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Esta había sido siempre su primera visión de su hogar. A pesar de todo, sintió la esclusa de conexión, sintió la marea creciente de afinidad.

Tiró de las riendas, e hizo que los caballos se detuvieran; después las agitó, y puso a los animales al trote para poder observar todo aquello incluso mejor.

Los campos, las cercas, los cultivos y las casitas aparecieron en un razonable orden. Atravesó la villa (no mucho más que una aldea) a buen paso. Los aldeanos lo reconocieron; algunos incluso lo saludaron, pero aún no estaba preparado para intercambiar bienvenidas, ni para aceptar condolencias por la muerte de su padre… aún no.

Otro puente de piedra salvaba el profundo y estrecho desfiladero a través del cual el río borboteaba y rodaba. Aquel cañón era la razón por la cual ningún ejército había intentado jamás tomar Wolverstone; el único modo de aproximarse era a través del puente de piedra, que era fácilmente defendible. Debido a las montañas en el resto de flancos, era imposible colocar catapultas o cualquier otro tipo de maquinaria de asedio en ningún sitio que no estuviera bajo el rango de un arquero decente desde las almenas.

Royce cruzó el puente, con el traqueteo de los cascos de los caballos ahogado bajo el tumultuoso rugido del fluir de las aguas, turbulento y salvaje, debajo. Justo como su temperamento. Cuanto más se acercaba al castillo, a lo que lo esperaba allí, más poderosas se hacían sus emociones. Más incómodas y distractoras.

Más ansiosas, vengativas y exigentes.

Las enormes puertas de hierro estaban frente a él, tan amplias como siempre habían sido; la representación de una cabeza de lobo gruñía en el centro de cada una de las estatuas de bronce sobre las columnas de las que pendían las puertas.

Con un movimiento de las riendas, envió los caballos al galope. Como si sintieran el final de su viaje, se inclinaron contra el arnés; pasaron rápidamente junto a los árboles, los majestuosos robles antiguos que bordeaban las tierras que dejaban a cada lado. Royce apenas se fijó, porque su atención (y todos sus sentidos) estaban fijos en el edificio que se alzaba frente a él.

Era tan majestuoso y estaba tan anclado al suelo como los robles. Se había mantenido así durante tantos siglos que se había convertido en parte del paisaje.

Aminoró el paso de los caballos mientras se aproximaban al patio delantero, bebiendo de la piedra gris, de los pesados dinteles, las profundas ventanas, con diamantinos cristales plomados colocados en los gruesos muros. La puerta delantera descansaba en el interior de un elevado arco de piedra; originalmente había sido una reja levadiza, no una puerta. El vestíbulo delantero, con su techo abovedado, había sido en origen un túnel que conducía hasta el muro interior del castillo; el muro exterior había sido desmantelado hacía mucho tiempo, aunque la torre se mantenía en el interior de la casa.

Dejó que los caballos caminaran en paralelo a la fachada, y Royce se permitió a sí mismo un momento en el que dejó que la emoción lo embargara durante solo un instante. Aun así, la indescriptible alegría de estar en casa de nuevo estaba profundamente ensombrecida, capturada y enredada en una telaraña de oscuros sentimientos; estar tan cerca de su padre (del lugar donde su padre debía haber estado, aunque ya no fuera así) solo servía para estimular el ya afilado borde de su inquieta furia, incapaz de perdonar.

Era una rabia irracional… una rabia que no tenía objeto. Pero aun así, la sentía.

Tomó aliento, llenando sus pulmones con el frío y revitalizante aire, apretó la mandíbula y envió a los caballos trotando alrededor de la casa.

Mientras rodeaba el ala norte y los establos aparecían ante su vista, se recordó a sí mismo que no iba a encontrar un oponente adecuado en el castillo con quien pudiera perder los estribos, con quien pudiera liberar su profunda y perdurable rabia.

Se resignó a otra noche de insomnio cuajada de pensamientos.

Su padre había fallecido.

Esto no tendría que haber sido así.

