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Lander sacó un fajo de billetes de su bolsillo y lo depositó sobre el escritorio de Muzi. Este no tocó el dinero, ni siquiera lo miró. Lander agarró el fajo y se encaminó a la puerta.

– Un momento, señor Hopkins. -Muzi le hizo una seña al griego que se adelantó y cacheo minuciosamente a Lander. Miró luego a Muzi y meneó la cabeza.

– Siéntese, por favor. Gracias, Salop. Puedes esperar afuera. -El grandote cerró la puerta a su paso.

– Qué feo nombre -dijo Lander.

– En efecto, pero él no conoce el significado -respondió Muzi secándose la cara con un pañuelo. Apoyó los dedos de sus manos bajo el mentón y se dispuso a esperar.

– Tengo entendido que usted es una persona con grandes influencias -comenzó a decir Lander.

– Soy en efecto una gran persona con influencias.

– Ciertos consejos…

– Contrariamente a lo que usted puede creer, señor Hopkins, no es necesario recurrir a interminables circunloquios árabes al tratar con un árabe, especialmente, porque los norteamericanos en su mayoría no poseen la sutileza como para hacerlo interesante. Dígame qué es lo que quiere.

– Quiero que una carta llegue a manos del jefe del servicio de inteligencia de Al Fatah.

– ¿Y quién es?

– Lo ignoro. Usted puede averiguarlo. Me han informado que puede conseguir prácticamente cualquier cosa en Beirut. La carta va a ser lacrada y cerrada en una forma un tanto especial y debe ser entregada sin haber sido abierta.

– Sí, así lo supongo -los ojos de Muzi estaban velados como los de una tortuga.

– Usted está pensando en una carta explosiva -dijo Lander-. Pero no es eso. Puede observarme guardar el contenido en el sobre a diez metros de distancia. Puede cerrar la solapa del sobre y luego yo me encargaré de poner los otros sellos.

– Yo trabajo con hombres interesados en dinero. Los que están metidos en política difícilmente pagan sus cuentas o lo matan a uno por incapaz. No creo.

– Dos mil dólares ahora y dos mil si el mensaje es entregado a satisfacción. -Lander depositó nuevamente el dinero sobre el escritorio-. Y otra cosa. Le aconsejo que abra una cuenta numerada en un banco de La Haya.

– ¿Con qué objeto?

– Para depositar allí una buena suma de dinero de Libia si llegara a decidir retirarse.

Hubo un largo silencio, que fue interrumpido finalmente por Lander.

– Debe comprender que esto debe ser entregado de primera intención al hombre indicado. No debe circular por todos lados.

– Como no sé qué es lo que usted quiere, trabajaré a ciegas. Pueden hacerse ciertas averiguaciones, pero inclusive eso puede resultar peligroso. Usted debe saber que Al Fatah está desmembrado, dividido entre ellos mismos.

– Entrégueselo a Septiembre Negro -dijo Lander.

– ¿Por cuatro mil dólares? Ni soñarlo.

– ¿Cuánto, entonces?

– Será difícil realizar las averiguaciones y muy caro y aún así nunca se puede estar seguro…

– ¿Cuánto?

– Por ocho mil dólares pagados inmediatamente, quizás accedería a hacer todo lo posible.

– Cuatro mil ahora y cuatro mil después.

– Ocho mil dólares ahora, señor Hopkins. Después no sabré quién es usted y nunca más volverá a poner los pies aquí.

– De acuerdo.

– Iré a Beirut dentro de una semana. No quiero que me entregue la carta hasta inmediatamente antes de mi partida. Puede traerla aquí el 7 por la noche. Será sellada en mi presencia. Le aseguro que no tengo el menor interés en leer su contenido.

Además de estipular el nombre real de Lander y su dirección, la carta aclaraba que podría realizar un gran servicio para la causa de Palestina. Solicitaba encontrarse con algún representante de Septiembre Negro en cualquier lugar del hemisferio occidental. Adjuntaba además un giro por mil quinientos dólares para cubrir gastos.

