Выбрать главу

Enfiló el gran helicóptero hacia la tierra, con sus paletas golpeando el pesado aire marino. En ese momento tenía dos posibilidades. Esperar a tener protección aérea, quedándose allí dando vueltas, tratando de establecer contacto con los otros por la radio, esperando protección, o lanzarse directamente al rescate.

– Allí está, señor -dijo el copiloto señalando.

Lander vio una lluvia de fuego, una milla tierra adentro, producida por el estallido del Phantom en el aire. Estaba sobre la playa cuando recibió la señal. Pidió protección aérea pero no se quedó esperándola. El helicóptero descendió sobre la tupida selva con sus luces apagadas.

Una luz se encendió y se apagó en el estrecho camino cubierto de piedras. Los pilotos que estaban en tierra habían tenido la buena idea de señalarle una zona para poder bajar. Las hileras de árboles a ambos lados del camino dejaban espacio suficiente para el helicóptero. Más rápido sería aterrizar que tratar de levantarlos uno por uno con el gancho. Tocó tierra entre los grupos de árboles, haciendo tumbarse las matas de hierba a ambos lados del camino y de repente la oscuridad se llenó de luces naranjas y una ráfaga de ametralladoras perforó el fuselaje a su alrededor. Salpicado por la sangre del copiloto, cayó hacia un lado meciéndose desesperadamente, rodeado por el olor a goma quemada.

La jaula de bambú no era lo suficientemente grande como para que Lander pudiera acostarse en su interior. Su mano había sido destrozada por una bala y el dolor era constante y terrible. Deliraba la mayor parte del tiempo. Sus captores no tenían nada con qué curarlo excepto un poco de polvo de sulfamidas de un viejo botiquín francés. Arrancaron una delgada plancha de madera de un cajón y le vendaron la mano contra la tabla. La herida latía constantemente. Después de pasar tres días en la jaula, fue obligado a caminar hasta Hanoi, empujado por esos hombres pequeños y delgados. Estaban vestidos con unos sucios pijamas negros y portaban unos limpios y relucientes rifles automáticos AK- 47.

Lander pasó el primer mes de reclusión en Hanoi enloquecido por el dolor de su mano. Compartía la celda con un navegante de la Fuerza Aérea, un compasivo exmaestro de zoología llamado Jergens. Este le ponía paños húmedos en la mano herida y trataba de consolarlo lo mejor que podía, pero Jergens había estado preso desde hacía mucho tiempo y se encontraba a su vez muy inestable emocionalmente. Treinta y siete días después que llegara Lander, el estado de Jergens empeoró. Comenzó a gritar constantemente y tuvieron que llevárselo. Lander lloró cuando se fue.

En la tarde de la quinta semana apareció en su celda un médico vietnamita llevando un maletín negro. Lander se apartó de él. Pero lo agarraron los guardias y lo sujetaron mientras el médico le inyectaba un poderoso anestésico local en su mano. La sensación de alivio fue como si corriera sobre su cuerpo un chorro de agua fresca. Durante la hora siguiente, mientras estaba en condiciones de pensar, le ofrecieron un trato.

Le explicaron que en la República Democrática de Vietnam los recursos médicos terapéuticos eran muy limitados, inclusive para curar a sus propios heridos. Pero le conseguirían un cirujano que le arreglara su mano y drogas para calmar sus dolores si firmaba una confesión reconociendo sus crímenes de guerra. Lander sabía muy bien que si no le arreglaban debidamente ese montón de carne y huesos destrozados que colgaban del extremo de su brazo, perdería la mano y probablemente el resto del brazo. Nunca más podría volver a volar. No creía que una confesión firmada bajo esas circunstancias pudiera ser considerada seriamente en su país. Y aún así, prefería conservar su mano más que la buena opinión de la gente. Estaba empezando a pasarse el efecto de la anestesia. El dolor comenzaba a hacerse sentir nuevamente en el brazo. Dijo que sí.

No estaba preparado para lo que vino después. Cuando vio el atril y el cuarto lleno de prisioneros sentados como en una clase, cuando le dijeron que debía leerles su confesión, se quedó helado.

