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– Efectivamente -dijo la princesa Esterhazy, con su acentuada voz, -es un milagro que aún no tengas un aluvión de carruajes tras las puertas.

– Es de suponer -dijo Lady Osbaldestone -que esperarán al menos hasta una semana después del funeral.

Royce examinó su rostro, y comprobó también el de las demás; no estaban de broma.

Helena, con sus ojos habitualmente claros ensombrecidos por la preocupación, se inclinó hacia delante.

– Deberíamos dejar claro, quizá, que no estamos metiéndote prisa para que hagas algo que en algún momento no fueras a hacer por voluntad propia. Lo único que cambia es el tiempo -Puso un rostro expresivo. -Tu familia siempre ha visto el matrimonio como un camino para la alianza, para favorecer el ducado. Todos sabemos que los Varisey no se permiten las uniones por amor. Y aunque eso puede no ser del gusto de todas nosotras, no estamos sugiriéndote que cambies tu punto de vista. No. Lo único que estamos diciendo es que debes hacer tu elección… Exactamente la misma elección que ibas a hacer en algún momento, ¿n'estce pas? Sencillamente, la elección tiene que hacerse con mayor rapidez de lo que esperabas, ¿no? -Extendió las manos. -Eso es todo.

¿Todo? Antes de que pudiera responder, Therese señaló las listas.

– Minerva te ha proporcionado nuestras recomendaciones iniciales, pero éstas son más extensas. Nos hemos quebrado la cabeza, y hemos incluido a todas las candidatas potenciales -Lo miró a los ojos. -Ninguna dama de esa lista rechazaría la posibilidad de ser tu duquesa. Soy consciente (todas lo somos) de que te estás viendo obligado a esta situación, y de que estas damas no están presentes para que las conozcas. Sin embargo, teniendo en cuenta la decisión que debes tomar, ninguno de estos hechos es relevante.

Exhaló aire profundamente, mantuvo su mirada, con la suya cargada por el poder que blandía.

– Te sugiero que hagas tu elección entre estas damas… Cualquiera de ellas sería una esposa totalmente aceptable -Se detuvo, y continuó: -No tiene sentido echarte un sermón, a ti menos que a nadie, sobre el concepto del deber. Acepto que sabes incluso más que yo sobre esa virtud. Sea como sea, no hay una razón justificable para que demores una actuación a este respecto -Sus manos se tensaron sobre la cabeza de su bastón. -Hazlo, y todo habrá terminado.

Se levantó, y todas las demás la imitaron. Royce las miró, y después, tensa y lentamente, se incorporó.

Ninguna de ellas era ciega, ninguna era tonta. Todas notaron su estado de ánimo, todas inclinaron las cabezas ante él con un coro de "su Excelencia", se giraron, y se marcharon.

Royce se quedó allí, con el rostro como la piedra, totalmente inexpresivo, con todos los instintos y todas las reacciones rígidamente suprimidos, mirando cómo se marchaban.

Minerva siguió mirándolo. Era la última en la hilera hacia la puerta; intentó quedarse atrás, pero lady Augusta, que iba por delante de ella, retrocedió, la tomó del brazo con fuerza y la arrastró con ella.

Jeffers, en su puesto habitual en el pasillo, extendió la mano y cerró la puerta; mirando por encima de su hombro, Minerva captó un último vistazo de Royce, aún de pie tras su escritorio, mirando su lista.

Vio que sus labios se curvaban en un gruñido insonoro.

Les había advertido que no lo hicieran (la emboscada de las grandes damas), firme y taxativamente, pero no la habían escuchado.

Y entonces había dejado de discutir porque, de repente, no había estado segura de sus razones, de sus motivaciones para no querer que ellas lo presionaran de ese modo.

¿Estaba discutiendo debido a sus crecientes sentimientos por él? ¿Estaba intentando protegerlo? Y si era así, ¿de qué y por qué? ¿O tenía razón al pensar que presentarse en grupo ante él, de aquel modo, sería interpretado por el duque casi con toda seguridad como un ultimátum, lo que era poco prudente, por no decir una mala idea?