Muzi aceptó la carta y los ocho mil dólares con una seriedad que no condescendía con el acto. Una de sus características era que cumplía con su palabra cuando se pagaba el precio solicitado por él.

Lander recibió al cabo de una semana, una tarjeta postal proveniente de Beirut. No contenía mensaje alguno. Se preguntó si Muzi habría decidido abrir la carta y obtener así su nombre y dirección.

Pasó una tercera semana. Tuvo que volar cuatro veces fuera de Lakehurst. Durante esa semana tuvo la sensación de que lo seguían en dos oportunidades mientras se dirigía al aeropuerto, pero no estaba completamente seguro. El jueves 15 de agosto sobrevoló Atlantic City durante la noche llevando un cartel en el que aparecían mensajes iluminados provenientes de los paneles de luces controlados por una computadora a ambos lados del dirigible.

Cuando regresó a Lakehurst y se introdujo en su coche advirtió una tarjeta sujeta por la escobilla del limpiaparabrisas. Bajó algo fastidiado esperando encontrarse con una propaganda. Examinó la tarjeta a la luz del coche. Era un vale para hacer uso de la piscina de natación del Maxie's Swim Club, situado en las cercanías de Lakehurst. En su dorso estaba escrito: «Mañana a las tres de la tarde; apague y encienda los faros si la respuesta es afirmativa».

Lander echó un vistazo por el desierto aparcamiento del campo de aviación. No vio a nadie. Encendió y apagó lo faros y se dirigió a su casa.

En Nueva Jersey existen muchos clubs privados de natación, todos bien mantenidos y bastante caros, que ofrecen una variedad de reglas exclusivas. La clientela de Maxie era en su mayor parte de procedencia judía, pero a diferencia de otros, Maxie aceptaba unos pocos negros y portorriqueños siempre y cuando los conociera. Lander llegó a la piscina a las dos y cuarenta y cinco, y se puso el traje de baño en un vestuario con el suelo salpicado por charquitos de agua. El sol, el penetrante olor a cloro y el ruido de los niños lo hicieron pensar en épocas anteriores, cuando iba a bañarse al club de oficiales acompañado de Margaret y sus hijas. Recordaba cómo Margaret, sujetando un vaso con sus dedos arrugados por el agua, reía echando la cabeza hacia atrás y sacudiendo su pelo negro mojado, consciente de las miradas de los tenientes.

Lander se sentía ahora sumamente solo, algo incómodo por la blancura de su piel y su mano desfigurada mientras avanzaba por el caliente suelo de cemento. Colocó sus pertenencias en una canasta de alambre tejido y se la entregó al encargado del vestuario, guardando la tarjeta de plástico para reclamarlas dentro del bolsillo de su bañador. La piscina tenía un tono azul algo artificial y la luz del sol bailaba sobre su superficie, hiriendo su vista.

Pensó que una piscina de natación tenía muchas ventajas. Nadie puede llevar un arma o una grabadora, y tampoco pueden tomarse impresiones digitales a hurtadillas.

Nadó pacientemente de una punta a la otra durante media hora. Dentro de la piscina había por lo menos quince niños con sus correspondientes salvavidas de variadas formas y cámaras de goma. Varias parejas jóvenes jugaban con una pelota a rayas y un musculoso muchacho estaba embadurnándose con una loción bronceadora a un lado de la piscina.

Lander se volvió y comenzó a nadar lentamente de espaldas en dirección a la parte más profunda, fuera del alcance de los que se zambullían. Estaba observando una pequeña y rápida nube cuando chocó con una bañista, enredándose los brazos y piernas de ambos, una muchacha provista de una máscara para bucear, observando aparentemente el fondo en lugar de mirar hacia donde se dirigía.

– Lo siento -dijo chorreando agua. Lander sopló el agua que se le había metido por la nariz y siguió nadando sin decir nada. Se quedó otra media hora más en la piscina y luego decidió salir. Estaba por subir al borde cuantío surgió de dentro del agua justo frente a él, la muchacha con el equipo de buceo. Se quitó la máscara y sonrió.

– ¿Se le cayó esto? Lo encontré en el fondo de la piscina. -Tenía en su mano la tarjeta de plástico de Lander.