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La apasionada lujuria que sentía por ella en ese momento era tan intensa que incluso le sorprendió.

Se contuvo lo suficiente para retener la urgencia, apretar la mandíbula, y apartarla de sí a la fuerza.

Tuvo que obligar a sus manos a que la liberaran.

– Mis disculpas -Su voz era casi un gruñido. Con un asentimiento seco, sin mirarla a los ojos de nuevo, continuó adelante, poniendo rápidamente distancia entre ambos.

A su espalda escuchó el siseo de una inhalación, escuchó el susurro de su vestido mientras se balanceaba, mirándolo fijamente.

– ¡Royce! Dalziel… como quiera que te llames ahora… ¡detente!

El continuó alejándose.

– Maldita sea no voy a… ¡me niego a correr detrás de ti!

El se detuvo. Levantó la cabeza y consideró la lista de aquellos que osarían dirigirse a él con tales palabras, y con ese tono.

La lista no era larga.

Lentamente, se giró y miró a la dama, que evidentemente no sabía en qué peligro estaba. ¿Correr detrás de él? Debería estar huyendo en la dirección contraria. Pero…

Los recuerdos de antaño finalmente conectaron con la situación actual. Aquellos suntuosos ojos castaños fueron la clave. Frunció el ceño.

– ¿Minerva?

Aquellos fabulosos ojos ya no estaban abiertos por la sorpresa, sino entornados por la irritación; sus lujuriosos labios se habían apretado hasta formar una severa línea.

– Efectivamente -Ella dudó, y después, entrelazando las manos en su regazo, alzó la barbilla. -Deduzco que no lo sabías, pero yo soy ahora el ama de llaves de este lugar.

Al contrario de lo que esperaba Minerva, esta información no suavizó el pétreo rostro que la miraba. No alivió la rígida línea de sus labios, ni hubo un destello de reconocimiento en sus ojos oscuros… nada sugería que se hubiera dado cuenta de que ella era alguien que necesitaba que le ayudara: Minerva Miranda Chesterton, la hija huérfana de la amiga de la infancia de su madre. Posteriormente había sido la amanuense, dama de compañía y confidente de su madre, y más recientemente lo mismo para su padre, aunque aquello era algo que él seguramente no sabía.

De ellos dos, ella sabía precisamente quién era, qué era y qué tenía que hacer. El, por lo contrario, seguramente no estaba seguro de lo primero, incluso menos de lo segundo, y casi con seguridad no tenía ni idea de lo tercero.

Sin embargo, Minerva había estado preparada para eso. Para lo que no había estado preparada, lo que no había previsto, era el enorme problema al que ahora se enfrentaba. Un problema de más de metro ochenta, mayor e infinitamente más poderoso en vida que la imagen que había creado de él en su imaginación.

Su elegante capa colgaba de unos hombros que eran más amplios y musculosos de lo que ella recordaba, pero era cierto que lo había visto por última vez cuando tenía veintidós años. Era una pizca más alto, también, y había una dureza en él que no había visto antes y que envolvía los austeros planos de su rostro, sus cincelados rasgos, y su cuerpo duro como la roca, que casi la había hecho volar.

Que la había hecho volar, y no sólo físicamente.

Su rostro era tal como lo recordaba, excepto por una cosa: había desaparecido cualquier señal de su disfraz civilizado. Tenía una amplia frente sobre la que destacaban unas cejas negras que se inclinaban ligera y diabólicamente hacia arriba, en los extremos exteriores; una afilada nariz, unos delgados labios que garantizaban la peligrosa fascinación de cualquier mujer, y unos ojos bien colocados de un castaño oscuro, tan oscuro que generalmente eran indescifrables. Las largas pestañas negras que bordeaban esos ojos siempre la habían hecho sentirse envidiosa.

Su cabello era aún espeso, con los rizos elegantemente cortados para que cayeran en olas sobre su bien formada cabeza. Sus ropas también eran elegantes y a la moda, sobrias y caras. Incluso a pesar de que había estado viajando, sin hacer otra cosa más que galopar durante dos días, su pañuelo era una delicada obra de arte y, bajo el polvo, sus botas brillaban.