Ella ahora sabía la respuesta. Había sido una muy mala idea.

Nadie lo había visto desde aquella reunión en su estudio la tarde anterior. No había bajado a cenar, decidió cenar solo en sus aposentos, y aquella mañana se había levantado al amanecer (eso le habían contado), había desayunado en la cocina, y después había acudido al establo, había cogido a Sable y había desaparecido.

Podía estar en cualquier parte, incluso en Escocia.

Minerva estaba en el vestíbulo delantero rodeada por las maletas y baúles de las grandes damas y supo, por los rostros determinados y obstinados de las mismas mientras se posaban sobre los mencionados baúles y maletas, que pretendían cumplir su promesa de no abandonar aquel lugar hasta que Wolverstone (ninguna de ellas lo llamaba ya por su nombre de pila) les comunicara su decisión.

Llevaban allí sentadas una hora y media completa. Sus carruajes estaban alineados en el patio delantero, preparados para llevarlas a sus destinos pero, si no se marchaban pronto, ninguna llegaría a ninguna de las ciudades principales antes del anochecer, de modo que deberían permanecer allí otra noche. Minerva no sabía si sus temperamentos, o el de ella, lo soportaría; no quería ni pensar en el de Royce.

Su oído era más agudo que el de ellas; escuchó un crujido distante, después un golpe… La puerta del patio oeste abriéndose y cerrándose. Tranquilamente, se giró y se deslizó por el pasillo junto a ella, el único que conducía al ala oeste.

Una vez que estuvo fuera de la vista del vestíbulo delantero, se agarró la falda del vestido y echó a correr.

Giró una esquina a toda velocidad… Y apenas se las arregló para no tropezar con él de nuevo. Su rostro aún era de granito tallado; la miró, y después la rodeó y siguió adelante.

Conteniendo el aliento, Minerva dio la vuelta y se apresuró incluso más para ponerse a su altura.

– Royce… Las grandes damas están esperándote para marcharse.

No aminoró el paso.

– ¿Para qué?

– Para que les comuniques tu decisión.

– ¿Qué decisión?

Minerva lo maldijo mentalmente; su tono de voz era demasiado suave.

– El nombre de la dama que has elegido para que sea tu esposa.

El vestíbulo delantero estaba frente a ellos. Los pasillos portaban las voces; las damas lo habían oído. Se tensaron, se pusieron de pie y lo miraron con expectación.

El miró a Minerva, y después impasiblemente a ellas.

– No.

La palabra era una negativa absoluta e incontestable.

Sin romper el paso, inclinó la cabeza con frialdad mientras pasaba junto a la fuerza femenina reunida de la clase alta.

– Que tengan buen viaje.

Dicho eso, se dirigió a las escaleras principales, las subió rápidamente y desapareció en la galería más allá.

Dejando a Minerva, y a todas las grandes damas, mirándolo.

Prosiguió un momento de asombrado silencio.

Minerva tomó aliento y se giró hacia las grandes damas… Y descubrió que todas las miradas estaban puestas en ella.

Augusta señaló hacia las escaleras.

– ¿Quieres? ¿O lo hacemos nosotras?

– No -No quería que él terminara diciendo algo irrecuperable y alienante de ninguna de ellas; a pesar de todo, iban con buena intención, y su apoyo sería de un valor incalculable (para él, e incluso más para su esposa) en años venideros. Se giró hacia las escaleras. -Yo hablaré con él.

Levantó sus faldas y subió rápidamente, y después se apresuró tras él por el interior de la torre. Necesitaba aprovechar el momento, hablar con Royce en ese instante, y conseguir que hiciera alguna declaración aceptable, o las grandes damas se quedarían. Y se quedarían. Estaban tan decididas como terco era el duque.

Asumió que se habría dirigido al estudio, pero…

– ¡Maldición! -Escuchó sus pasos cambiar la ruta hacia sus aposentos.

Sus aposentos privados; Minerva reconoció la advertencia implícita, pero tenía que ignorarla. No había sido capaz de disuadir a las grandes damas, de modo que allí estaba, persiguiendo a un violento lobo hasta su cueva.