– No es eso -Se giró para mirar por la ventana… A las tierras que era su deber proteger. Mantener. -Considera esto -Escuchó la gravedad en su voz, la amargura, sintió toda su rabia frustrada acumulada; agarró el alféizar con fuerza. -He pasado los últimos dieciséis años de mi vida en el exilio… Un exilio social que acepté que era necesario para poder servir a la Corona, que la Corona me pidió, y que el país necesitaba. Y ahora… En el mismo momento en el que dimito de mi puesto, e inesperadamente heredo el título, descubro que tengo que casarme inmediatamente para proteger ese título, y mi propiedad… De la Corona.
Se detuvo, tomó aliento profundamente, y lo dejó escapar con un "¿Podría ser más irónico?". Tenía que moverse; comenzó a caminar, se giró, y se pasó una mano por el cabello con fiereza.
– ¿Cómo se atreven? ¿Cómo pueden ser tan…? -Las palabras le fallaron; gesticuló bruscamente.
– ¿Desagradecidos? -Minerva terminó su frase.
– ¡Sí! -Aquello era el núcleo que alimentaba su furia. Había servido con lealtad y corrección, ¿y así era como le recompensaban? Se detuvo, y miró el exterior de nuevo.
El silencio descendió.
Pero no era el frío e indiferente silencio vacío al que estaba acostumbrado.
Ella estaba allí con él; aquel silencio tenía una calidez, un consuelo envolvente, que nunca había conocido antes.
Minerva no se había movido; estaba a más de diez pasos de distancia, prudentemente separada de él por el escritorio, pero aún podía sentirla… Como si tan solo por estar allí, escuchándolo y entendiéndolo, estuviera proporcionándole algún bálsamo para su abrasada alma.
Esperó, pero ella no dijo nada, no intentó restarle importancia a lo que había dicho… No hizo ningún comentario que provocara que lanzara su ira (actualmente, la de una bestia rabiosa) sobre ella.
Minerva realmente no sabía qué hacer… Y qué no. Ni cuándo.
Royce estaba a punto de decirle que se marchara, que lo dejara con sus ahora menos angustiados pensamientos, cuando el ama de llaves habló con tono práctico.
– Mañana empezaré a hacer una lista de las candidatas posibles. Mientras las grandes damas estén aquí, y dispuestas a servir de ayuda, podremos también usar su conocimientos.
Era el tipo de comentario que él habría hecho, y pronunciado con la misma inflexión cínica. Inclinó la cabeza.
Esperaba que Minerva se marchara, pero ella dudó… Recordó la carpeta que sostenía entre sus manos justo mientras decía:
– He venido a traerte esto.
Giró la cabeza y la observó caminar hacia delante, y dejar la carpeta sobre su vade. Retrocedió y entrelazó las manos a su espalda.
– Pensé que deberías tenerla tú.
Royce frunció el ceño; dejó la ventana y apartó la butaca para mirar la carpeta negra.
– ¿Qué es esto?
La cogió, abrió la cubierta frontal, y después la movió hasta que la luz de la luna cayó sobre la primera página. La hoja estaba inscrita con su nombre completo, y el título que usaba previamente. Pasó esa página y encontró la siguiente cubierta con secciones cortadas de hojas de periódico, pulcramente metidas, con fechas escritas debajo con una mano que reconoció.
Minerva suspiró, y dijo:
– Lo comenzó tu madre. Solía leer los periódicos después de que tu padre hubiera terminado con ellos. Coleccionaba cualquier noticia que te mencionara.
Aunque los detalles de su labor habían sido secretos, esta, en general, no lo había sido, y él siempre había reclamado reconocimiento para los hombres que habían servido a su lado. Wellington, en concreto, había sido asiduo a mencionar el valor de la información proporcionada, y de la ayuda prestada, por el comando de Dalziel; noticias de elogios cubrían las páginas de la carpeta.
Pasó más páginas. Después de un momento, dijo:
– Ésta es tu letra.
– Yo era su amanuense… Pegaba los recortes y anotaba las fechas.
Royce hizo lo que Minerva había pensado que haría, y pasó las páginas hasta donde terminaban las entradas. Se detuvo.
