Había visto que sus labios se separaban, comenzando a formar alguna palabra; no había tenido interés en escucharla. Y ahora… Ahora que estaba atrapada en la telaraña de sus deseos, Royce sólo estaba interesado en una cosa. En poseer lo que había deseado tomar los últimos días.
En poseerla.
Ella estaba colgada de sus labios, tan profundamente atrapada en su beso como él. Las rodillas de Minerva se habían debilitado; Royce tenía las manos alrededor de su cintura, con las duras palmas contra el terciopelo de su vestido, y deslizó las manos, lenta y deliberadamente, hacia arriba, sobre sus costillas, y las cerró posesivamente sobre sus pechos.
Rompió el beso, dejó que sus labios hambrientos se separaran apenas lo suficiente para captar el delicioso siseo interior de su aliento mientras disminuía la presión en sus manos, y después las cerraba de nuevo, amasándolas provocativamente. Justo lo suficiente para saborear su tenue gemido cuando encontró sus pezones y, a través de la tela, rodeó los tensos cimas con sus pulgares.
Entonces volvió al beso, reclamó su boca, hizo girar sus entrañas de nuevo mientras preparaba sus manos para aprender todo lo que necesitaban saber para reducirla a la mujer sensual que tenía toda la intención de sacar de ella.
Minerva la tenía en su interior. Royce lo sabía.
Incluso a través de ese beso, el duque supo sin duda que no solo era más receptiva que cualquier otra mujer que hubiera conocido, sino concretamente más receptiva a él. Si la manejaba correctamente, si la educaba adecuadamente, de buena gana cedería ante él en todo, en cualquier cosa y en todo lo que quisiera de ella; lo sabía en su interior.
No había nada que el antiguo señor de su interior encontrara más seductor que la perspectiva de una rendición absoluta.
Saqueó su boca, y se deleitó en el conocimiento de que, pronto, ella sería suya. De que, muy pronto, ella yacería en su cama junto a él, caliente y obediente mientras Royce se introducía en ella.
Cuando la tomara, la reclamaría y la haría suya.
Ni siquiera necesitaría ir lentamente; ella no se sentiría sorprendida por sus demandas. Lo conocía bien, sabía lo que podía esperar de él.
Cerró las manos posesivamente alrededor de sus pechos, apretando sus dilatados pezones entre sus dedos, y movió sus caderas para que el largo músculo se moviera más definitivamente contra la suave carne en el vértice de las de ella, captando su atenuado gemido, y sosteniéndola, con los labios y la lengua apretándola incluso con más fuerza en el cada vez más explícito intercambio.
Atrayéndola incluso con más fuerza por el camino hasta su objetivo.
Minerva conocía esta dirección, la sentía (y le dolía) con cada músculo, con cada tenso nervio, mientras la mayor parte de su mente estaba siguiéndolo delirantemente, abandonándose lascivamente a su deseo y al de ella, y una pequeña parte permanecía lúcida, separada, y gritando que aquello era más que peligroso, más que desastroso… Que era una desgracia a punto de ocurrir.
No importaba; no podía apartarse de él. Su mente estaba abrumada, seducida en todos los sentidos.
El, su beso, era todo poder y pasión, entrelazado, entrecruzado, inseparable.
El sabor de él, de la combinación de sus sentidos, invalidaba su buen juicio con una facilidad devastadora. El afilado deseo que había en su beso, peligroso e inflexible, la atraía. El la devoraba, la atrapaba, la reclamaba… Y ella lo besaba, queriendo más, invitando a más; sus manos sobre su cuerpo, duras y posesivas, habían provocado un fuego en su interior que sabía que él sofocaría.
Necesitaba sentirlo, aquel fuego, aquella vida… necesitaba arder en sus llamas.
Minerva lo sabía, lo anhelaba, a pesar de que sabía que con él, ese fuego abrasaría, llagaría, y por último, dejaría cicatriz y marcaría para toda la vida.
Aunque el hecho de que Royce la deseara -y ella sabía lo suficiente para saber que su deseo era tan honesto y real como el de ella -venció y destruyó totalmente sus cuidadosamente construidas defensas. Su necesidad, su cruda ansia, era el arma más poderosa que podía blandir contra ella… Si es que necesitaba alguna.
