Lander bajó la vista y advirtió que el bolsillo de su traje de baño estaba vuelto hacia afuera.
– Será mejor que revise su billetera y se fije si no le falta algo -le aconsejó antes de sumergirse otra vez.
Prolijamente doblado dentro de la billetera estaba el giro que había enviado a Beirut. Entregó la canasta nuevamente al encargado del vestuario y se reunió con la muchacha en la piscina. Estaba tomando parte en una pelea con agua con dos niños pequeños. Ambos se lamentaron ruidosamente cuando los abandonó. Su aspecto en el agua era espléndido, y Lander, que tenía frío y se sentía achicharrado dentro de su bañador, se sintió enojado ante el espectáculo.
– Será mejor que conversemos dentro de la piscina, señor Lander -dijo dirigiéndose hacia una parte donde el agua llegaba justo a la altura de sus pechos.
– ¿Qué se supone que debo hacer, desembuchar todo el asunto aquí?
La joven lo miró fijamente mientras multicolores manchas de luz bailaban en sus ojos. Súbitamente Lander puso su mano deformada sobre el brazo de la muchacha, sin apartar los ojos de ella, esperando descubrir el clásico rechazo. Pero la única reacción que vio fue una sonrisa cordial. Lo que no vio fue su reacción debajo de agua. Volvió hacia arriba su mano izquierda con los dedos como ganchos, lista para golpear si fuera necesario.
– ¿Puedo llamarlo Michael? Yo soy Dahlia Iyad. Este es un buen lugar para conversar.
– ¿Le satisfizo el contenido de mi billetera?
– Debería estar contento de que la haya revisado. No creo que le interesara negociar con un tonto.
– ¿Qué es lo que sabe de mí?
– Sé cuál es su trabajo. Sé que fue prisionero de guerra. Que vive solo y lee hasta altas horas de la noche y que fuma una clase de marihuana bastante mediocre. Sé que su teléfono no está intervenido, por lo menos desde la terminal que tiene en el sótano de la casa ni en el poste de la vereda. Pero no sé bien qué es lo que quiere.
Tendría que decírselo tarde o temprano. Aparte de su desconfianza por la mujer, era difícil manifestarlo, tan difícil como abrirse con un psicoanalista. Muy bien.
– Quiero detonar mil doscientas libras de plástico explosivo en un estadio.
Lo miró como si hubiera reconocido penosamente una aberración sexual que ella apreciara particularmente. Con tranquila y cariñosa compasión, y contenido entusiasmo. Bienvenido a casa.
– No tiene el plástico ¿verdad Michael?
– No. -Miró hacia otro lado mientras le preguntaba-: ¿Puede conseguirlo?
– Es una cantidad grande. Todo depende.
Gotas de agua cayeron a su alrededor al girar bruscamente la cabeza para mirarla.
– No quiero oírle decir eso. Eso no es lo que quiero oír. Hable bien.
– Sí, tengo el convencimiento de que puede hacerlo, si puedo afirmar a entera satisfacción de mi jefe que usted puede hacerlo y que lo hará, entonces sí podrá conseguirle el plástico. Lo conseguiré.
– Muy bien. Me parece razonable.
– Quiero ver todo. Quiero que me lleve a su casa.
– ¿Por qué no?
Pero no fueron directamente a la casa de Lander. Debía realizar un vuelo nocturno con una propaganda luminosa y llevó a Dahlia como acompañante. No era habitual llevar pasajeros durante ese tipo de vuelos nocturnos ya que se quitaban la mayor parte de los asientos en la góndola para hacer sitio para la computadora de a bordo que controlaba las ocho mil luces diseminadas a ambos lados del dirigible. Pero cabrían todos si se apretaban un poco. Farley, el copiloto, había molestado a todos previamente en dos ocasiones al llevar a bordo a su novia de Florida, de modo que no estaba en situación de protestar por tener que cederle su asiento a la joven. El y el encargado de la computadora se relamieron al ver a Dahlia y se entretuvieron realizando silenciosas y obscenas pantomimas en el fondo de la barquilla mientras la muchacha y Lander no miraban.
