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El día anterior, mientras el ama de llaves insistía en que complaciera a las grandes damas, Royce finalmente había aceptado que, si quería un matrimonio como el de sus amigos, entonces, sin importar lo que tuviera que hacer para convertirlo en realidad, era a Minerva a quien necesitaba como su esposa. Que, si quería algo más que un matrimonio sin amor, tendría que actuar y, como lo había hecho con su ayuda en otras cuestiones, intentar encontrar un nuevo camino.

Con ella.

La certeza que esto le había infundido no había palidecido; con el transcurrir de las horas se había hecho más intensa. Nunca se había sentido más seguro, más concentrado en su camino, con mayor confianza en que aquello era lo mejor para él.

Sin importar lo que tuviera que hacer… Sin importar los obstáculos que ella pudiera colocar en su camino, sin importar a dónde lo guiara aquel camino, o lo peligroso que pudiera ser el viaje, sin importar lo que ella o el mundo pudieran exigirle… Tenía que conseguir a Minerva.

No podía sentarse y esperar a que ocurriera; si esperaba más, tendría que casarse con otra persona. Así que haría lo que fuera necesario, se tragaría las partes de su orgullo que tuviera que tragarse, intentaría persuadirla, seducirla, atraerla… Hacer lo que fuera necesario para convencerla de que fuera suya.

Su mente y sus sentidos volvieron al presente, preparados para hablar; entonces la buscó… y se dio cuenta de que no se había unido a él.

Se giró y la vio aún montada en su caballo. Había girado al enorme zaino para apreciar las vistas. Con las manos entrelazadas ante ella, contemplaba el valle.

Royce se movió, intranquilo, y captó su atención. Le hizo una señal para que se acercara.

– Baja. Quiero hablar contigo.

Minerva lo miró un momento, y después guió a su caballo hacia delante. Lo detuvo junto al duque y lo miró desde su grupa.

– Estoy cómoda aquí. ¿De qué quieres hablar?

Royce la miró. Declararse mientras ella lo miraba desde arriba era absurdo.

– De nada que podamos discutir mientras estás ahí subida.

Minerva sacó sus botas de los estribos. El duque extendió los brazos y la ayudó a bajar de su grupa.

Minerva ahogó un gritó. Royce se había movido tan rápido que no había tenido tiempo para bloquearlo… Para evitar que cerrara sus manos alrededor de su cintura y la levantara.

La bajó hasta el suelo lentamente.

La mirada de su rostro (de una total y asombrada incredulidad) no habría tenido precio si ella hubiera sabido qué la había puesto allí.

Minerva había reaccionado ante su roce. Decisiva y definitivamente. Se había tensado. Sus pulmones se habían contraído; su respiración se había vuelto agitada. Concentrado en ella, con las manos apretando con fuerza su cintura, Royce no se había perdido ninguna de estas reveladoras señales.

Mucho antes de que sus pies tocaran el suelo, él ya había adivinado su secreto.

Lo sabía sin ninguna duda.

Ella había leído todo eso en el sutil cambio de sus rasgos, en la repentina resolución (en la implacable resolución), que ahora llameaba en sus ojos.

Entró en pánico. En el momento en el que sus pies tocaron el suelo, se obligó a tomar aire, abrió los labios…

Royce inclinó la cabeza y la besó.

No suavemente.

Fuerte. Vorazmente. Sus labios se habían separado, y su lengua llenó su boca sin haberle pedido permiso.

El duque la había asaltado y había tomado posesión de ella. Sus labios exigían, demandaban… tensando rapazmente sus entradas. Capturando sus sentidos.

El deseo la recorrió como una ardiente marea.

El de él, se dio cuenta fugazmente, no sólo el de ella.

El descubrimiento la aturdió totalmente; ¿desde cuándo la deseaba?

Aunque la habilidad para pensar, para razonar, para hacer algo que no fuera sentir y responder, había cesado.