Sin embargo, esta elegancia no opacaba su innata masculinidad, ni oscurecía el aura peligrosa que cualquier mujer con ojos en la cara podría detectar. Los años lo habían perfeccionado y pulido, revelando, más que ocultando, el poderoso macho depredador que era.

En cualquier caso, esa realidad parecía realzada.

Royce continuaba a veinte pies de distancia, frunciendo el ceño mientras la examinaba, sin moverse para acercarse, y dando a sus derretidos y embobados sentidos incluso más tiempo para babear por él.

Pensaba que había superado su encaprichamiento por Royce. Dieciséis años de separación deberían haberlo hecho morir.

Aparentemente no era así.

Su misión, como ella la veía, se había vuelto inconmensurablemente más complicada. Si él descubría su ridícula susceptibilidad (quizá disculpable en una chica de trece años, pero espantosamente vergonzosa en una dama madura de veintinueve) usaría este conocimiento, sin piedad, para evitar que ella lo presionara para hacer cualquier cosa que él no deseara hacer. En aquel momento, el único aspecto positivo de la situación era que había sido capaz de disfrazar su reacción ante él, simulando una comprensible sorpresa.

A partir de entonces necesitaría continuar escondiéndole esa reacción.

No iba a resultarle sencillo.

Los Varisey eran una estirpe difícil, pero Minerva había estado rodeada de ellos desde los seis años, y había aprendido a sobrellevarlos bien. A todos, excepto a este Varisey… Oh, aquello no era bueno. Desgraciadamente, no solo una, sino dos promesas efectuadas en el lecho de muerte la unían a su camino.

Se aclaró la garganta, e intentó con todas sus fuerzas aclarar su mente de la desconcertante distracción de sus aún excitados sentidos.

– No te esperaba tan pronto, pero me alegra que hayas tenido un buen viaje -Con la cabeza alta y los ojos clavados en su rostro, Minerva caminó hacia delante. -Hay que tomar una gran cantidad de decisiones…

El duque se giró, dándole la espalda, y después, con inquietud, volvió a girarse hacia ella.

– Supongo, pero en este momento necesito quitarme el polvo -Sus ojos (oscuros, inconmensurables, su mirada imposiblemente afilada) estudiaron su rostro. -¿Debo entender que tú eres quien está a cargo?

– Sí. Y…

Royce se giró de nuevo, y sus largas piernas comenzaron a atravesar rápidamente la galería.

– Te buscaré dentro de una hora.

– Muy bien. Pero tu habitación no está en esa dirección.

Royce se detuvo. Una vez más se mantuvo sin mirarla durante el lapso de tres latidos y después, lentamente, se giró.

De nuevo, Minerva sintió el oscuro peso de su mirada, esta vez penetrándola con mayor seguridad. Esta vez, en lugar de conversar a través del enorme foso que los separaba, una distancia que ella hubiera preferido ahora mantener, Royce, indignado, caminó lentamente hacia ella.

Continuó caminando hasta que no quedaron más que unos centímetros entre ellos, que lo dejaron alzándose sobre ella. La intimidación física era una segunda naturaleza para los Varisey masculinos; la aprendían en la misma cuna. Ella hubiera querido decirle que aquella táctica no tenía efecto, y en verdad no tenía el efecto que él pretendía. El efecto era otro totalmente distinto, y más intenso y poderoso del que ella se hubiera imaginado nunca. Su interior tembló, se estremeció; Minerva contuvo su mirada y, tranquilamente, esperó.

Primer asalto.

Royce bajó la cabeza ligeramente para poder mirar directamente su rostro.

– La torre no ha rotado en todos los siglos desde que fue construida -Su voz había bajado el tono también, pero su dicción no había perdido nada de su filo letal, que se había hecho más afilado. -Lo que significa que la torre oeste está al otro lado de la galería.