Dahlia no pestañeó. Se abstuvo de hacerle notar que Lander había sido el primero en ir a ver a Muzi. Sabía que se le pasaría la furia pero que se incorporaría a la que tenía acumulada cuando su mente volviera irresistiblemente a considerar el problema.
Cerró los ojos durante un momento.
– Tendrás que salir de compras -le dijo la muchacha-. Dame un lápiz.
5
Muertos Hafez Najeer y Abu Ali, los únicos que conocían la identidad de Lander eran Dahlia y Muhammad Fasil, pero Benjamín Muzi lo había visto varias veces, pues había sido la primera conexión de Lander con el grupo Septiembre Negro y con el plástico.
Desde el primer instante el gran problema fue obtener los explosivos. En los primeros y agitados momentos en que concibió su fantástica idea, Lander no pensó que necesitaría ayuda. Parte de la estética de la operación era hacerlo solo. Pero a medida que el plan se desarrollaba en su mente y mientras contemplaba desde lo alto una y otra vez a la multitud, decidió que merecían algo más que unas cuantas cajas de dinamita que tendría que comprar o robar. Debería dedicárseles algo más especial que las dispersas esquirlas de una barquilla destrozada y unos cuantos kilos de clavos y cadenas.
Había veces cuando estaba despierto a medianoche, que los rostros de la gente mirando hacia lo alto con las bocas abiertas y meciéndose como un campo de flores con el viento, invadían el techo de su cuarto. Muchos de ellos adquirían las facciones de Margaret. Y al cabo de un momento la enorme bola de fuego alejaba el calor de su cara y se dirigía hacia ellos, formando un remolino semejante a la nebulosa con forma de cangrejo de la constelación de Tauro, quemándolos hasta convertirlos en carbones y devolviéndole la tranquilidad como para poder dormir.
Tenía que conseguir plástico.
Lander viajó dos veces por el interior del país en busca de ese explosivo. Fue a tres arsenales militares para estudiar las posibilidades de robo pero vio que era imposible. Fue a la fábrica de una gran compañía productora de aceite para bebes y napalm, adhesivos industriales y explosivos plásticos, y descubrió que el sistema de seguridad era tan completo como cualquiera de las otras fábricas militares pero mucho más imaginativo. La inestabilidad de la nitroglicerina descargaba la posibilidad de extraerla de la dinamita.
Lander revisó meticulosamente los diarios en busca de informes sobre actividades terroristas, explosiones, bombas. La pila de recortes que tenía en su dormitorio crecía diariamente. Se habría sentido muy ofendido si hubiera sabido que eso era algo típico y que las personas mentalmente enfermas como él, juntaban recortes en sus cuartos esperando la ocasión propicia. Muchos se vinculaban con sucesos acaecidos en el extranjero: Roma, Helsinki, Damasco, La Haya, Beirut.
La idea se le ocurrió a mediados de julio mientras estaba en un motel de Cincinnati. Había volado ese día sobre una feria estatal y estaba emborrachándose en el bar del motel. Era bastante tarde. Un televisor colgaba del techo al final del mostrador. Lander estaba sentado prácticamente debajo del aparato, con la mirada fija en su bebida. La mayoría de los clientes estaban mirando hacia él, con la fría luz de la televisión reflejada en sus caras.
Lander se estremeció y prestó atención. Había algo especial en los rostros de los parroquianos que miraban la televisión. Recelo. Ira. No era exactamente miedo, porque estaban a buen resguardo, pero sus expresiones eran semejantes a las de un hombre que mira los lobos por la ventana de su cabaña. Lander cogió su copa y caminó hasta el otro extremo del bar para poder ver la pantalla. Era una película de un Boeing 747 recostado sobre el desierto mientras ondas de calor bailaban a su alrededor. Explotó primero la parte de atrás, luego la parte central y el avión se consumió luego en una gran llamarada. El programa era una reedición de un noticiario especial sobre atentados terroristas árabes.
