Royce se incorporó antes de que pudiera preguntarle nada. Quitándose la chaqueta, caminó hacia su dormitorio.
– Y ahora, si me disculpas, debo cambiarme.
Minerva frunció el ceño, molesta por su negativa a dejarla asegurarse, pero ya que no tenía elección, así que inclinó la cabeza, se giró y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
Mientras se aflojaba el pañuelo del cuello, Royce miró la puerta cerrada y entró en su habitación. Ella descubriría pronto la respuesta a su pregunta.
CAPÍTULO 07
A la mañana siguiente, vestida con ropa de montar, Minerva estaba sentada en el salón de desayuno privado, tomando su tostada con mermelada tan rápidamente como podía; pretendía salir a dar un paseo con Rangonel tan pronto como fuera posible.
No había visto a Royce desde que la había enviado con su respuesta a la demanda de las grandes damas. No se había unido a los invitados que aún permanecían allí para la cena; a ella no le había sorprendido. Pero no tenía ninguna prisa por encontrarse con él, no hasta que volviera a ser ella misma, así que, debido a su cautela, terminó la tostada, se bebió su té, se levantó y se dirigió a los establos.
Retford le había confirmado que su Excelencia había desayunado antes y que se había marchado cabalgando; seguramente ya estaría lejos, pero Minerva no quería encontrarse con él si terminaba de cabalgar antes y volvía a la torre. Evitó el patio oeste, su ruta favorita, y salió por el ala este del castillo, atravesando los jardines. Había pasado una tarde intranquila, y una incluso más agitada noche, repasando en su mente las damas de la lista, intentando predecir a quién habría elegido. Había conocido a varias de ellas durante las temporadas que ella y su madre habían pasado en la capital; aunque no podía imaginarse a ninguna de ellas como su duquesa, esa falta de entusiasmo no explicaba el sentimiento de vacío que, en los últimos días, había estado creciendo en su interior.
Y que se había intensificado considerablemente después de haber entregado su declaración a las grandes damas, y de haberlas despedido a su marcha.
Ciertamente, haberse visto obligada a declarar en voz alta la infelicidad que le causaba dejar Wolverstone, haber dado voz a lo que sentía realmente, no había servido de ayuda. Cuando se retiró a sus aposentos aquella noche, aquella inesperada emoción estaba aproximándose a la desolación. Como si algo fuera horriblemente mal.
No tenía sentido. Ella había hecho lo que tenía que hacer (lo que sus promesas le habían obligado a hacer) y había tenido éxito. Aunque sus emociones habían tirado alocadamente en la dirección contraria; no sentía que hubiera ganado, sino que había perdido.
Que había perdido algo vital.
Era una tontería. Siempre había sabido que llegaría el momento en el que tendría que dejar Wolverstone.
Tenía que ser algún giro irracional de sus emociones provocado por la cada vez más tensa batalla que mantenía para que sus frustrantes e irritantes reacciones físicas, causadas por el encaprichamiento obsesivo que sentía por Royce, permanecieran totalmente ocultas… Tanto que ni siquiera él pudiera verlas.
Los establos estaban frente a ella. Caminó hasta el patio, y sonrió cuando vio a Rangonel ensillado y esperándola junto al peldaño de monta, con un mozo junto a su cabeza. Minerva se acercó a él… Y un relámpago gris y el sonido de unos cascos la hizo mirar a su alrededor.
Sable brincaba en el lado opuesto del patio, ensillado… Y esperando. Intentó convencerse de que Royce acababa de volver, pero el semental parecía fresco e impaciente por salir.
Entonces vio a Royce, alejándose del muro contra el que había estado apoyado mientras charlaba con Milbourne y Henry.
Henry se alejó para calmar a Sable y desatar sus riendas.
Milbourne se levantó del banco en el que había estado sentado.
Y Royce caminó hacia ella.
Apresurando el paso, se apoyó en el peldaño y subió, sin aliento, a su montura.
Royce se detuvo a algunos pasos de distancia y la miró.
– Tengo que hablar contigo.
Sin duda sobre su esposa. Sus pulmones se comprimieron; se sintió totalmente enferma.