Manhattan resplandecía en la noche como un enorme y brillante barco mientras volaron por encima a ochocientos metros. Bajaron en dirección al círculo resplandeciente del estadio Shea, donde los Mets jugaban un partido nocturno y los flancos del dirigible se convirtieron en enormes y refulgentes carteles con letras que se movían en sus costados. «No olvide hermano, contrate al veterano», rezaba el primer mensaje. «Winston sabe a gloria…», pero este mensaje se interrumpió mientras el técnico maldecía y luchaba contra la cinta perforada.
Dahlia y Lander se quedaron luego observando cómo el equipo del aeropuerto de Lakehurst aseguraba al iluminado dirigible a tierra firme. Prestaron atención especial a la góndola, mientras los hombres vestidos con monos, retiraban la computadora e instalaban nuevamente los asientos.
Lander señaló el firme pasamanos que rodeaba la base de la cabina. La condujo luego a la parte posterior de la barquilla para que observara cómo le quitaban el turbogenerador que accionaba las luces. El generador es un artefacto delgado y pesado con una forma similar a la de un pescado y que posee un fuerte sistema de fijación en tres puntos que podría serles de gran utilidad.
Farley se les aproximó llevando en su mano la tablilla con las hojas en que hacía las anotaciones y les dijo:
– Supongo que no pensarán quedarse aquí toda la noche.
Dahlia sonrió inexpresivamente.
– Es tan interesante.
– Ya lo creo -respondió Farley ahogando una risita y despidiéndose con un guiño.
Un rubor coloreaba el rostro de Dahlia y sus ojos relampagueaban mientras regresaban del aeropuerto.
Desde el primer momento puso en claro que no pretendía ninguna actuación de ninguna clase por parte de Lander cuando llegaron a su casa. Y tuvo la precaución de no demostrar tampoco ninguna repulsión por él. Su actitud parecía dar a entender que había llevado allí su cuerpo porque le resultaba cómodo hacerlo. Su deferencia física hacia Lander era tan sutil, que no existen palabras para describirla en este idioma. Y era muy, pero muy suave y dulce.
La situación cambiaba cuando se trataba de negocios. Lander descubrió rápidamente que no podía intimidarla con sus conocimientos técnicos superiores. Tenía que explicarle su plan hasta el más mínimo detalle, aclarando los términos paulatinamente. Los desacuerdos con él eran generalmente por la forma de manejar a la gente, descubrió que era un buen juez de las personas y sumamente experimentada en la actuación de los hombres presionados por el miedo, y aun cuando estuviera en total desacuerdo sobre algún punto, nunca lo recalcaba con un movimiento de su cuerpo o con una expresión del rostro que reflejara algo más que concentración.
A medida que iban resolviéndose los problemas técnicos, en teoría, por lo menos, Dahlia advirtió que el mayor de todos los peligros que amenazaban el proyecto era la inestabilidad de Lander. Era una maravillosa máquina controlada por un niño homicida. Su misión se volvió cada vez más protectora y de apoyo. Pero en ese aspecto no le era posible basarse siempre en cálculos sino que estaba obligada a guiarse por sensaciones.
A medida que transcurrían los días comenzó a contarle muchas cosas sobre él, cosas inocuas que no le dolían. A veces, cuando estaba ligeramente borracho por la tarde, censuraba interminablemente las injusticias de la marina hasta que por fin ella se retiraba a su dormitorio alrededor de medianoche, dejándolo maldiciendo la televisión. Y una noche, cuando estaba sentada junto a su cama le contó una anécdota como si estuviera haciéndole un regalo. Le explicó cuándo había visto por primera vez un dirigible.
Era un niño de ocho años con impétigo en las rodillas, y estaba en el patio de juegos de un colegio de provincia, cuando levantó la cabeza y vio la aeronave. Su estructura plateada flotaba sobre el patio de la escuela, luchando para encontrar una brecha sobre el viento, desparramando desde el aire pequeños objetos que caían a la tierra en diminutos paracaídas: chupetines con la imagen de Baby Ruth. Michael echó a correr siguiendo la sombra del dirigible que cubría por completo todo el patio, mientras los demás niños corrían también detrás, afanados en recoger los chupetines. Llegaron entonces a un campo arado del otro lado del colegio y la sombra se apartó velozmente, ondeando sobre cada surco. Lander, que usaba pantalones cortos, se cayó en el campo arado y se le cayeron las costras de las rodillas. Se puso nuevamente de pie y se quedó parado mirando el dirigible hasta perderlo de vista, sujetando en su mano un chupetín y su paracaídas, mientras hilos de sangre corrían por sus canillas.