Levantó luego la pequeña imagen de la virgen que estaba en el suelo junto a su litera y la apoyó sobre su pecho. Tenía unas marcas donde la había raspado con su cuchillo antes de adivinar qué era.
Larmoso conocía tres lugares donde podía convertir los explosivos en dinero. Había un exiliado cubano en Miami con más contante y sonante que sentido común. En la República Dominicana vivía un hombre que pagaba con cruzeiros brasileros por cualquier cosa que detonara o explotara. Y el otro posible cliente era el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica.
Habría una recompensa, por supuesto, pero Larmoso sabía que lograría además otras ventajas al negociar con los norteamericanos. Quizás la aduana de ese país olvidaría ciertos prejuicios que tenían en contra de él.
Larmoso abrió los cajones porque quería sacarle un poco de dinero a Benjamín Muzi, el importador, para ajustar cuentas, y necesitaba saber el valor del contrabando para tener una idea aproximada de lo que podía exigirle. Larmoso nunca había metido mano en los embarques de Muzi, pero habían llegado a sus oídos unos insistentes rumores de que Muzi pensaba retirarse del negocio con el Medio Oriente, y si eso llegaba a suceder, las entradas ilícitas de Larmoso disminuirían considerablemente. Quizás éste era el último embarque de Muzi y Larmoso quería sacar una buena tajada.
Había esperado encontrarse con un extraordinario cargamento de haschich, mercancía que Muzi compraba a menudo a los secuaces de Al Fatah. Pero en cambio descubrió plástico, y entonces apareció Hassan enloquecido tratando de sacar su pistola. El plástico era un asunto difícil, mucho más que las drogas, con las que un amigo podía presionar al otro.
Larmoso esperaba que Muzi pudiera resolver el problema con las guerrillas y poder percibir además una ganancia con el plástico. Pero Muzi iba a enfadarse muchísimo con él por haber revisado los cajones.
Si no quería cooperar, si se negaba a pagarle y arreglar su situación con los guerrilleros, entonces no tendría más remedio que guardarse el plástico y venderlo en alguna otra parte. Mejor ser un fugitivo rico que pobre.
Pero primero tendría que hacer un inventario de lo que debía vender, y librarse de algunas basuras que le incomodaban en la bodega.
Larmoso sabía que había herido gravemente a Hassan. Y le había dejado tiempo suficiente para morir. Decidió envolverlo en una bolsa, y cuando llegaran al puerto de Ponta Delgada donde quedaba solamente un vigía en el ancla, tirarlo por la borda en las aguas profundas al salir de las Azores.
Muhammad Fasil llamó cada hora a la oficina receptora de telegramas en Beirut. Al principio tenía esperanzas de que el cable de las Azores estuviera algo demorado. Anteriormente llegaban siempre al mediodía. Había recibido tres telegramas, uno de Benghazi, otro de Túnez y otro de Lisboa, mientras el viejo carguero avanzaba rumbo a Occidente. Los términos variaban en cada uno, pero el significado era siempre el mismo: los explosivos no habían sido dañados. El siguiente debería decir: «Mamá se encuentra hoy mucho mejor» y debía estar firmado por José. Fasil se dirigió al aeropuerto a las seis de la tarde al no haber recibido todavía el telegrama. Llevaba unas credenciales de un fotógrafo argelino y una cámara fotográfica vaciada que contenía en su interior un revolver.357 Magnum, Fasil había hecho las reservas una semana antes como medida de precaución. Sabía que podía llegar a Ponta Delgada a las cuatro de la tarde del día siguiente.
El capitán Larmoso relevó al primer piloto del timón cuando el Leticia avistó las cumbres de Santa María en la madrugada del 2 de noviembre. Pasaron junto a una pequeña isla al Sudoeste y luego viraron hacia el Norte, rumbo a San Miguel y el puerto de Ponta Delgada.