Royce no esperó ningún acuerdo, sino que tomó las riendas que Henry le ofrecía y subió al lomo de Sable.
– Ah… Tenemos que hablar sobre el molino. Tenemos que tomar alguna decisión.
– Podremos hablar cuando nos detengamos para que los caballos descansen -Su oscura mirada la recorrió, y después condujo a Sable hasta la arcada. -Vamos.
Esta vez, él guiaba el paseo.
No tenía más opción que seguirlo. Debido al paso que marcó, necesitó toda su concentración; solo cuando aminoró la velocidad y comenzaron a subir Lord's Seat pudo comenzar a preguntarse qué era lo que iba a decirle exactamente.
Royce la guió hasta un puesto de observación, una plataforma cubierta de césped en la ladera de la colina donde un retazo de bosque rodeaba un claro semicircular. Tenía una de las mejores vistas de la zona: miraba al sur desde el desfiladero a través del cual el Coquet serpenteaba, hasta el castillo, bañado por la luz del sol y ubicado contra las montañas de Fondo más allá.
Royce había elegido aquel punto deliberadamente; tenía la mejor y más completa vista de la propiedad, de los campos, así como del castillo.
Condujo a Sable hasta los árboles, desmontó y anudó las riendas a una rama. Sobre su zaino, Minerva lo siguió más lentamente. Le dejó tiempo para que se deslizara de su grupa y atara su caballo, y cruzó la exuberante hierba en el borde del claro; miró sus tierras, y aprovechó el momento para ensayar sus argumentos una vez más.
Ella no quería dejar Wolverstone y, como testificaba la prístina condición de esferas armilares, sentía algo por él. Puede que no fuera equivalente al deseo que él sentía por ella, pero Minerva aún no había visto lo suficiente de él para haber desarrollado una admiración y una apreciación de su talento recíproca a la de él por ella. Pero era suficiente.
Suficiente para trabajar con ello, suficiente para que pudiera sugerirlo como base para su matrimonio. Era muchísimo mejor que la que posiblemente existía entre él y cualquiera de las señoritas de la lista de las grandes damas.
Estaba preparado para persuadirla.
Minerva tenía veintinueve años, y había admitido que ningún hombre le había ofrecido nada que valorara.
Valoraba Wolverstone y él podía ofrecérselo.
Efectivamente, estaba ansioso por ofrecerle cualquier cosa que estuviera en su poder proporcionarle, si es que de ese modo conseguía que aceptara ser su duquesa.
Quizá no tuviera tan buenos contactos o tan buena dote como las candidatas de la lista, pero su cuna y su fortuna eran más que suficientes para que no tuviera que temer que la sociedad considerara que la suya era una mala unión.
Además, al casarse con él, cumpliría las promesas que hizo a sus padres, indiscutiblemente, del modo más efectivo… Era la única mujer que alguna vez le había plantado cara, que alguna vez le había presentado oposición.
Como había demostrado el día anterior, le diría cualquier cosa que creyera que necesitaba oír a pesar de que él no quisiera oírlo. Y lo haría sabiendo que podía hacerla pedazos, sabiendo lo violento que podía ser su carácter. Ella ya lo sabía, se había mostrado segura de que él nunca los perdería con ella, ni sobre ella.
Minerva lo sabía todo de él. Y que tuviera el valor para actuar, a pesar de ese conocimiento, decía incluso más de ella.
Necesitaba a una duquesa que fuera algo más que una cifra, que un ornamento social para su brazo. Necesitaba una compañera, y ella era la única que estaba cualificada.
Su preocupación por el ducado, su relación con él, era el complemento al suyo; juntos, darían a Wolverstone (al castillo, al ducado, al título, y a la familia) la mejor administración que podría tener.
Y en lo que se refería a la cuestión crítica de sus herederos, tenerla en su cama era algo que ansiaba; la deseaba… Más de lo que podría desear a cualquiera de las candidatas de las grandes damas, sin importar lo hermosas que fueran. La belleza física era el menos importante de los atractivos para un hombre como él. Tenía que haber algo más, y en ese aspecto Minerva estaba sumamente bien dotada.