– He hablado con Handley esta mañana… Me ha dicho que, hasta donde él sabe, no hay asuntos pendientes en el ducado. Eso no puede ser verdad.
Handley, su secretario, había llegado a principios de semana, y para su inmenso alivio había demostrado ser un hombre de unos treinta años tremendamente fiable, extremadamente eficiente, ejemplarmente leal; había sido una enorme ayuda durante los preparativos y en el mismo funeral.
– Handley tiene razón -Se sentó en la butaca ante el amplio escritorio. -Nos ocupamos de todos los asuntos pendientes la semana pasada. Como hemos tenido tantos visitantes en el castillo, me pareció prudente limpiar tu escritorio -Miró el vacío en cuestión. -No hay nada que requiera nuestra atención hasta la semana que viene.
Miró la lista que tenía en la mano.
– Excepto, por supuesto, esto -Se la tendió.
Royce dudó, y después, a regañadientes, la cogió.
– ¿Qué es esto?
– Una lista de las candidatas potenciales para el puesto que necesitas cubrir -Le dio un momento para que ojeara la página. -Es solo una lista parcial (aún no he tenido la oportunidad de contrastarla con Helena y Horatia), pero podrías comenzar a considerar a estas damas, por si hay alguna que destaque…
Royce tiró la lista sobre su vade.
– No deseo ocuparme de este tema ahora.
– Pues vas a tener que hacerlo -Tenía que conseguir que se casara para poder escapar. -Aparte de todo lo demás, las grandes damas se quedarán hasta el lunes, y tengo la fuerte sospecha de que esperan oír una declaración tuya antes de marcharse.
– Pueden irse al diablo.
– El diablo no se quedaría con ellas, como bien sabes -Tomó aliento, intentando reunir paciencia. -Royce, sabes que tienes que elegir una esposa. En los próximos días. Sabes por qué -Dejó que su mirada cayera en la lista ante él. -Tienes que empezar con eso.
– Hoy no -Royce la silenció con una mirada, una lo suficientemente poderosa para hacer que ella presionara con fuerza sus labios contra las palabras que él sentía que estaban en su lengua.
La situación era insoportable. Completamente. Royce se sentía tenso, nervioso; su agitación había desarrollado un trasfondo con el que estaba familiarizado… Llevaba sin estar con una mujer demasiado tiempo.
Pero aquel no era, exactamente, el problema. Su problema estaba sentado frente a él, al otro lado de su escritorio, con la intención de sermonearlo sobre la necesidad de elegir a alguna lela estúpida como su esposa. Como la dama que compartiría su cama.
En lugar de ella.
Necesitaba apartarse de ella antes de que su carácter, o su desasosiego (ambos eran igualmente peligrosos) se escapara de sus correas. Antes de que Minerva tuviera éxito al empujarlo hacia ese extremo. Por desgracia, sus amigos y sus esposas se habían marchado aquella mañana; había querido suplicarles que se quedaran, pero no lo había hecho… Todos ellos tenían jóvenes familias esperándolos en casa, y estaban ansiosos por volver.
Devil se había marchado, también, por la Gran Carretera del Norte. Hubiera deseado poder irse él también; habrían cabalgado juntos hasta Londres… Si todo lo que quería, todo lo que necesitaba ahora, no estuviera allí, en Wolverstone.
Una buena parte de lo que quería estaba sentada al otro lado del escritorio, esperando ver lo que él iba a hacer, preparada para contrarrestarlo, para presionarlo con el fin de que hiciera su elección.
Entornó los ojos mientras miraba su rostro.
– ¿Por qué estás tan dispuesta a ayudar a las grandes damas en esta cuestión… -Dejó que su voz se hiciera más suave, y más tranquila, mientras hablaba -incluso contra mis deseos? -La miró fijamente a los ojos, y levantó las cejas. -Tú eres mi ama de llaves, ¿no?
Ella sostuvo su mirada, y después ligeramente, como por instinto, levantó la barbilla.
– Yo soy el ama de llaves de Wolverstone.
El duque era un maestro interrogador; sabía cuándo tocaba una fibra. Lo pensó por un momento, y después, sin alterar la voz, dijo:
– Yo soy Wolverstone, un hecho que pareces haber olvidado, así que, ¿a qué te refieres exactamente?