Diez minutos después entró en la casa a través de una puerta lateral, la que siempre había utilizado. Los pocos minutos que había pasado en los establos no lo habían ayudado a tranquilizar su temperamento; el mozo de cuadras, Milbourne, lo había saludado desde lejos, le había ofrecido sus condolencias y le había dado la bienvenida.

Había acogido aquellas palabras bienintencionadas con un asentimiento seco, había dejado los caballos de posta al cuidado de Milbourne, y entonces recordó algo y se detuvo para decirle que Henry (el sobrino de Milbourne) llegaría pronto con los caballos de Royce. Quería preguntarle quién más del personal de antaño estaba aún allí, pero no lo hizo; Milbourne se había mostrado demasiado comprensivo, y esto le había hecho sentirse… expuesto.

No era una sensación que le gustara.

Con la capa arremolinándose alrededor de sus pantorrillas embotadas, se dirigió a las escaleras occidentales. Se quitó los guantes de montar, los guardó en uno de sus bolsillos, y entonces subió los poco profundos peldaños de tres en tres.

Había pasado las últimas cuarenta y ocho horas solo, acababa de llegar y… ahora necesitaba estar solo de nuevo, para absorber y someter de algún modo los inesperadamente intensos sentimientos que su vuelta le había provocado. Necesitaba tranquilizar su agitado temperamento y sujetarlo con mayor firmeza.

La galería de la primera planta se extendía frente a él. Subió los últimos peldaños apresuradamente, entró en la galería, giró a la izquierda hacia la torre oeste… y tropezó con una mujer.

Escuchó su grito ahogado.

La sintió tambalearse y la sujetó… cerró sus manos sobre sus hombros y la estabilizó. La sostuvo entre los suyos.

Incluso antes de mirar su rostro, supo que no quería soltarla.

Su mirada se cerró sobre sus ojos, grandes y resplandecientes, de un majestuoso castaño con motas doradas, y enmarcados por unas lujuriosas pestañas oscuras. Su largo cabello era lustrosa seda del color dorado del trigo, ovillado y sujeto en la parte superior de su cabeza. Su piel era de una cremosa perfección, su nariz noble y recta, su rostro con forma de corazón, su barbilla redondeada. Tras detallar estos rasgos con una mirada, sus ojos se concentraron en sus labios. Eran rosados como el pétalo de una rosa, y estaban separados por la sorpresa. Su labio inferior era tan exuberantemente tentador que la urgencia de aplastarlo bajo los suyos fue casi abrumadora.

Ella lo había cogido por sorpresa; él no había tenido ni el más ligero indicio de que ella estuviera allí, deslizándose hacia delante, con la gruesa alfombra atenuando sus pasos. Él, evidentemente, también la había sorprendido; sus ojos abiertos de par en par y sus labios separados le decían que ella tampoco lo había escuchado subir las escaleras… Royce seguramente se había movido silenciosamente, como habitualmente hacía.

La mujer retrocedió; apenas un centímetro separaba el duro cuerpo del duque del de ella, mucho más suave. El sabía que era suave, había sentido su madura figura contra la suya, abrasando sus sentidos en aquel instante de fugaz contacto.

A un nivel racional se preguntó cómo era posible que una dama de su clase estuviera merodeando por aquellos pasillos, mientras en un plano más primitivo combatía la urgencia de cogerla en brazos, llevarla hasta su habitación y aliviar el repentino y abrumadoramente intenso dolor entre sus piernas… Y distraer su temperamento del único modo posible, uno que ni siquiera se había imaginado que estuviera disponible.

Aquel lado más primitivo suyo veía correcto que aquella mujer (quienquiera que fuera) estuviera caminando justo por allí, y justo en ese momento, y que fuera justo la mujer adecuada para prestarle aquel singular servicio.

La furia, incluso la rabia, se había convertido en lujuria; estaba familiarizado con esa transformación, aunque nunca le había golpeado con tanta velocidad o fuerza. Y nunca antes el resultado había amenazado su control.