Un corte para transmitir lo sucedido en Munich. El horror de la villa olímpica. El helicóptero en el aeropuerto. El sonido ahogado de disparos en su interior cuando ametrallaron a los atletas israelíes. La embajada de Kartum donde asesinaron a los diplomáticos belgas y norteamericanos. Yasir Arafat, delegado de Al Fatah, negando todo tipo de responsabilidad.
Yasir Arafat nuevamente durante una conferencia de prensa en Beirut acusando denodadamente a Inglaterra y a los Estados Unidos de ayudar a los israelitas en las incursiones contra los guerrilleros.
– Cuando llegue el momento, nuestra venganza será enorme -dijo Arafat mientras se reflejaban en sus ojos las dobles lunas de los focos de la televisión.
Una declaración de apoyo del coronel Khadafy, estudioso de Napoleón y aliado y banquero permanente de Al Fatah:
– Los Estados Unidos merecen recibir un buen golpe.
Un nuevo comentario de Khadafy:
– Dios maldiga a Norteamérica.
– Mierda -dijo un hombre vestido con una chaqueta para jugar a los bolos, parado junto a Lander-. Puros mierdas.
Lander rió ruidosamente. Varios de los que estaban en el bar lo miraron.
– ¿Te parece gracioso?
– No señor. Le aseguro que no es nada gracioso. Grandísima mierda. -Lander depositó el dinero sobre el bar y salió en medio de los reiterados insultos del hombre.
Lander no conocía ningún árabe. Se dedicó entonces a leer informes sobre la actividad de grupos árabes-norteamericanos que simpatizaban con la causa de los árabes de Palestina, pero después de asistir a una reunión en Brooklyn, quedó convencido que los comités de árabes-norteamericanos eran demasiado correctos para él. Discutían sobre la «justicia» y los «derechos del individuo» y consideraban seriamente presentar sus mociones por escrito a algunos miembros del Congreso. Si se hubiera dedicado a buscar entre ellos a algún militante, sospechaba y con razón, que no tardaría mucho en aproximársele un policía secreto con un transmisor sujeto en la pierna.
Tampoco eran mucho mejores las manifestaciones realizadas en Manhattan apoyando la guerrilla palestina. En el Unión Square y en la plaza de las Naciones Unidas se encontró con menos de veinte jovencitos árabes rodeados por un mar de judíos.
No, lo que precisaba era un bribón ambicioso y competente con buenos contactos en Medio Oriente. Y finalmente encontró uno. Lander obtuvo el nombre de Benjamín Muzi de boca de un piloto comercial de su relación, que traía cargamentos peligrosos del Oriente Medio ocultos en su máquina de afeitar y entregaba luego a dicho importador.
La oficina de Muzi, situada en los fondos de un destartalado depósito de la calle Sedgwick en Brooklyn era bastante tétrica, Lander fue acompañado por un enorme y hediondo griego, cuya cabeza calva reflejaba la débil luz que pendía del techo, iluminando el camino entre un verdadero laberinto de cajones.
Lo único lujoso era la puerta, de hierro, con dos pasadores y un candado Fox. La abertura para la correspondencia quedaba a la altura del estómago, y la tapa de hierro podía ser cerrada con una tranca del otro lado.
Muzi era muy gordo y dejó escapar un quejido al levantar un montón de facturas de una silla y hacerle señas a Lander para que se sentara.
– ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Un refresco, quizás?
– No.
Muzi vació el contenido de su botella de agua Perrier y sacó otra de la nevera. Dejó caer en su interior dos tabletas de aspirinas y bebió un largo trago.
– Me dijo por teléfono que quería hablarme sobre un asunto sumamente confidencial. Ya que no me ha dicho su nombre, ¿tendría algún inconveniente en que lo llame Hopkins?
– En absoluto.
– Excelente. Cuando la gente habla de un asunto confidencial, señor Hopkins, siempre se refiere a algo contrario a las leyes. Si se trata de eso, entonces no quiero tener nada que ver con usted, ¿entendido?