La ciudad portuguesa quedaba preciosa bajo la luz invernal que hacía resaltar la blancura de sus edificios con techos de tejas coloradas, separados por grupos de árboles de hojas perennes casi tan altos como el campanario de la iglesia. Detrás de la ciudad se alzaban las suaves pendientes de las montañas, con sus cuadrados de tierras labradas.
El Leticia, amarrado al muelle, parecía más descascarado que nunca, y su despintada línea de flotación emergió fuera del agua cuando la tripulación descargó un embarque de equipo liviano de agricultura y se hundió nuevamente cuando cargaron cajones de agua mineral en sus bodegas.
Larmoso no estaba preocupado. El movimiento de carga y descarga se realizaba exclusivamente en las bodegas de popa. El pequeño compartimiento de la bodega de proa cerrado con llave no sería afectado en la maniobra.
Casi la totalidad del trabajo fue terminado durante la tarde del segundo día, por lo que dio a la tripulación permiso para bajar a tierra, encargándose el comisario de a bordo de darle a cada hombre el dinero justo para pasar una noche en los burdeles y en los bares.
La tripulación se apresuró a pisar tierra firme y recorrió con paso rápido la longitud del muelle; el marinero más apurado tenía todavía un poco de jabón de afeitar junto a su oreja. Ninguno vio al hombre delgado parado bajo la columnata del Banco Nacional Ultramarino, que los contaba a medida que pasaban.
El barco quedó en un silencio quebrado solamente por los pasos del capitán Larmoso mientras bajaba al taller del cuarto de máquinas, pequeño compartimiento iluminado débilmente por una bombilla recubierta por un armazón de alambre. Después de escarbar en un montón de partes de máquinas desechadas, eligió una varilla de pistón con el correspondiente eje, que había sido estropeada cuando el Leticia amarró en Tobruk durante la última primavera. Parecía un enorme hueso de hierro al tomarlo en sus manos. Confiado en que sería lo suficientemente pesado como para arrastrar al fondo del Atlántico el cuerpo de Hassan, Larmoso llevó la varilla a popa y la guardó en un armario junto con varios metros de soga.
Sacó luego de la cocina una de las grandes bolsas de basura y la llevó a proa después de pasar por el salón de los oficiales y subir por una escalera que conducía a proa. Dobló la bolsa sobre su hombro como si se tratara de una chalina y caminó pisando fuerte por el corredor mientras silbaba entre dientes. De repente oyó un ruido a sus espaldas. Larmoso se detuvo para escuchar. Posiblemente eran solamente los pasos del viejo que estaba de guardia junto al ancla. Pasó por la escotilla del cuarto de oficiales, llegó a la escalera y bajó los escalones de metal hasta estar a la altura de la bodega de proa. Pero en lugar de entrar a la bodega, cerró ruidosamente la escotilla y se quedó parado contra la mampara al pie de la escalerilla, mirando hacia la escotilla que remataba los peldaños en sombra. La Smith-Wesson de cinco tiros parecía una pistola de juguete en su enorme manaza.
Vio cómo se abría la escotilla del cuarto de oficiales y cómo aparecía lentamente como una serpiente curiosa, la pequeña y prolija cabeza de Muhammad Fasil.
Larmoso disparó, y el tiro resonó con inusitada violencia dentro de las paredes metálicas mientras la bala rozaba el pasamanos. Se zambulló en la bodega y cerró la escotilla a su paso. Estaba transpirando y mientras esperaba en la oscuridad, el olor a rancio que exudaba su cuerpo se mezclaba con el de la grasa fría.
Los pasos que bajaban por la escalerilla eran lentos y rítmicos. Larmoso sabía que Fasil estaba agarrado del pasamanos con una mano y que la otra sujetaba el revólver con el que apuntaba a la escotilla cerrada. Larmoso se escondió detrás de un cajón distante cuatro metros de la puerta por la que debía entrar Fasil. Tenía el tiempo a su favor. La tripulación debía llegar dentro de un rato. Pensó en los tratos y excusas que podría ofrecerle a Fasil. Pero nada serviría. Le quedaban cuatro tiros. Mataría a Fasil en cuanto entrara por esa puerta. Estaba decidido.