Lo empujaron a una antecámara. Una mano poderosa que olía a pescado le cerró la boca mientras un guardia le retorcía los metacarpos. Casi se desmayó. Asintió vehementemente, luchando contra la mano que le cerraba la boca. Le dieron otra inyección mientras le ataban la mano ocultándola dentro de su chaqueta.

Leyó el papel, pestañeando por la luz de los reflectores mientras giraba la filmadora.

En primera fila estaba sentado un hombre con el cuero cabelludo coriáceo y cubierto de cicatrices como un halcón desplumado. Era el coronel Ralph DeJong, el oficial norteamericano de más alto grado en el campo de prisioneros Plantation; el coronel DeJong había cumplido doscientos cincuenta y ocho días de reclusión solitaria. Cuando Lander terminó de leer su confesión, el coronel DeJong exclamó súbitamente con una voz potente que resonó en todo el cuarto:

– Son mentiras.

Dos guardias se abalanzaron inmediatamente sobre DeJong y lo arrastraron fuera del cuarto. Lander tuvo que leer el final una segunda vez. DeJong pasó cien días en reclusión solitaria con raciones reducidas.

El Vietcong se ocupó de curarle la mano a Lander en un hospital situado en los suburbios de Hanoi, un edificio grande, totalmente blanqueado a la cal por dentro, con cortinas de cañas cubriendo las aberturas donde habían sido voladas las ventanas. No hicieron un trabajo fino. El cirujano de ojos enrojecidos que se ocupó de Lander no poseía conocimientos suficientes de cirugía estética para solucionar el problema de esa araña roja sujeta sobre su mesa y tenía pocos remedios. Pero poseía alambre de acero inoxidable y ligaduras y paciencia y con el tiempo la mano recobró el movimiento. El médico hablaba inglés y practicaba este idioma con Lander en terriblemente aburridas conversaciones mientras realizaba su trabajo.

Lander, desesperado por distraerse, mirando a cualquier lugar que no fuera su mano mientras le hacían las curas, descubrió un viejo resucitador de fabricación francesa, evidentemente en desuso, tirado en un rincón del quirófano. Funcionaba con un motor de corriente directa provisto de un volante excéntrico que accionaba los fuelles. Con voz entrecortada por el dolor, preguntó si funcionaba.

El médico le dijo que el motor se había quemado. Nadie sabía arreglarlo.

Tratando de concentrar su atención en cualquier cosa que le distrajera del dolor, Lander comenzó a hablar sobre dínamos y rebobinamientos. Gotas de sudor corrían por su cara.

– ¿Podría arreglarlo? -El doctor tenía el ceño fruncido. Estaba atando un pequeño nudo. Un nudo que no era mayor que la cabeza de una hormiga colorada, ni que la pulpa de un diente, pero más grande que el sol resplandeciente.

– Sí -respondió Lander hablando sobre alambre de cobre y bobinas, algunas de sus palabras cortadas por la mitad.

– Bueno -acotó el médico-. Terminé con usted por el momento.

La mayoría de los prisioneros de guerra se comportaron de una manera admirable a los ojos de los militares norteamericanos. Soportaron años de sufrimientos y regresaron a su país saludando marcialmente por encima de sus ojos hundidos. Eran hombres decididos con personalidades fuertes y animosas. Hombres a los que les resultaba posible creer en algo.

El Coronel DeJong era uno de ellos. Cuando salió de la reclusión solitaria para volver a tomar el mando de los prisioneros de guerra, pesaba cincuenta kilos. Sus ojos tenían destellos rojizos en sus profundas órbitas, como el fuego reflejado en los ojos de los mártires. No había emitido juicio alguno sobre Lander hasta que lo vio en una celda con un carrete de alambre de cobre, rebobinando el dínamo de un motor norvietnamita, y junto a él un plato en el que podían verse espinas de pescado.

El coronel DeJong hizo correr la voz y Lander recibió el tratamiento del silencio en el campamento. Se convirtió en un paria.