Salió a la superficie su expresión de pensando-que-decirle; Royce esperó, aparentemente paciente, sabiendo que ella terminaría lo que tenía que terminar.
Finalmente, Minerva tomó aire.
– Hice una promesa… Dos promesas. O mejor dicho, la misma promesa dos veces. Una a tu madre antes de que muriera, y después antes de morir, tu padre me pidió que le hiciera la misma promesa, y yo la hice -Sus ojos, un popurrí de castaños otoñales, sostuvieron los suyos. -Les prometí que te dejaría asentado y adecuadamente establecido como el décimo duque de Wolverstone.
Minerva esperó para escuchar su respuesta a aquello, a su indiscutible excusa para presionarlo a que siguiera el consejo de las grandes damas y escogiera una esposa inmediatamente.
Desde el instante en el que empezó a preguntarle, su rostro (que antes no era tampoco demasiado expresivo) se había convertido en algo imposible de leer. Su expresión era todo piedra, y no revelaba ninguna pista de sus pensamientos, y mucho menos de sus sentimientos.
De repente se apartó del escritorio.
Asombrada, parpadeó, sorprendida por lo repentinamente que se había levantado. Se puso de pie mientras él rodeaba el escritorio.
– Voy a salir a montar.
Aquellas palabras gruñidas la dejaron congelada en el sitio.
Durante un segundo los ojos de Royce, llenos de un oscuro fuego y de una ilegible emoción, la penetraron, y después pasó junto a ella, se apresuró hasta la puerta y desapareció.
Totalmente aturdida, Minerva miró la puerta abierta. Y escuchó cómo sus pasos, enfadados y rápidos, se desvanecían.
Hamish se rió tan fuerte que se cayó del muro. Disgustado, como su hermanastro siguió riéndose, le dio una patada en el hombro.
– Si no paras, tendré que bajar y darte una paliza.
– Oh, sí -Hamish inhaló y se secó las lágrimas de los ojos. -¿Tú y qué ejercito inglés?
Royce lo miró.
– Nosotros siempre ganamos.
– Eso es verdad -Hamish se obligó a contener la alegría. -Vosotros ganáis las guerras, pero no todas las batallas -Se puso de pie, respirando con dificultad; volvió a sentarse junto a Royce con una mano en el costado.
Ambos miraron las colinas.
Hamish agitó su rizada cabeza.
– Aún tengo ganas de reírme… Oh, no por el hecho de que tengas que buscarte una esposa con tanta urgencia (es el tipo de cosas por las que tus ancestros iban a la guerra), sino por la idea de que tú… tú… estés siendo perseguido por todas esas ancianas damas, todas agitando listas y pidiéndote que elijas… hey, muchacho, tienes que admitir que es divertido.
– No desde donde yo estoy sentado. Y por ahora, Minerva es la única que agita una lista -Royce se miró las manos, despreocupadamente entrelazadas sobre sus rodillas. -Pero eso no es lo peor. Elegir una esposa, casarse… Hacerlo todo ahora… Es una irritación. Aunque… No estoy seguro de poder manejar el ducado, y todo lo que conlleva (la sociedad, la política, los negocios, la población) sin Minerva, pero ella no va a quedarse una vez que yo me haya casado.
Hamish frunció el ceño.
– Sería una gran pérdida -Pasó un minuto, y después dijo: -No… No puede ser. Ella es más Wolverstone que tú. Lleva viviendo allí, ¿cuánto? ¿Veinte años? No me la imagino marchándose, no a menos que tú quieras que lo haga.
Royce asintió.
– Eso pensaba yo, pero ahora la conozco mejor. Al principio, cuando volví, me dijo que no sería mi ama de llaves para siempre, que cuando me casara le pasaría las llaves a mi esposa, y ella se marcharía. Eso me pareció razonable en aquel momento, pero desde entonces he descubierto lo importante que es para el ducado, lo mucho que contribuye a su administración incluso fuera del castillo, y lo vital que es para mí… Honestamente, no podría haber sobrevivido a los últimos días sin ella, no socialmente. Hubiera fracasado más de una vez si ella no hubiera estado allí, literalmente a mi lado, para ayudarme a superar el lance -Royce ya le había explicado la desventaja social con la que lo había cargado su exilio.