– Esta es la noticia de la Gazette anunciando el final de mi trabajo. Esto salió… -Dio unos golpecitos a la fecha con el dedo. -Hace dos semanas -La miró. -¿Continuaste después de la muerte de mi madre?
Los ojos de Minerva se habían adaptado a la oscuridad; mantuvo su mirada. Aquella era la parte difícil.
– Tu padre lo sabía -Su rostro se convirtió en piedra, pero… Continuó escuchando. -Creo que siempre lo supo, al menos durante muchos años. Yo era quien guardaba la carpeta, así que sabía cuándo la movían. Alguien la hojeaba… Nadie del servicio. Siempre ocurría tarde, durante la noche. Así que vigilé, y lo descubrí. De vez en cuando, iba a la habitación matinal, muy tarde, se sentaba, y lo hojeaba, leyendo las últimas noticias sobre ti.
Royce bajó la mirada, y ella continuó.
– Después de la muerte de tu madre, insistió en que siguiera actualizándolo. Rodeaba cualquier mención mientras leía el periódico, para que no perdiera ningún artículo relevante.
Un largo silencio prosiguió; el ama de llaves estaba a punto de retroceder y dejarle con el recuerdo de sus padres de sus últimos dieciséis años, cuando dijo, con voz baja y suave:
– Sabía que iba a volver a casa.
Aún estaba mirando abajo. Minerva no podía ver su rostro.
– Sí. Estaba… esperándote -Se detuvo, intentando encontrar las palabras adecuadas. -No sabía cómo te sentirías, pero quería… verte. Estaba… ansioso. Creo que por eso es por lo que se confundió y pensó que estabas aquí, que ya habías llegado, porque había estado viéndote aquí, de nuevo, en su mente.
Se le cerró la garganta. No tenía que decir nada más.
Se obligó a sí misma a murmurar:
– Mañana te traeré la lista, cuando la haya hecho.
Se giró y caminó hacia la puerta sin mirar atrás, dejándolo con los recuerdos de sus padres.
Royce la escuchó marcharse, y a pesar del dolor que fluía a través de él, deseó que se quedara. Aunque si lo hiciera…
Minerva haría su lista, pero solo había una dama que quería en su cama.
Tanteando a su alrededor, encontró su butaca, la acercó, se sentó y miró fijamente la carpeta. En la tranquila oscuridad, nadie podría verlo si lloraba.
A las once de la mañana siguiente Minerva ya había hecho un excelente comienzo en una lista de candidatas potenciales para el puesto de duquesa de Wolverstone.
Sentada en la sala matinal de la duquesa, escribió lo que sabía hasta ese momento de las jóvenes damas, y por qué había sido sugerida cada una en particular.
Se sentía predispuesta, y después de la última noche incluso más, a llevar a cabo el asunto de la boda de Royce tan rápidamente como fuera posible. Lo que sentía por él era ridículo, y ella lo sabía, aunque su encaprichamiento-obsesión no hacía más que crecer y profundizarse. Las manifestaciones físicas (y sus consecuentes dificultades) eran ya suficientemente malas, pero la tensión en su pecho, alrededor de su corazón, el afilado dolor que sintió la pasada noche, no por su difunto padre sino por él, la casi abrumadora urgencia de rodear su maldito escritorio y posar una mano sobre su brazo, de consolarlo… Incluso en el peligroso estado en el que estaba, le hubiera ofrecido consuelo imprudentemente.
– ¡No, no, no, y no! -Apretó los labios y añadió el último nombre que lady Augusta le había sugerido para su lista.
El era un Varisey, y ella, mejor que nadie, sabía lo que eso significaba.
Llamaron a la puerta.
– ¡Adelante! -Levantó la mirada mientras Jeffers entraba en la habitación.
Sonrió.
– Su Excelencia pregunta si podrías atenderlo. En su estudio.
Minerva miró su lista; por el momento estaba completa.
– Sí -Se levantó y la cogió. -Iré ahora mismo.
Jeffers la acompañó a través de la torre, y le abrió la puerta del estudio. Minerva entró y encontró a Royce sentado tras su escritorio, frunciendo el ceño ante el sencillo espacio.