Al principio no se dio cuenta de que estaba devolviéndole el beso; cuando lo hizo, intentó detenerse… Pero no pudo. No pudo apartar sus sentidos de su fascinación, de su ávida excitación; aquello era mejor de lo que esperaba. A pesar de toda su prudencia, no era capaz de separarse, ni de él, ni de aquello.

Royce se lo puso más difícil cuando inclinó la cabeza, sesgó los labios sobre los suyos, y profundizó el beso… No gradualmente, sino en un audaz salto que la hizo estremecerse.

Las manos de Minerva habían caído hasta sus hombros; los apretó con fuerza mientras sus bocas se fundían, mientras el duque, implacablemente, se abría camino, asolaba sus defensas y la arrastraba con él hacia aquel abrasador e íntimo intercambio. No podía comprender cómo sus ansiosos besos, sus duros y hambrientos labios, su audaz lengua, la habían capturado, atrapado, y después la habían hecho prisionera de su propia necesidad de responder. No era la voluntad de Royce la que la hacía besarlo con tal ansiedad, como si a pesar del buen juicio, no pudiera conseguir suficiente de su ligeramente oculta posesión.

Minerva siempre había sabido que el duque sería un amante agresivo; lo que no sabía, lo que nunca hubiera imaginado, era que respondería tan flagrante, tan seductivamente… Que recibiría aquella agresión con una bienvenida, que la aceptaría como si le perteneciera, y demandaría más.

Aunque eso era precisamente lo que estaba haciendo… Y no podía parar.

Su experiencia con los hombres era limitada, pero no inexistente, aunque aquello era algo que estaba totalmente más allá de su conocimiento.

Ningún otro hombre había hecho que su corazón galopara, ninguno había hecho que su sangre cantara, enviándola a toda velocidad a través de su cuerpo.

Con sus labios sobre los suyos, con solo un beso, Royce la había transformado en una mujer ávida y lasciva… Y alguna parte de su alma cantaba.

Royce lo sabía. Sentía su respuesta en cada fibra de su ser. Quería más… De ella, de su lujuriosa boca, de sus descaradamente invitadores labios. Aunque más allá de su propia ansia yacía la sorpresa ante la de ella, una tentación como ninguna otra, en cada uno de los instintos primitivos que poseía, se había concentrado, apresurándose con paso inquebrantable por la ruta más directa y segura para apaciguar sus propias y ya tumultuosas necesidades.

Hundido en su boca, no estaba pensando. Solo a través de los sentimientos registró (con un pinchazo de incredulidad cuando se dio cuenta de lo que ella había estado escondiendo) que ella, efectivamente, respondía ante él vibrantemente, instintivamente, y lo que era más importante, sin poder evitarlo.

A pesar de su experiencia, de sus habilidades, lo había engañado totalmente. Sintió una oleada de rabia porque las agonías que había sufrido durante las últimas semanas, mientras sometía su lujuria por ella, habían sido innecesarias. Si se hubiera rendido y la hubiera besado, ella habría cedido.

Como había cedido ahora.

Estaba esclavizada irremediablemente por el deseo, por la pasión que había entrado en erupción entre ellos, más poderosa, más intensa por haberla negado antes.

El alivio lo atravesó; ya no necesitaría seguir suprimiendo su deseo por ella. La expectación ardió ante la perspectiva de darle rienda suelta. De deleitarse a fondo. Con ella. En ella.

Un instante antes de besarla, la había mirado a la cara, a esos espléndidos ojos otoñales… y los había visto abrirse de par en par. No solo por la consciencia de que él había descubierto lo que ella había estado escondiendo, no sólo con aprensión por lo que él podría hacer a partir de ese momento, sino con una conmoción sensual. Aquello era lo que había hecho arder sus ojos, llenándolos de ricos tonos ocres y dorados; con más de la experiencia suficiente para reconocerlo, instantáneamente lo aprovechó.