía que serlo, o él se hundiría en los bancos de arena sociales, o fracasaría en las afiladas rocas de las conversaciones políticas.
Minerva supervisó los intercambios con la mitad de su cerebro… La otra mitad estaba totalmente consumida por algo parecido al pánico. Una frenética conciencia de lo que pasaría si él rozaba su hombro con su brazo o si, por alguna desconocida razón, la tomaba de la mano. Bajo sus sonrisas, bajo sus rápidas respuestas, había una expectación del desastre que tensaba sus pulmones, dejándola casi sin aliento, con todos los nervios crispados, preparada para saltar con una reacción hipersensible.
En cierto momento, después de excusarse de un grupo en el que la conversación parecía haberse vuelto demasiado aguda para su bien (o para el de ella), él aprovechó el instante de fugaz privacidad para bajar su cabeza y, bajando también la voz, preguntar:
– ¿Mi padre era bueno en esto?
Suprimiendo bruscamente el efecto de la sutil caricia de su aliento sobre su oreja, Minerva le echó una mirada.
– Sí, lo era.
Los labios de Royce se curvaron en una mueca.
– Entonces voy a tener que aprender a manejarme en estas cuestiones, también.
Fue la mirada en sus ojos mientras miraba a su alrededor, más que sus palabras, lo que hizo que Minerva sintiera pena por él; había asumido el duendo sin preparación, había hecho y estaba haciendo un enorme esfuerzo en ese aspecto, y estaba teniendo éxito. Pero aquel ruedo de juegos políticos y sociales era uno que tenía que afrontar, y para ello su exilio (desde los veintidós a los treinta y siete años) lo había dejado incluso menos preparado.