Minerva sabía que era tonta por permitir que el beso la inflamara. Pero no tenía ni idea de qué podría haber hecho para detenerlo. Incluso sabiendo lo imprudente que era aceptar tan lascivamente cada potente caricia, y despreocupadamente (abandonando el buen juicio) pedir más, no podía evitar disfrutar de aquello, de aquel momento, con ambas manos, y sacar de él todo lo que pudiera. Estaba colgada del duque, saboreando cada matiz, cada evocativo y provocativo roce de su lengua, de sus dedos, tomando tanto como se atrevía, rindiéndose a cualquier cosa que él pidiera. Tomando de él, en ese momento, tanto como podía.
Porque aquello no iba a volver a ocurrir.
Fue él quien rompió el beso, quien levantó sus labios de los de ella. Ambos estaban jadeando aceleradamente. Después de varias inhalaciones, sus sentidos volvieron lo suficiente para informarla de lo caliente, lo maleable y lo débil que se había vuelto.
De lo desvalida que estaba entre sus brazos.
Royce miró a la izquierda, luego a la derecha. Después soltó una palabrota.
– Aquí no.
Sus entrañas se precipitaron cuando se dio cuenta de a qué se refería. Su pánico se elevó mientras miraba dónde estaba, y se daba cuenta de que debía su escape al pesado rocío que había dejado la exuberante hierba empapada.
Si no fuera por eso…
Sofocó un escalofrío mientras él volvía.
Royce lo sintió (lo sintió en su espalda), pero tomó medidas drásticas sobre su inevitable reacción. La hierba estaba demasiado mojada, y los árboles tenían todos la corteza áspera y profundamente tallada; pero aparte de esas dificultades logísticas, unas que podría haber superado, esa parte de él gobernada por su ser más primitivo estaba insistiendo, dictatorialmente, en que la primera vez que se hundiera en su ama de llaves ella debería estar tumbada, desnuda, bajo su cuerpo, en su cama ducal… En la enorme cama con dosel de su habitación. Después de su abstinencia de las semanas anteriores, que había resultado ser innecesaria, no estaba de humor para privarse de nada.
Retrocedió y esperó hasta que ella estuvo de pie, y después la guió hasta su caballo y la subió hasta su grupa.
Sorprendida, Minerva intentó desesperadamente reordenar sus sentidos y sus emociones. Mientras Royce desataba las riendas de Sable y subía al lomo del semental gris, ella deslizó sus botas en los estribos, y le pidió sus riendas.
Con solo una mirada que decía claramente "Sígueme", giró a Sable y guió el camino. Afortunadamente, tuvieron que bajar lentamente la ladera; cuando alcanzaron el llano y los caballos comenzaran a galopar, Minerva ya se había recuperado lo suficiente para apañárselas sola.
Sin embargo, se sorprendería si era capaz de volver al castillo sin un solo tropiezo. Para cuando los establos se alzaron ante ellos, había aclarado su mente y sus entrañas habían vuelto a reunirse. Tenía los labios aún hinchados y el cuerpo aún caliente y, si pensaba demasiado, si recordaba demasiado, se ruborizaría, pero sabía lo que tenía que hacer.
Llegaron al establo y Royce desmontó ágilmente. Para cuando ella detuvo a Rangonel y liberó sus pies de los estribos, él ya estaba a su lado; Minerva se rindió a lo inevitable y dejó que él la bajara.
Y descubrió que, si no hubiera estado tensa, luchando para suprimir su reacción, la sensación de sus manos aferradas a su cintura, ese instante de estar totalmente en su poder mientras él la alzaba, contenía más delicia que trauma.
Se recordó a sí misma que, en lo que se refería al duque, ya no tenía nada que esconder. Aun así, cuando cogió su mano, envolviéndola con la suya, hubiera tirado para recuperarla… De no ser porque Royce la apretó más, le lanzó una mirada y procedió a caminar con ella a su lado, mientras salían del patio y saludaban con un asentimiento seco a Milbourne.